Música. El gran guitarrista que tocó con todos, lideró Los 7 Delfines y que tiene un presente extraordinario como solista
A los 58 años, Richard Coleman es un meticuloso hacedor de canciones, un artista que asumió su trascendencia en el rock nacional
- 12 minutos de lectura'
La Tigra está hipnotizada. Sobre el regazo del amo, se esfuerza por seguir atenta cada movimiento como si fuera un radar felino, pero los párpados le juegan en contra; sucumben al roce de esos dedos envueltos en anillos de plata que le resbalan sobre el lomo.
Rosita, la otra guardiana de esta casa-estudio de timbre inexistente –'Golpear’, pide una placa al costado de la puerta–, huye, se desentiende de todo. Es el ying perfecto del yang que encarna su par atigrado; un animal de calma infinita, que mira con sumisión desde el ambiente contiguo.
La noche le sienta irremediablemente bien a Richard Coleman. Tanto como sus dos gatas, como su look negro de pies a cabeza interrumpido solo por el contraste de unos mechones que el tiempo volvió plateados. Tanto como su barrio, La Siberia, particular denominación con la cual los locales conocen a ese cuadrado de Villa Urquiza encerrado entre cuatro avenidas porteñas –De los Constituyentes, Congreso, Triunvirato, Crisólogo Larralde–. Y tanto como este ambiente de trabajo cobijado por guitarras, pedales y parafernalia rockera, pero además por libros que se cuelan intermitentemente en la charla porque Coleman es un músico lector, y su mente aguda ilustra cada comentario con citas o terminología ‘seria’ heredada de su paso por Exactas (“vectorizar”, dice con frecuencia), donde estudió Física hasta ese día de 1984 cuando sonó el teléfono y escuchó la voz de Charly García invitándolo a ser parte de su banda, Las Ligas.
Entonces, el esquema diurno de aulas sucumbió a las madrugadas de escenarios, y el eximio estudiante Ricardo Osvaldo Coleman se transformó en ojos delineados, maraña de pelos batidos, ropas oscuras. Se volvió ‘Richard’.
“La facultad para mí tenía que ver con una cierta estabilidad prometida, en una familia de clase media”, piensa ahora, reclinado en la silla donde La Tigra practica equilibrio sobre sus muslos. “Mis viejos se habían roto el lomo trabajando, a mí me tocaba ser el universitario. Era la estructura de superación lógica. Yo podía ir a la facultad; era bueno, entendía y resolvía con facilidad. Y me gustaba, además. Aunque de a poco me fui dando cuenta de que en ese ambiente estaban más chiflados que los músicos, era gente muy apasionada, muchos estaban alejados de la realidad, y sentí que, para estar ahí, había que tener ese tipo de pasión. Pero no me iba a salir bien, porque esa pasión para mí estaba en la música”.
Hasta ese momento, “la cuestión esta de la guitarra” era parte del mundo privado de ese adolescente al que no le gustaba jugar al fútbol y entonces se juntaba con los chicos a tocar después de las clases en el Colegio Nacional de Vicente López, porque “algo tenía que hacer”. Aunque había heredado a los 10 una criolla de su tío, el paso por la profesora de barrio, la teoría y los solfeos fueron un desánimo sistemático hasta los años del secundario. “Me gustaba el objeto, el asunto, pero era muy chiquito, no podía tocar nada… A los 13 ya fue distinto, fue parte de la búsqueda de identidad. Lo mío no era el deporte, la pasaba mal; pero con la viola había algo diferente. Empecé a socializar a partir de la guitarra; eso fue determinante”.
Además de tocar cada tarde, Richard-aún-Ricardo tenía otra rutina inalterable: viajaba todos los viernes al centro, a merodear por las disquerías de importados. “Iba a oler el celofán de los vinilos, más bien, porque no me alcanzaba la plata para comprar… Pero miraba todo lo que salía, y quizá con mis ahorritos llegaba a uno por mes”.
Hasta que un viernes apareció una tapa en blanco y negro, de estética dura, llena de misterio, de oscuridad. Era un álbum enigmático, tanto como ese artista de expresión inanimada y gesto extraño en las manos. “Lo miré varias veces, hasta que me lo pude comprar. En el disco participaban Brian Eno y Robert Fripp; a ambos los venía siguiendo. Entonces, pensé: ¿Qué puede fallar?”. En mayúsculas, sobre el borde superior derecho, se leía: “Héroes - David Bowie”.
