Nuevo ritual porteño: dejaron la industria textil para dedicarse al pollo frito coreano con cerveza
Un grupo de emprendedores esquivó la herencia familiar para apostar a su verdadera pasión: cocinar pollo frito con talento y calidad
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Un lunes cualquiera de enero, en la zona textil de Floresta, con el imán de la calle Avellaneda como reina del menudeo de indumentaria; locales de ropa como Apple, Cezeta Jeans, Florchy’s calzados y bombachas de campo El Baqueano, marcas que quizá no lleguen a la Semana de la Moda de Milán (tampoco es que quieran); una panadería árabe con dos ancianos orientales conversando en la vereda; una mezquita –llamada At-Tauhid– sobre Felipe Vallese; varias Trafics bajando rollos de tela. Y, en ese guiso de 33 grados a la sombra, un restaurante de pollo frito coreano.
Su dueño, Andrés Chun, es uno de los empresarios argentino de origen coreano que le escapó al rubro textil para dedicarse a freír piezas de pollo como se hace en su península de origen. Ahora acaba de abrir un restó en Palermo y, junto a competidores como Kikiriki (en Paternal), postula el Chimaek –pollo frito y cerveza, en coreano– como el ritual gastronómico que viene.
Los padres de Andrés nacieron en Corea e hicieron pie en Buenos Aires a fines de los 70, después de pasar casi una década en Paraguay. Se instalaron en el Bajo Flores y se dedicaron a hacer todo tipo de trabajos textiles. Llegaron a tener cuatro máquinas de bordado y, con el tiempo, la familia se volcó a los estampados y a las sublimaciones de remeras; fueron líderes en ese rubro, hacia 2004, de la mano del propio Andrés. El hijo pródigo seguía con el mandato familiar, pero lo que quería hacer, muy en el fondo, era cocinar pollo frito como en Corea. Tan simple y complejo como eso.
“Sabía que si lo hacía al estilo coreano podía ser un éxito”, explica el emprendedor, que hoy tiene dos restaurantes, uno en Floresta y el otro en Palermo, llamados Maniko. Chun tenía un par de argumentos para suponer que le iba a ir bien. En Corea del Sur existen cerca de 36.000 locales de pollo frito –la misma cantidad de sucursales de McDonald’s que operan a nivel global–, con varias cadenas de franquicias que imitan la estética de Kentucky Fried Chicken (KFC). Esas son también las siglas que identifican al pollo frito coreano en el mundo. En toda película o serie coreana que se precie de serlo siempre aparece alguien clavándose piezas de pollo frito como si fueran caramelos Sugus.
La historia cuenta que la costumbre de comer pollo frito se instaló en ese país durante la Guerra de Corea (1950-1953). La presencia de las tropas de los Estados Unidos en la península tuvo consecuencias varias, como suele suceder con las invasiones armadas en general: a nivel gastronómico, los hombres del Tío Mac impusieron una nueva forma de cocinar el pollo e instalaron que era más rico comerlo frito (condimentado y crujiente) que al vapor. Hasta ese momento, los coreanos preferían hervir el pollo y comerlo en formato de sopa, pero está claro que las burbujas aceitosas tienen ese nosequé.
La nueva pulsión a la fritanga modificó para siempre el destino final de los plumíferos del sur de esa península. A la par del K-pop, los desafinados bares de Karaoke y los K-dramas, también se esparcieron por el mundo los famosos pollos fritos coreanos.
Se sabe que desde la década del 70 proliferaron los restaurantes de pollo frito en toda Corea del Sur. Tan popular es esta comida en esas tierras –sobre todo a partir de los 90– que, cuando cae la noche, la juventud coreana copa los bares para entregarse al ritual del Chimaek.
La sílaba chi es de “Chiken” y maek es un diminutivo de la palabra “Maekju”, que en coreano significa cerveza. El Chimaek aplica para todo: juntadas de amigos para ver partidos de fútbol, despedidas de soltero, baby showers y todo lo que merezca ser celebrado.
Frito, pero no aceitoso
¿Qué tiene de tan especial el pollo frito coreano? ¿Qué tan rico puede ser un pollo frito? ¿No chorrea aceite? ¿No cae como patada al hígado si se lo mezcla con cerveza? Todas estas preguntas estuvieron en la cabeza de Chun desde el momento en que empezó a hacer experimentos en casa, bajo la mirada atenta de su esposa. “Compraba el pollo en una cadena de supermercados y me salía siempre aceitoso”, admite, y se obsesionó tanto que en 2018 viajó a Daejeon –a 167 kilómetros al sur de Seúl– a hacer un curso intensivo para aprender a freír el pollo como Dios (o Corea del Sur) manda.
Pasaba 10 horas al día cursando, con recreos de media hora, y le enseñaban sobre harinas y féculas para preparar el pollo; también se instruyó sobre reacciones químicas inherentes a la cocción y acerca de ingredientes y proporciones. Cuando regresó a la Argentina, ya era un Master Pollo con todas las letras y pudo aplicar sus conocimientos al pequeño local de la calle Felipe Vallese (el primer Maniko), cuyo fondo de comercio había comprado a una amiga de su madre.
