Llevó la literatura a la pantalla como ningún otro director argentino. Hoy, trabaja de lunes a viernes en la universidad que fundó hace tres décadas y que devino semillero de grandes realizadores
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La entrevista es en su oficina. Manuel Antín tiene 95 años y trabaja de lunes a viernes, de 9 a 16, en la Universidad del Cine. Llega todos los días en auto: maneja en solitario desde su casa en Belgrano hasta el Pasaje Giuffra, en San Telmo. “Mi auto es mi confesor”, asegura. Antín creó esta universidad (la FUC) en 1991. Poco tiempo antes había pasado por la gestión pública, a cargo del Instituto Nacional de Cinematografía en tiempos de Raúl Alfonsín. Ya había dirigido toda su obra: una decena de largometrajes que lo convirtieron en uno de los nombres más distinguidos de la Generación del 60. Ya había escrito algunas novelas, que nadie conoce.
-¿Sigue escribiendo?
-Escribo en secreto. Escribo continuamente, pero no publico. Mi paso al cine significó de alguna manera una elección, pero no hubiera sido cineasta sin antes ser escritor o al menos un gran lector; grande en el sentido de cantidad. Y de ahí en más, el tipo de cine que hice… Porque no he hecho otra cosa que llevar al cine obras literarias.
-¿Qué escribe en secreto?
-Novelas. Dicho así, en plural, asusta. Pero escribo sobre todo relatos que no tienen mucha posibilidad de grandes audiencias, como no la tuvieron mis películas. En realidad, yo he filmado fracasos. Lo digo con todo respeto porque suena feo eso de fracaso, pero el hecho de elegir un lugar de expresión que transmite ideas es una manera de limitar la audiencia.
-Sus películas no fueron éxitos comerciales, pero convengamos que han sido siempre valoradas y reconocidas.
-Sí, estoy de acuerdo. Creo que han tenido algo indispensable, que es la difusión internacional. Cuando estuve a cargo del Instituto, lo primero que hice fue crear una agencia en Madrid que se ocupara de transmitir el cine argentino, de llevarlo a otras partes, siguiendo un poco el modelo norteamericano, que tiene agencias en todo el mundo desde donde se dirige la promoción y la programación. Esto es fundamental: alguien tiene que ocuparse de programar las películas, no alcanza solamente con crearlas.
-¿Qué ocurrió con ese proyecto?
-Mi gestión duró lo que duró Alfonsín y solamente pude crear esa agencia en Madrid, que se llamó Argencine. No se pudo materializar del todo porque la política tiene sus límites, pero yo quería tener también una agencia en Londres, en Moscú, en Estados Unidos y en Brasil, para que se ocuparan de empujar el cine argentino como si fueran sus productores. El proyecto tenía la doble virtud de significar un ingreso de divisas, porque las ventas se hacían en blanco, y era una especie de respaldo material de una cosa que tiene su lado abstracto.
-¿No se retomó nunca esa idea?
-La Argentina tiene esa característica, ¿no? Los presidentes valen mientras están en gestión y después todo desaparece.
-Volvamos a sus novelas. ¿No quiere que sean publicadas?
-En realidad, nunca he tenido la ocasión de contar con una editorial que se ocupara de mi literatura. Una sola publicó una novela titulada Alta la luna [Aurelia Rivera, 2016], pero se hicieron 500 ejemplares, cuyo destino... Yo compré varios para hacerme creer que tenía muchos lectores.
-No trascendió como esperaba.
-No imaginaba siquiera que algún lector pasara de la página 5. Hay que decir también que resulta muy difícil sobrevivir como escritor cuando hay tanta literatura maravillosa. Yo, por ejemplo, soy un lector continuo, permanente y eterno del Quijote. Me parece que toda la sabiduría humana está en esa obra que muy poca gente ha leído, lamentablemente.
-¿Vuelve a ella cuando escribe?
-Vuelvo a ella continuamente. Cuando no tengo nada que me interese para leer, porque no puedo leer más de una cosa a la vez, vuelvo a ella. Ojo, no es que quiera hacerle prensa de Cervantes [se ríe], ni creo que le haga falta.
Alta la luna fue escrita por Antín en la década del 60. No intentó publicarla entonces porque la idea de convertirse “súbitamente en escritor” le parecía inapropiada, porque ya era un cineasta reconocido. “Aunque siempre había sido mi gran ambición –cuenta en el prólogo–, estaba ya resignado a ese camuflaje de mi otro yo”.
Había empezado a escribir a los 15, escondido en el baño de su casa, de noche. Manuel era el séptimo de ocho hermanos en una familia amorosa pero de poco diálogo.
-¿Dónde vivían?
-En muchos lugares. Nací en Las Palmas, Chaco. Después vivimos en Resistencia, en Corrientes, en Buenos Aires. Todo dependía de la salud económica de mi padre, que no siempre fue excelente.