Ziggy Stardust y la trasnoche
“Mamá, ¿qué es un andrógino?”. Fascinado con las revistas de moda que aparecían cada semana en su casa, esas producciones elegantes en las que cierto exotismo se colaba a veces entre el prêt-à-porter, el Richard niño de escuela primaria dio vuelta la página que, inadvertidamente, le iba a cambiar la vida. Un tipo sin cejas, con pelos rojizos parados y botas con tacos lo miró desafiante desde el papel, con un ojo azul y el otro oscurecido por una pupila enorme. Bowie en su encarnación de Ziggy Stardust, la ilustración perfecta en aquel momento de un artículo sobre la androginia, le quedó tan pegado en la mente infantil que, varios años más tarde, en una trasnochada de miércoles –permitida por sus padres como único desliz de la semana escolar– lo reconoció de inmediato en The Midnight Special, ese legendario programa estadounidense de los 70 donde los artistas tocaban en vivo en pleno apogeo del playback. “Ahí vi a Peter Frampton, a la Electric Light Orchestra, a un montón de gente. Pero esa noche apareció este tipo todo vestido de lamé, que brillaba pese a la transmisión en blanco y negro; sus músicos tenían plataformas, parecían seres del espacio. Era la época de Diamond Dogs. Volví a quedar fascinado”, recuerda. “Fue un descubrimiento muy estimulante para mí, que el álbum Héroes terminó de fraguar después”.
Bowie, las incipientes lecturas de William Burroughs con su método del cut up, y un largo viaje por Europa al cierre del secundario que resultó iniciático –”Llego a Madrid y lo primero que veo son pintadas en las calles. Estaban a full con el destape, las marchas contra la OTAN, la noche”– agitaron en el pibe que tocaba la guitarra el gen del artista. El Richard que salió de la Argentina no volvió más. El que entró a Ezeiza dos meses después llegó desde el futuro. Y lo esperaban los 80.
Sudando el maquillaje
“Freak, freak” (léase ‘fric-fric’), en inglés significa algo como ‘bicho raro’ y en su versión fonética es apócope de ‘Fricción’. Unos impúdicamente jóvenes Richard Coleman, Gustavo Cerati, Fernando Samalea (en batería) y Christian Basso (bajo) se suben al escenario del Stud Free Pub, esa excaballeriza devenida bar en el barrio de Belgrano, una noche de otoño de 1985 y cantan precisamente eso como estribillo de “Durante la demolición”. Tienen pocos temas propios, un cierto reconocimiento en el circuito nocturno porteño –especialmente Cerati, ya con el primer disco de Soda Stereo en la calle–, todo el maquillaje y la libertad creativa posibles. “Con la vuelta a la democracia, esa solemnidad que tenía acá el ‘rock nacional’ empezó a terminarse. Era una nueva etapa, ya no había necesidad del panfleto. Y, claro, yo tenía 20 años y estaba a pleno. Me sentía dueño de esa sensación; sabía que, si lo hacíamos bien, no había límites en lo que podía pasar, cultural y artísticamente. En cualquier sótano abría un club; disfrutábamos de ser todos personajes, de ser todos hermosos. En ese contexto armamos Fricción, que para mí fue una segunda experiencia fuerte de banda (la primera fue Siam, liderada por Ulises Butrón)”, cuenta.
En esa década bisagra que significó el recambio generacional del rock argentino, Coleman tuvo todo que ver, y marcó su diferencial. En transición de un gusto post-punk hacia la new-wave, en su walkman sonaban Joy Division, Marc Bolan, The Police, Roxy Music, Television, The Cure. Fiesta, sí. Pero también, sustento estético e intelectual. “Veníamos de la música disco, que para mí era el enemigo. Yo era gente seria, me gustaban las canciones para entender, no para bailar –se ríe–. Después aflojé; lo bailable estaba bueno siempre que las letras tuvieran algo, fueran complejas. Y eso encerraba todo un concepto. Yo veía que algunos grupos se iban totalmente hacia el humor, o el colorido. A mí se me armó otra estructura, por el placer que me habían dado desde la adolescencia ciertas lecturas (Edgar Allan Poe, Lord Byron, William Blake…). Esa cosa oscura fue todo un estilo que me sedujo. En el rock siempre hubo oscuridad, obviamente. Pero no con el énfasis que cobró en los 80″.
Con dos discos –grabados con diferente formación–, osadía artística, excesos y una hermosa versión en español de –sí, otra vez Bowie– “Héroes” (que Coleman había traducido en una hoja de carpeta en cuarto año del colegio, como intento de seducción para una chica), Fricción empezó y terminó, pero en el medio se enroló en la historia local como banda de culto. “Fue un buen colectivo experimental. Bueno, en ese momento éramos cuatro flacos que tocábamos. Ahora sería un ‘colectivo experimental’”.
