Eso afirmaba el poeta Oliverio Girondo en el catálogo de una muestra exhibida en 1936 en el Museo Nacional de Bellas Artes; fue una de las escasas apariciones porteñas del prolífico legado del artista malagueño
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“Podría afirmarse que Picasso es una especie de Don Juan de la pintura, a quien no le interesa poseerla en éste o en aquel aspecto, sino violarla en todas sus manifestaciones, en todas sus posibilidades, para enriquecerse, cada vez, con una nueva conquista y un nuevo desengaño”.
Quien escribió estas palabras fue nada menos que el poeta Oliverio Girondo, en el catálogo de una muestra exhibida en 1936 en el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA). Se presentaba allí la colección de arte traída desde París por el ruralista santafesino Rafael Crespo; incluía Au Moulin Rouge (1900), un pastel del maestro malagueño que más tarde sumaría a su fama como pintor la de maltratar a las mujeres. Aunque esa es otra historia.
Fue una de las escasas apariciones porteñas de su prolífico legado, según afirma el historiador Marcelo Pacheco en otro catálogo: el de la exposición de dibujos que alojó ocho décadas después el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Ahora, a medio siglo de la muerte de uno de los artistas más famosos de la historia, resulta oportuno volver sobre las investigaciones de este experto para rastrear sus huellas en la Argentina.
Una es la pintura Mujer acostada (1931), donada por la familia Di Tella -junto con una acuarela del mismo autor- al Bellas Artes. A ese acervo público estaba previsto que se destinara también una obra que iba a ser adquirida en 1934, cuando se realizó en Galería Müller la primera gran muestra de Picasso en América Latina. Cuenta la “leyenda urbana”, según Pacheco, que el general Agustín P. Justo reservó el Conductor de caballo (1905), hoy en la colección del MoMA. Pero mientras avanzaba en el recorrido cronológico, preguntó quién era el autor de esas obras posteriores y se arrepintió por considerarlo una “mente enfermiza”.
Aunque entonces se vendió una sola obra, algunas llegarían por diversos caminos a hogares codiciados como los de Victoria Ocampo y Antonio Santamarina. En 1939, el MNBA sumó otro hito “picassiano”: la exhibición de un telón pintado por el artista y ayudantes para la escenografía del ballet Parade (c. 1917), en una muestra organizada por el Louvre.
“El telón de Picasso fue adquirido por el excéntrico Arturo Jacinto Álvarez -escribe Pacheco-, no realmente coleccionista sino consumidor ‘vistoso’. Según sus propios recuerdos, conservó el telón en su estancia y lo contemplaba una vez cada quince días, tomando el té, sentado dentro de la obra desplegada sobre el pasto del parque que rodeaba el casco rural”.