Pastalinda. El invento de un inmigrante italiano que reemplazó al palo de amasar y hoy es sello “made in Argentina”
Jonathan Romero reconvirtió la marca de su bisabuelo, que es emblema nacional, y festeja los primeros 75 años en la elaboración de pastas artesanales en las cocinas familiares
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“Nací adentro de una máquina de hacer fideos”. Jonathan Romero tiene 35 años y está al frente de la fábrica que su bisabuelo inventó para reemplazar al palo de amasar. Augusto Prot, el inmigrante italiano que escapó de Turín para torcer la historia en Buenos Aires no imaginó que la idea, tan criticada en su momento, se transformaría desde 1948 en uno de los hitos de la industria nacional que resisten el paso del tiempo. A fuerza de innovaciones, pruebas y errores, el heredero que jugaba entre engranajes y rulemanes está al frente de una de las firmas que marcaron a varias generaciones. En 2023, La Pastalinda festeja sus primeros 75 años elaborando pastas elaborando pastas artesanales en las cocinas de las familias argentinas.
Entre los secretos de su éxito hay un componente clave: la obstinación, una de las características familiares que también heredó Jonathan cuando se hizo cargo de la reconversión. Como su bisabuelo que en el año 48 presentó un plano de la máquina elaboradora de pastas, un dibujo a mano alzada, con el detalle de los componentes. Y recibió por respuesta unos cuantos, y rotundos, no, Jonathan también tuvo que dar batalla. “Que iba a durar mucho tiempo, que no iba a funcionar. Que no era negocio”, le dijeron a don Prot, el italiano que, a diferencia de miles de inmigrantes, desembarcó en el país con un saber hacer. Además de cantar como los dioses –era tenor--, traía el oficio y el management de la fábrica de máquinas lavadoras, embotelladoras y etiquetadoras de importantes marcas de bebidas, con base en Milán.
A Jonathan no le confiaban el entusiasmo, descreían que un chico de veintipico recién recibido de Administrador de Empresas (estudió en la UCA) pudiera lidiar con más de 100 empleados. Y sobre todo, hacerse cargo de la modernización, la compra de maquinaria, la inversión y el traslado a una planta con tecnología de última generación. Ni hablar de exportar a 20 países y arriesgar. “Contraté a una consultora para hacer un diagnóstico. Y como síntoma negativo marcaron que la durabilidad jugaba en contra. Sugirieron abaratar costos, hacerla más frágil para que la gente volviera a comprarla. Hice todo al revés”, confiesa Jonathan desde su oficina en Paternal, el búnker donde además de máquinas hay un sector de memorabilia. Un museo con piezas de colección y modelos cromados o esmaltados, de diferentes medidas. Entre ellos, uno de los primeros tornos que vinieron de Italia, catálogos y publicidades gráficas de todos los tiempos.
“Mejoramos todo lo que se podía romper. Y sí, un poco se encareció”, asume el director de la Pastalinda, que encierra un complejo mecanismo de rodillos que elaboran masas de distintos grosores y cortan tallarines o cintas entre 2,5 milímietros de ancho y 7,5 mm. El nombre que trascendió al producto persigue el ritual de la pasta fatta in casa y no conoce de clases sociales. “Se venden en todas partes, muchos emprendedores las compran para sus pequeños locales gastronómicos o pymes familiares”, señala Jonathan, que fue el único que se negó a vender la empresa y se puso manos a la obra para reconvertirla, conservando su espíritu único. Como el logo dibujado por su abuela María Pía, que se mantiene en el tiempo.
En 2022 el nieto pródigo recibió el Sello Buen Diseño, el programa que distingue productos nacionales que se destacan por su innovación, participación en la producción local, posicionamiento en el mercado. Y calidad de diseño, uno de los atributos donde puso el acento la gestión de Jonathan. “Lo nuestro es pura revolución productiva”, se entusiasma el director que asumió el riesgo de fabricar Pastalindas de colores, fundas o el secapasta, uno de los accesorios más vendidos. Tiene estructura de acero inoxidable, la materia prima que se replica en todas las máquinas. Se trata de un tender para fideos que a través de sus 12 brazos facilita el colgado y el aireado de la pasta. Con eje central de acero inoxidable, fácil de armar y cómodo para guardar, el secapastas también sale en colores.
