La moda en los premios Oscar: cuando el lujo minimalista conquistaba la alfombra roja
La foto que acaricia con su encanto potente a esta página fue tomada la noche de la trigésimoséptima entrega de los premios Oscar en 1965, en un auditorio de California, por Bernie Abramson, profesional de la imagen, aquella vez en el rol de fotógrafo mundano.
Las tres mujeres que vemos allí, figuras consagradas de la llamada edad de oro de Hollywood, son, de izquierda a derecha, Rosalind Russell, comediante de timing perfecto, mujer de estilo y de buena percha, Greer Garson, la más británica de las heroínas románticas, y Merle Oberon, belleza de sesgo exótico, memorable Cathy en Cumbres borrascosas. Que sus sonrisas son genuinas se lee en el brillo de sus ojos.
Aquella noche, ellas presentaron tres diferentes premios, sin cambiar de atuendo para hacerlo. Si bien llevaba ya doce años siendo televisada en directo en Estados Unidos, la velada no se había transformado aún en un desfile de modelos excesivos adosado como introducción vistosa a la ceremonia de premiación. Hoy, el superávit de brillo de los looks de alfombra roja es subproducto de una decadencia berreta.
En los sesenta hubo una transición en los comportamientos sociales, de los que la moda es el reflejo inmediato. Comenzaron a multiplicarse las voces y los gestos contra la opresiva autoridad patriarcal y las protestas, y las disidencias a adquirir peso y volumen, a la par que en la moda perdía preeminencia el pacto estético burgués dominante.
1965 fue un año clave en la moda. En enero de ese año, en su colección de alta costura de primavera, André Courrèges presentó las primeras minifaldas de la historia, acortadas a poco más de diez centímetros arriba de la rodilla. Primer síntoma de un cambio progresivo de los modos de pensar y llevar la ropa, en espejo con los nuevos roles y prioridades que asumían las mujeres.
Así, nuestras tres protagonistas representan los valores de una sociedad que se va esfumando: la elegancia, en primer lugar, según las reglas, tocada, pero no barnizada, por el glamour que es la marca de Hollywood. Las prendas que llevan, de diseño simple, básico, valen por lo que destacan de cada una de ellas: en Russell, el corte alto y redondeado de la chaqueta, estricta pero cozy en su azul profundo, subraya el trazo continuo del cuello de la estrella, sus rasgos y el casi círculo de su peinado, un casco bruno; en Garson, el minimalismo extremo del vestido musculosa con los simpáticos moños en los breteles está al servicio de la blancura rosada y la llamarada de su melena; en Oberon, la curva diamantada de la tiara subraya el efecto sensual pero distinguido de esa misma táctica de hombros desnudos y cabeza destacada que emergen de un fourreau sedoso del tono del oro pálido y bordado de motivos cachemir.
Suena lujoso, y lo es, pero a dosis muy moderadas. Eran tres señoras –de 58, 61 y 54 años– que trabajaban de actrices y estaban etiquetadas como estrellas, sin que les temblara una sola pestaña. Poseían un sentido del vestir y lo mantenían activo, ajenas a toda extravagancia, pero amigas de los detalles inesperados y los toques diferentes que distinguen el chic. Y sabían hacer mucho con un mínimo de elementos: pelo pulcro, alguna joya, prendas clásicas de un solo color, seductor pero no invasivo, un maquillaje amigo.
Se acercan los Oscar. Que se haga el milagro y vuelva aquella simplicidad suntuosa. Que se recuerde que en moda menos será siempre más.