-¿De qué trabajaba?
-Era empleado de comercio.
-Cuando usted inició su carrera de cineasta, ¿sus padres vieron sus películas?
-Ya habían muerto. Nunca vieron ninguna película mía.
-Y a usted le hubiera gustado que las vieran...
-Mucho. Mis hermanos tampoco las vieron, porque todos murieron antes del 58, que fue cuando hice mi primer cortometraje.
-¿Cómo ocurrió eso, tan jóvenes?
-Enfermedades... No me explico por qué fallecieron ellos ni por qué no fallecí yo. Cosas que ocurrieron.
-¿Cómo recuerda su infancia?
-Como una infancia difícil, con mi padre siempre a la búsqueda de alguna cosa, de encontrar una forma de sostener a una familia de diez personas.
-¿Por qué se tenía que esconder para escribir?
-Porque mi familia no me entendía o porque yo creía que no me hubiera comprendido.
-No es que alguna vez lo castigaron por eso.
-No, no, de ninguna manera. Alguna vez mi padre me preguntó qué hacía tanto tiempo en el baño, preocupado por si hacía cosas raras. Pero no les dije que escribía: eso les hubiera parecido mucho más raro.
-Y cuando se enteraron, ¿qué ocurrió?
-Nunca lo supieron tampoco.
-¿Algo de esa historia aparece en sus textos?
-Mi literatura es absolutamente ajena a mí en el sentido de la anécdota. Es una literatura ampulosa que ni siquiera se parece a mis películas. Cuando lea mi novela, si es que llega a avanzar en algunas hojas, va a comprender lo que le digo.
Antín busca sin apuro uno de los tantos ejemplares de Alta la luna que se autocompró para regalar. Lo encuentra en uno de los cajones de una oficina empapelada de recuerdos: afiches de películas propias y de sus alumnos, diseños de vestuario, souvenirs, premios. Una carta enmarcada, la última que le envío Julio Cortázar. Justamente, tres de sus películas son transposiciones de cuentos del autor de Rayuela: La cifra impar (1962), sobre “Cartas de mamá”; Circe (1964), del cuento homónimo, e Intimidad de los parques (1965), una combinación de “Continuidad de los parques” y “El ídolo de las Cícladas”.
Antín adaptó, además, textos de Augusto Roa Bastos, Beatriz Guido y Ricardo Güiraldes, entre otros (su versión de Don Segundo Sombra, de 1969, fue su único film realmente exitoso en cuanto a cantidad de público). Y adaptó una novela propia, Los venerables todos, cuya película se presentó en el Festival de Cannes, pero no fue estrenada comercialmente y el libro en sí tampoco vio la luz: el único ejemplar lo perdió Cortázar. “Como no estaba publicado y él lo quería leer, le presté el manuscrito. Cortázar se lo llevó a Viena, a un encuentro de la Unesco donde era traductor, y lo dejó olvidado en el hotel. Tiempo después, cuando me envío el original de Rayuela para que yo se lo diera a Paco Porrúa [su editor], le respondí que, como venganza, la iba a publicar como mía”, recuerda risueño.
En su juventud, haber encontrado un libro de Cortázar en la biblioteca de un amigo fue justamente el impulso necesario para empezar a filmar. El cuento “Circe” cambió su destino.
-¿Qué encontró en ese cuento tan significativo?
-Yo estaba atravesando una historia de frustraciones sentimentales, algo parecido a lo que le pasaba al personaje [un joven enamorado de una chica oscura y misteriosa]. Tendría unos 20 años cuando empecé con ese problema y al leer el cuento sentí, como suele pasar con todos los textos de Cortázar, que él estaba contando cosas personales mías. O que podría haber escrito yo ese cuento y que Cortázar se adelantó.
-Que le ganó de mano.
-Claro. Me ganó de mano en muchas cosas, especialmente en eso.
El vínculo con Cortázar comenzó cuando Antín le pidió autorización para adaptar “Circe” y el escritor le sugirió que, para empezar, tratándose de un director novel, filmara “Cartas de mamá”. Antín aceptó y durante el rodaje en París se cruzaron por primera vez. Cortázar quedó entusiasmado con el resultado y luego no solo lo autorizó a filmar Circe, también le propuso trabajar el guion en conjunto, algo que finalmente harían, a distancia, mediante cartas y grabaciones en cintas magnetofónicas (el guion también lo firma Héctor Grossi). Antín y Cortázar entablaron amistad y mantuvieron una relación epistolar “de dos o tres cartas por semana” que hoy está plasmada en el libro Cartas de cine. Julio Cortázar a Manuel Antín 1961-1975 (María Lyda Canosa, 1995) y en el documental Cortázar y Antín: cartas iluminadas (Cinthia Rajschmir, 2018).