En octubre de 2022 abrió un segundo restaurante en Thames 1780, Palermo, y hoy ya cuenta más clientes argentinos que coreanos. “La idea es salirse de la pizza y la birra para pasarse al pollo frito coreano y la birra”, apuesta Chun.
Estos son, entonces, algunos mandamientos del pollo frito coreano (y aquí vale aclarar que cada Master Pollo tiene sus secretos y cocina el ave según su propia muñeca): debe ser crujiente por fuera y tierno por dentro; jamás debe quedar aceite al tacto; en su preparación se suelen utilizan dos ingredientes típicos, el Gochugaru (ají picante coreano en polvo) y el Gochujang (pasta de ají picante); el pollo se marina durante 24 horas antes de ser cocinado; la cocción, en aceite de girasol, dura de 8 a 13 minutos, dependiendo del tamaño de la pieza. Todos estos parámetros pueden variar según la preferencia del chef.
El mercado del pollo naciente
En la ciudad funciona media docena de restaurantes que preparan pollo frito coreano, de los cuales los más conocidos están ubicados en Floresta, Paternal y Caballito (hay uno solo en Palermo).
El caso de Kikiriki es uno de los más importantes. Sus dueños, Pedro Rim y su esposa Claudia Kang, edificaron un verdadero imperio plumífero sobre la calle Terrada. Como ocurre con el libreto de la comunidad coreana en la Argentina, ellos también fueron textiles. “Hacíamos todo: importábamos hilado, realizábamos estampados, confecciones… Sacábamos 300 modelos por temporada y vestíamos a 30 famosos”, se acuerda Pedro, que cerró su local en 2019 para dedicarse a la gastronomía.
Kikiriki empezó como delivery durante la pandemia y, en una segunda etapa, abrió un salón y una terraza para 85 personas (si se suman las mesas en la vereda entran 180 comensales). Su carta tiene 20 platos distintos, incluyendo el pollo frito, y Rim asegura que tiene entre 4 y 5 nuevos menús listos para salir.
“No vendemos comida, vendemos experiencia; comer en Kikiriki tiene que ser divertido”, define el empresario, y se toma muy en serio el proceso de producción. De hecho, se obsesionó tanto con conseguir el mejor pollo que cambió seis veces de proveedor. “La mayoría de los pollos tienen inyección de agua y por eso pesan más (para cobrarlos más caros) y son menos sabrosos. Nos costó mucho llegar al producto que queríamos, y todavía seguimos en la búsqueda”, asegura.
Rim es sushiman, panadero y parrillero. Podría haber puesto un restaurante de casi cualquier comida, pero sus orígenes decidieron todo. “Es en el pollo frito y en la comida coreana que podemos destacarnos”, insiste, y se acuerda de su niñez, cuando salía a comer con sus padres en Corea. “Me llevaban a restaurantes cada fin de semana y probábamos de todo, desde comida callejera hasta los bufets de los grandes hoteles; eso me hizo abrir el paladar y también ser muy exigente como comensal y gastronómico”, avisa.
Entre los platos de Kikiriki destaca su combo estrella, llamado KING Festival, con cuatro sabores de pollo distintos, así como las opciones vegetarianas y veganas, las ensaladas o el Spicy Porki (cerdo marinado). También se sirve Soju, la bebida alcohólica más consumida en Corea.
Bajar el ajo, regular el picante
Otros restaurantes recomendados de cocina coreana son Azit Chickenbar, Korea Fried Chicken (ambos en Floresta) y Gwiyomi (Caballito). En el caso de Gwiyomi, su dueño se llama Hwan Min y también tiene una buena historia para contar. Nació en Corea en 1985 y llegó a Mendoza en 1987. Y otra vez el K-guion: sus padres eran textiles y vendían pulóveres, pero no les fue bien y se mudaron a San Luis en 1996. Hwan Min estudió Hotelería en Córdoba y luego Psicología, pero en 2006 se fue a Corea a hacer el servicio militar. Regresó al país en 2008 y anduvo por Chile trabajando en una empresa constructora, pero a fines de 2010 volvió a Buenos Aires.
Así boyando anduvo por acá hasta que en 2017 decidió irse a vivir a Corea. Allí trabajó en cuatro restaurantes distintos y un chef le reveló secretos insondables para cocinar el pollo y otras delicias. En 2021 se instaló otra vez en Buenos Aires y abrió un delivery sobre la avenida José María Moreno. “Quise vender comida coreana que fuera fácil de adaptar al paladar argentino: bajar un poco el ajo y regular el picante”, confía.
El delivery de Hwan Min despacha mucho pollo frito, pero también especialidades como el Tteokbokki (una de las comidas callejeras más populares de Corea), el Tonkatsu (carne de cerdo rebosada con panko) o el Jeyuk Deopbab (carne de cerdo marinada en Gochujang).
Queda claro entonces que, en esa media docena de restaurantes coreanos que se dedican al pollo frito, se encuentra la vanguardia del Chimaek argentino. Y, hay que decirlo, la dupla de pollo y birra se lleva más que bien.