Las Ligas, con Charly, siguieron girando hasta 1986 para transmutar más tarde en Los Enfermeros, donde Samalea volvió a ocupar la batería. Christian Basso pasó a Clap, con Diego Frenkel, que derivó en La Portuaria. Cerati fue Cerati. Richard Coleman llegó a los 90 con un nuevo proyecto, Los 7 Delfines, con el que editó seis discos de estudio desde Buenos Aires y desde Los Ángeles, donde también pasó una temporada que ahora prefiere omitir en la cronología. “Nada memorable”, se llama un tema de esos tiempos.
Los días futuros (ya volverán)
Irónico como parece después de este exhaustivo ejercicio de rememoración, el Coleman modelo 2021, con una década de carrera solista bien afianzada sobre su nombre, jura solemnemente con voz cavernosa a lo Johnny Cash y una taza de café en la mano que no añora el pasado, que la nostalgia no es lo suyo. “Está ahí y está bien. Pero siempre pienso en el ahora y, en lo posible, en el mañana”, dice, “especialmente después de estos dos últimos años, que fueron el ‘no future’ más literal y tremendo”, en alusión a la pandemia y a la consigna punk de los 70. “Revolver en el pasado se opone a mi necesidad de ir más allá. Hubo un momento, en los 2000, en que encaré mi vida con otra visión. O hacía eso, o caía en una decadencia sin nada para destacar. Entonces, a los 42 años me dije: ‘Terminó la adolescencia’. Era tiempo de dejar el pasado y tomar el futuro como objetivo”.
Por eso es que buscó, en el ciclo de 24 episodios que grabó este año para la emisora chilena Horizonte –puede escucharse como podcast, Richard Coleman presenta– que los recuerdos sirvan únicamente como disparador de la música, de antes y de ahora. “Trabajo mucho para que ‘ser un comunicador’ me salga bien; no lo hago de taquito. Soy pésimo contando anécdotas, nunca fui el tipo que toca la guitarra en un fogón. Con el programa encontré, a través de las historias, una vuelta para pasar temas y hablar frente a un micrófono. ‘Tal disco. ¿Qué pasó cuando lo escuché por primera vez? ¿Por qué todavía me pasa algo con él? ¿Por qué sigue siendo actual?’”.
En cada emisión, después del ‘Bloque Bowie’ –cómo no–, suenan siempre los mismos dos artistas, en el siguiente orden: Gustavo Cerati/Richard Coleman. La obra y la vida de ambos colegas y amigos está tan enlazada, que por momentos cuesta pensar en uno sin que la figura del otro irrumpa por derecho propio (después de Fricción hubo temas de autoría compartida, participaciones mutuas en discos, Richard se sumó a las giras de Ahí Vamos y Fuerza Natural…). De hecho Gus, así, afecto en formato sílaba, resuena en su boca tantas veces que se vuelve un mantra. “Algo que lamento profundamente es que Gustavo no haya estado en el desarrollo de mi proyecto solista. Llegó a colaborar en mi primer álbum (Siberia Country Club, 2010); grabó un montón de guitarras para un solo infernal en “Normal”. ‘Supongo que ya sabés en qué tema voy a tocar, ¿no?’, me dijo apenas se enteró de que estaba trabajando con Tweety (González) en las canciones. Daba por sentado que iba a estar. Y yo quise proponerle algo que él no hubiera hecho en un disco suyo; una cosa salvaje, al estilo Ritchie Blackmore (de Deep Purple). Además de la amistad y del amor que nos teníamos, a mí me hacía muy bien la confianza que depositaba en mi criterio. Eso, entre guitarristas, que somos muy líderes, se da de vez en cuando en la vida. Nosotros teníamos ese vínculo fuerte entre los dos, pero también con un tercero, que siempre fue la música. Y ahí no hay nadie... (pausa) Nadie puede ocupar el lugar de Gustavo”.
Después de sus shows por streaming desde su estudio al inicio de la pandemia, Richard volvió al escenario en 2021, en formato íntimo (acústico) y con El Trans-Siberian Express (Dani Castro, Gonzalo Córdoba, Bodie Datino, Diego Cariola), la banda que lo acompaña. A los 58 años, atemperado ya aquel personaje oscuro y esquivo, es más bien un meticuloso hacedor de canciones, un artista que asumió su trascendencia. El cliché banal del rockstar le es ajeno. He aquí un frontman.
Durante el aislamiento compuso el tema “Humanidad” y le propuso a Lisa Cerati dirigir el videoclip. “Como no estás del lado de acá, voy a emitir la sensación”, canta.
Es tarde. El músico se levanta de su silla, casi eyectado, y ofrece a modo de despedida no un puño, sino ambos. También sonríe, sonríe pleno; una franca cadena de dientes blancos estampada en el rostro.
La Tigra cambió de asiento hace rato. Rosita jamás se asomó.