Morocco. Los secretos y escándalos de las noches en el templo más transgresor de los 90
Entre artistas del underground surgió un lugar emblemático, donde convivía lo freak y el glamour, y se presentaban en vivo desde Charly García y Joaquín Sabina hasta el mago David Copperfield
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Faunos y deidades sobre el escenario. Columnas, mayólicas y falsas alfombras persas. Sonaba un bandoneón, un tikitiki de cumbia o música punk. Los Ráfaga, Amelita Baltar, Charly García, Fito Páez. Desfiles en los que las drag queens eran protagonistas absolutas. Y detrás de ellas Miuki Madelaire -en ese entonces casi niña-, irrumpiendo como cebra. Bustier colorado, guantes de charol, peinado con bananas años 40 y cola larga. La gente improvisaba relinchos. Noches de locura; humanos y animales inventados, rock y charcos de champagne en lo que fue el epicentro de la fiesta más exclusiva de la época menemista.
La discoteca Morocco se inauguró en el año 93 y cerró en el 2001. No resistió la crisis; nunca más volvió. Y se convirtió en leyenda.
Todo sucedía en la calle Hipólito Yrigoyen, a metros de la 9 de Julio y de El Dorado, la otra catedral nocturna de los 90. Casi todo lo importante pasaba entre Constitución, San Telmo y el centro. No eran épocas palermitanas y ni se soñaba con Villa Crespo. El caldo se cocinaba en esas cuadras memorables de petit hoteles abandonados y personajes delineados, desvelados, que colonizaban veredas y portones hasta el alba.
La idea de abrir un Morocco en Buenos Aires fue de la cantante española Alaska. Y lo hizo junto a Ignacio Cubillas y Diana Ruibal. El objetivo era recrear el homónimo madrileño con un concepto ecléctico, diferente a todo, donde pudieran convivir lo under, lo freak y lo vip. Y vaya si lo lograron. “Ella tenía su idea, pero también se inspiró en el espíritu de La Age Of Comunication de Juan Calcarami (primer multiespacio de arte-boliche-galería-restó de Buenos Aires), que visitaba cada vez que venía, y adoraba. Yo trabajaba en el salón Puteau, una tienda que funcionaba ahí adentro con todos los diseños de mi hermano Pablo. Y bueno, cuando decidió abrir nos pidió que lo replicáramos”, recuerda la diseñadora Valeria Simón.
El 4 de noviembre de 1993 se celebró la fiesta de inauguración, con miles de invitados y una lista de celebridades imposibles de mixear. Pipo Pescador, Graciela Borges, Celeste Carballo, Pancho Dotto, Moira Gough, Moria Casán, Babasónicos, Lalo Mir, Gustavo Cerati, el Tata Yofre, Teté Coustarot. Recibían La Cacho y otras pioneras drag queens, siempre de guantes brillantes que rozaban los codos. Y había una galería de arte contemporáneo, que animaba otro gran personaje de esos tiempos: la Gran Marcova. Sergio de Loof había diseñado la planta baja, una especie de fonda de lujo ambientada en Casablanca. En el subsuelo, Sergio Lacroix construyó un monasterio de cartón sobre alfombras que morían por parecer persas.
“En Morocco reinaba la libertad de expresión. Vivíamos los noventa, tiempos de mostrarse. Pero no mostrarse porque sí sino con un contenido. Cada persona era como una pieza de arte que representaba su obra. Y juntos formábamos una gran galería. Recuerdo la camaradería entre los diseñadores. En realidad éramos artistas que nos expresábamos a través del diseño porque en esa época no existía la carrera de moda. Lo que hacíamos eran más que desfiles, ofrecíamos verdaderas puestas, performances. Eramos un grupo chico de underground exquisito, pulido y con estilo. La mayoría eran varones; yo era una de las pocas mujeres, y encima la más chica. La niña mimada. En el grupo estaban Cristian Delgado (Cristian Dios), Pablito Simón, Andrés Baño, Gabriel Gripo, Kito Rojas. Y artistas como Juan Calcarami y Sergio Avello.
“Todo era una fiesta. Nos encantaba disfrutarnos. Recuerdo los flyers irónicos, las risas constantes. No exagero ni un poco cuando cuento que de tanto brindar hacíamos charcos de champagne en el piso. Eso eran los noventa. Pura algarabía e insolencia que estaba marcando una nueva era. Nada más y nada menos que el inicio de lo que después fue el diseño”, explica Miuki Madelaire.
En el Morocco se podía ver arte, sentarse a comer delicias de Paul Azema y disfrutar de los shows alucinantes que hacían Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese. Era la continuación maravillosa de lo que había nacido en el Parakultural, junto al gran prócer Batato Barea.
Esa escena de mujeres descontroladas, poetisas, hacía estragos frente a un público de miradas desorbitadas. Tirones y revoleadas de pelos, diálogos delirantes y gritos que paralizaban la sangre de tanta risa y estupor. Eran el símbolo de la euforia por la apertura democrática, el destape, la libertad de acción y pensamiento. Ellos y Fernando Noy, el poeta, que en ese entonces hipnotizaba con sus bailes en minifalda, los hoyuelos famosos, irresistibles, y esa mirada de gata detrás del abanico.