Pero la tercera película sobre su obra, Intimidad de los parques, no le gustó demasiado a Cortázar. Ya habían tenido discrepancias con el guion y luego con la producción, porque Antín decidió filmar en el Machu Picchu situaciones propias de las islas del Egeo, en Grecia. El resultado tampoco fue el soñado por el cineasta. “Se filmó en distintas alturas de Perú y no podíamos ver el material al día siguiente, como ocurre normalmente cuando se filma, entonces me encontré con las imágenes recién a la vuelta, en Buenos Aires. Además, gran parte del material se deterioró, entonces tuve que hacerla con lo que quedaba. Por eso también es una película muy breve”, recuerda.
Después del estreno, las cartas entre París y Buenos Aires perdieron frecuencia. La última que le envió el escritor fue en 1975. “Te dije que te mandaba unas líneas y ya ves la lata –le escribe Cortázar en el último tramo–; pero es que me alegra reanudar contacto con vos y ojalá vengas a Europa y podamos vernos antes de mucho tiempo. Inútil agregar que después de mi trabajo político, no seré yo quien vaya a Buenos Aires por el momento; como decía un español, no es que les tenga miedo a las balas, pero sí a la velocidad con que vienen”.
-Habían pasado muchos años sin escribirse. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo terminó la relación entre ustedes?
-La relación terminó cuando él dejó de ser escritor para convertirse en político. Cuando se le dio por las ideologías. Siempre he creído que la inteligencia y la imaginación no tienen nada que ver con la realidad. Y la política es la realidad. Creo que Cortázar dejó de ser Cortázar cuando se metió en política, se separó de Aurora [Bernárdez], tomó otros caminos... Es decir, cambió completamente su modo de ver el mundo, incluso cambió su literatura, prácticamente no hay ninguna obra de sus últimas épocas que haya trascendido.
-¿A usted qué le sucedió con eso? ¿Lo enojó? ¿Lo entristeció?
-Claro, me entristeció, nos separó. Porque uno vale por lo que hace y no por lo que dice. Los valores de Cortázar están en sus maravillosos libros y dejar todo eso para dedicarse a promover ideas, ideologías ajenas e inútiles. Porque además el mundo nunca dejará de ser lo que quiera ser, nosotros no podemos cambiarlo.
-O sea que no lo entristeció solo que se metiera en política: tampoco comulgaba con sus ideas.
-No, no, no. Pero tampoco con otras, eh... No es que yo estuviera del otro lado. Él se estaba dedicando a la realidad. Y la realidad no se merece un escritor como Cortázar.
La cultura alrededor
Alguna vez dijo que se siente más director de cine por lo que no hizo que por lo que hizo. Lo contó en referencia a varias películas que le quedaron literalmente en el tintero, como la adaptación de “El muerto”, cuento de Jorge Luis Borges publicado originalmente en la revista Sur, y de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, la novela corta de Gabriel García Márquez. Esta última transposición iba a ser protagonizada por Orson Welles, quien ya había dado el okey para filmar bajo las órdenes de Antín (se conocieron personalmente en Roma) y se mostraba entusiasmado con interpretar a la abuela de la historia (La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la alberca de mármol...). Pero una aseguradora internacional lo rechazó porque el creador de Ciudadano Kane ya había abandonado varias filmaciones como actor y director. Otro proyecto que quedó en el camino fue Adán Buenosayres, que Cortázar quería que filmaran por la pasión que sentía por Leopoldo Marechal.
Esos intentos frustrados lo alejaron del cine y lo acercaron a la militancia cultural desde los centros de participación política (CPP) creados por Alfonsín durante la campaña de 1983, con la idea, entre otras, de otorgarles el manejo de la cultura a los propios artistas. Fue Luis Brandoni quien sugirió luego su nombre para comandar el Instituto de Cinematografía. “Cuando Alfonsín me ofreció el cargo, le dije que me disculpara, pero que no podía aceptar. Él me pregunto por qué. Entonces le dije que no quería fracasar”, cuenta en el libro Diálogos de cine. Manuel Antín-Daniel Burman (2016, DAC). Alfonsín lo convenció y le prometió apoyo: “Si no vamos a pasar a la historia por la cultura, ¿me querés decís por qué vamos a pasar?”, le preguntó el Presidente.
De alguna manera, Antín siempre estuvo vinculado con gente de la cultura, desde que empezó a escribir poesía y se la leía a otros poetas. “Creo que me la he pasado buscando oyentes, desde joven, cuando todos los sábados iba a la casa de Ricardo Rojas o de Arturo Capdevila para leerles mis sonetos. Los perseguía para que me recibieran en sus casas y yo los ‘deleitaba’ (entre comillas) con mi lectura. Y ellos tenían la gentileza de darme consejos”. Muchos años más tarde, así como tuvo a Leopoldo Torre Nilsson entre los vínculos más cercanos que le dio el cine, fue amigo de Adolfo Bioy Casares. A Borges apenas lo conoció: “Alguna que otra vez estuvimos los tres en La Biela, pero en general me encontraba solamente con Bioy ahí, almorzábamos muy a menudo”.