La responsable de la Pastalinda roja es la TV. Cuando en 2016 algunas firmas de electrodomésticos lanzaron productos de colores para lucir en las mesadas, Jonathan aceptó la propuesta de pautar en el programa Masterchef. Y los participantes cocinaron ravioles y sorrentinos con máquinas rojas. “Fue un boom. Triplicamos la demanda sólo por el color. Tuvimos que ampliar la fábrica y comprar máquinas nuevas, que convivían con las viejas. Pero no podíamos darnos el lujo de no entregar mercadería. El problema fue que en los galpones de General Las Heras no entraban las nuevas maquinarias. Así que armamos una planta nueva en Paternal”, dice Romero, terminante.
El muchacho que vive con tres perros y varias guitarras eléctricas –tiene una banda de blues--, quiso rodearse de un amigo de confianza, compañero de la facultad, para terminar de profesionalizar la empresa. Alejandro Britos es hoy el gerente general de la firma que dirigen dos sub 40.
“No podía estar en todo. Hablar con los clientes y proveedores, actualizar la imagen, revisar las máquinas. Me iba a transformar en un pulpo y se me iban a escapar cosas de las manos”, confiesa. Jonathan es la cuarta generación de los fundadores, aunque el árbol familiar no siempre acompañó la iniciativa. Su papá es de otro palo; actor y futbolista. Victorio Romero fue arquero de Boca Jrs. En los 70 y participó en el elenco de Un Mundo de 20 asientos. “Claudio Levrino fue su mejor amigo”, revela Jonathan. “Se retiró de la actuación, viajó mucho. Y mi mamá es artista plástica y abogada”, agrega. Cuando su tía abuela y su abuelo quisieron vender la fábrica, se interpuso. “Si querés seguir demostrá que podés. Fue conflictivo. Pero acá estoy”, dice mientras recorre con La Nación Revista parte de la planta industrial. Pulcra como un quirófano, repleta de banderas argentinas y plantas de interiores que le dan un toque natural a la impronta fabril. Todos los empleados lo conocen, lo saludan por el nombre. Se respira un clima de concentración y trabajo en equipo. De la familia, el único que queda en la compañía es su tío, Augusto Prot, que trabaja en el servicio técnico.
Él también conoce de memoria la anécdota sobre el nombre de la máquina que aún sigue en el podio de las reuniones familiares. “Qué linda máquina, es una pasta linda”, dijo María Pía, su tía abuela. Y así nació la marca registrada que ya es emblema nacional y lleva la misma razón social de siempre porque nunca cambió su función: estirar y sobar la masa, cortarla de acuerdo al gusto de cada usuario. Con una manivela que regula su espesor. “Se viene un modelo eléctrico, está en proceso de evaluación”, dispara.
- ¿Chau manivela entonces?.
- No, para nada. Estamos definiendo una línea gastronómica de uso semi industrial, con más acceosrios para el corte de fideos. La manivela es un ícono y la Pastalinda seguirá siendo manual porque ya está instalada entre las familias, que se pelean por heredarla.
El año pasado Jonathan se tomó un avión a Milán para encarar la ruta de sus antepasados. Cuando llegó al galpón industrial de Sesto San Giovanni no dudó en reconocer la fachada vidriada. Aunque ahora se transformó en un complejo de viviendas, Jonathan percibió, en tiempo y espacio, dónde nació su propia historia, dónde se gestó la idea que hoy es objeto de culto y “un milagro de la industria que sobrevivió a todo, como mi bisabuelo que resistió los bombardeos de la guerra”, remata.