“Yo hacía un unipersonal cantando, con una banda sonora grabada. A veces me acompañaba un pianista y guitarra, músicos en vivo. Ahí, con Jorge Polaco, le hicimos un homenaje único a Isabel Sarli, que acababa de grabar La Dama Regresa. Recuerdo la galería de la Gran Marcova y otra figura permanente que era el fabuloso fotógrafo Alejandro Kuropatwa. Los personajes eran increíbles. Iba la creme de la creme. El espíritu del Morocco era más fashion e internacional que los anteriores. Porque El Dorado estaba más trazado a mano. El Parakultural y Cemento fue la etapa anterior, cuando el under era under. Porque después el under se convirtió en over, se fue para arriba. El delirio se hizo más profesional. Esto sucedió en los noventa, cuando nacieron estos dos lugares que compartían calle. Como decíamos en nuestra tribu, dejó de ser el engrudo para mutar en algo con más estilo, donde todo el mundo confabulaba. Tengo recuerdos de esa comida exquisita. Es que Morocco fue un aeropuerto vip de placeres. Las tarjetas, las colas en la puerta y una especie de Nelly Beltrán negra, divina, que se llamaba La Cacho y daba la bienvenida. Era una gorda fuera de serie, la diva del lugar. Yo iba invitada y gozaba. Porque era el sitio donde la frivolidad se volvía candente, y uno amaba eso. Como una llama”, relata el poeta, autor de Te lo juro por Batato, un libro imprescindible sobre la figura mítica, emblemática en la noche porteña.
Valeria Simón recuerda algo que no es menor. “Ahí se hizo el primer concurso de travestis. Y la primera ganadora fue una persona obesa, algo que jamás se había visto. Con el tiempo el Morocco se convirtió en el gran centro de las travestis. Tenían sus reinas, su propio universo”.
Y así, entre chicas trans, reinas de purpurina con tacones que llevaban los primeros buñuelos veganos a las mesas de cabaret, se presentaban en vivo Charly García, Joaquín Sabina o el mago David Copperfield, en ese entonces novio de la súper modelo Claudia Schiffer. Noches de Maradona, los Pimpinela, rock stars del momento que, tal vez, coincidían con Madonna, Oliver Stone o Claudia Cardinale. Podía aparecer Susana Giménez, un grupo de rugbiers, Moria Casán en calzas de lúrex, empresarios, políticos y personajes mediáticos de la televisión.
La alta sociedad moría por asomar las narices en el zoo poético de la calle más nombrada. Y lo hacían. Iban, reían, se entregaban al delirio de cardúmenes enfundados en charol y animal print. “Pusimos de moda la moda, sobre todo en el contexto de las artes visuales. Yo soy parte de un movimiento liberador que fue precursor del diseño de autor en la Argentina. No seguíamos tendencias, la idea era romper con los dictados de la moda de esa época”, explica Miuki.
Semillero de talentos, ahí se inventó el Miss Universo Exótico. La vida social de la época tenía días calcados que comenzaban en la galería Bond Street de Recoleta, continuaba con una pasada por los circuitos de arte y finalmente se aterrizaba en El Morocco, para bailar con desenfreno y escuchar música que no se oía en otras partes.
Rodrigo Toso, chef que deambuló por esas cocinas mágicas en las que ya se hablaba de currys y polvos provenientes de Oriente, explica aquello de “entrar en otra dimensión. En un mundo donde todo era posible. Yo fui apenas abrió. Acababa de ganar el concurso del Joven Chef y fuimos a festejar con amigos. A partir de esa noche, siempre volví. Recuerdo que me metí en la cocina de Paul, a quien admiraba. Y el lugar se transformó en parte de mi circuito. Era una jungla urbana impresionante, donde convivían drag queens espectaculares, darks, punks, trashs, chetitos de zona Norte, políticos, famosos, gente paquetísima. Había mucho desborde y libertad. Vivíamos algo más filosófico y lo que había para mostrar siempre tenía identidad. Continuamente estabas contando una historia. Como decía mi abuela, ¡había sustancia! Todos tenían un cuento intenso para transmitir y, lo más loco, es que sabías cuando entrabas pero jamás cuándo terminarías ni dónde irías a parar”.
Epocas sin internet pero con un ramillete de artistas que hacían de it girls o it boys. Ahí nacieron los primeros influencers, que tanta curiosidad despertaban en los supuestos “normales”. Roberto Pettinato, Miuki, Marta Minujín y Pipo Cipolatti fueron bautizados como las ovejas negras en un ciclo que conducía María Laura Santillán. Pero ellos fueron y se sentaron provocadores, listos para la inquisición de doñas Rosas que preguntaban sobre sexo, drogas y “otras malas costumbres”. El grupo reía y, parodiando los años sesenta, el Di Tella y la frase creada por Charly Squirru, recitaron, como grito de guerra, el famoso “Por qué son tan geniales”. Lo eran y lo sabían. Porque vivir sin prejuicios y en estado de arte las veinticuatro horas concede ese mérito sagrado.
Ahora, año 2022, cae entre los libros un flyer amarillento de Lía Crucet, la Tetamanti, reina de la bailanta. Invitaban a un show caliente con menú maridado con cerveza. Esa noche algunos personajes llegaron en limusina. Adrián La Vogue y Topacio Fresh (hoy estrella en España, compañera de Rossy de Palma, la misma que acá le decían la Fresca) irrumpieron como divas que eran y dejaron mudo a un público que nunca callaba. Antes del show hubo desfile. Otra vez Miuki y su batallón de drag queens que hacían pasarela a la par de Dolores Barreiro o María Vázquez. Era el debut de las chicas drag mostrando colecciones. Laura Ramos, la periodista escritora del momento, hablaba de ellas sin nombrarlas. Conocía como nadie el caldo y los cuentos secretos, que condimentaba con retazos de lúrex y plasmaba con su Olivetti en el Buenos Aires no duerme, un libro testigo que también fue película. que en nada podía envidiar a la Dolce Vita.