La mayor parte de los cineastas referentes de la Generación del 60 se caracterizó por las búsquedas intelectuales, en simetría con sus pares de la Nouvelle Vague, el movimiento de cine francés cuya base era utilizar la cámara al igual que un escritor utiliza la pluma. Aquel cine de autor argentino rompió los cánones del modelo industrial de las décadas anteriores, pero tuvo mucha más repercusión en el exterior que en el país.
-Se habla de Generación del 60 cuando en realidad poco tenían que ver entre ustedes, los directores. Algo parecido ocurrió con el Nuevo Cine Argentino, que difícilmente pueda considerarse un movimiento homogéneo más allá de ciertos rasgos en común. Desde la experiencia de director de una escuela de cine, ¿se puede hablar de “generaciones” o “camadas” de realizadores?
-Creo que no hay generaciones ni camadas, sino talentos. En la universidad, a los estudiantes les ofrecemos la teoría, equipos, etcétera, pero el talento lo tienen que traer ellos. En ese sentido, hemos tenido bastante suerte, porque el talento no es una moneda corriente y nosotros hemos tenido y tenemos ilustres directores, como Damián Szifron, Pablo Trapero, Ana Katz, Ariel Winograd, Santiago Mitre… En fin, muchos alumnos han sobresalido en el mundo, que es además el verdadero itinerario del cine. Porque el cine no puede estar reducido al consumo interno. Mi gran argumento cuando estaba en el Instituto era que el progreso de los países está muy relacionado con su capacidad de hacer cine. En ese sentido, me gusta una frase del presidente de Estados Unidos Franklin Roosevelt: “Primero irán nuestras películas, después nuestros productos”.
-Ellos sí que mandaron películas.
-¡Y vaya si han mandado productos!
-Muchos cineastas se vuelcan hoy al streaming. ¿No ve ahí un riesgo de estandarización?
-Lo noto como algo patético y una desgracia para el cine y también para el teatro y el espectáculo en general. No hay nada peor que la soledad como la que estamos viviendo actualmente.
-¿Soledad en qué sentido?
-No soporto el cine en solitario. Porque el cine es espectáculo y el espectáculo es comunión. Hay una vieja historia de un rey de la Edad Media que vivía en un palacio en lo alto de la montaña, que un día llamó a alguien de su corte quejándose de que las obras de teatro que tenían tanta repercusión en el pueblo y que él veía allí, en lo alto, no le gustaban. Le respondieron: “Lo que pasa es que el espectáculo es comunión y se necesita la emoción ajena, la risa ajena, el entusiasmo ajeno, es algo colectivo”. Desde ese momento empezó a bajar al pueblo.
-¿Cómo se logra combatir eso?
-Difundiendo estas ideas dentro del alumnado, que entiendan que una cosa es la escritura o la lectura, que son actos en soledad, y otra es el espectáculo, el cine, el teatro. En ese sentido, contribuimos a sostener algo que no sé si existiría de no haber sido por las escuelas.
-¿Cumplen una función de resistencia?
-Claro.
-Han cumplido también un rol de renovación, sobre todo a fines de los 90. ¿Sigue siendo así?
-Siempre sostuve la idea de que no se podía solamente enseñar: había que ayudar a producir. Porque el problema del cine son los costos, por eso nosotros cuando empezamos a trabajar creamos un poco la idea de una productora que enseña, o una escuela que produce. Es una especie de simbiosis de esas dos cosas que son inseparables. Por eso hemos construido una escuela con un amplio espacio de producción y muchísima tecnología: cámaras, luces, travelling. Enseñar a hacer cine es una maldad si uno no provee los medios para realizar la película.
-¿Cómo es su relación con los estudiantes?
-Creo que tengo una relación magnífica. Al principio se muestran cohibidos, tal vez por mi edad, pero entran rápidamente en confianza. Siempre les pido que tomen a esta oficina como un pasillo más de la universidad. Siento que hago lo mismo que aquellos escritores, mucho mayores que yo, como Ricardo Rojas, hacían conmigo: los escucho y me pongo en su lugar. Mi mayor orgullo es haberlos alentados. Después, cuando veo sus películas, siento que de alguna manera son un poquito mías también.
Antín acompaña hasta la puerta de calle, en silencio, porque hay estudiantes filmando. Mientras camina, quita las hojas secas de los macetones del patio interno de la FUC. “Cuando quiera, cuente conmigo –dice con un apretón de manos–. Cualquier duda acá me encuentra”.