Moda. La vida real de las prendas
Como sabemos, es de la suma de una paciente cadena de meticulosos gestos técnicos, del corte inicial a la puntada final, que surgen las prendas, lo que les da su vida real, tal como bien dice mi interlocutora de hoy, Andrea Suárez, docente, investigadora y realizadora de indumentaria de talento, mirada aguda y gran sentido crítico. Resumiré aquí en dos entregas ciertos breves diálogos que hemos mantenido en estos días.
Sin el aprendizaje continuo que proporciona el taller de costura y la sabiduría transmitida de una generación a otra bajo sus luces implacables no habría prendas admirables y llevables a la vez. Es de temer, sin embargo, que la buena u óptima construcción y el equilibrio estético, en un tiempo valores máximos, no hayan ya perdido mucho terreno y que sea cada vez más escaso el público capaz de reconocerlos y apreciarlos. Una clientela conocedora es condición sine qua non para que siga existiendo la cultura del vestir.
Coincidimos con Andrea en que la prueba incontestable de la destreza de los talleres está en su capacidad increíble de materializar a la perfección aun las creaciones más absurdas que se les pida. Por cierto, las incongruidades son legión. Pocos minutos nos bastaron para enumerar las más injustificables. Todo parte de un abuso marcado de las nociones de construcción –la prenda deviene improbable versión textil de ciertas experimentos de la arquitectura posmoderna– y de desconstrucción –las prendas citan las imágenes más repetidas de las pasarelas vanguardistas, en particular japonesas, belgas y londinenses de los últimos 40 años.
Abundan los conjuntos compuestos de dos mitades (o tres tercios o cuatro cuartos) en franca discordia: tipologías opuestas –como lo entallado y lo fluido– forzadas a coexistir, fórmula hoy ya repetida hasta el cansancio; o bien aún, los collages extremos facilitados por el uso de Photoshop, toda una aglomeración en un mismo modelo de componentes de la más diversas procedencias o, no menos pintorescas, las ampliaciones extremas de ciertos elementos –mangas, cuellos, solapas en las más recientes temporadas– que desproporcionan los cuerpos y desequilibran la silueta sin aportarles ningún atractivo. La creatividad del experimento se juzga según el nivel de vistosa improbabilidad que alcanza. En este momento asistimos a una inflación de los vestidos de gala, ya en sí un anacronismo, que compiten en diámetro y volumen con las creaciones más ampulosas de los siglos pasados, a cuyos inoportunos trucos de armazón, como el miriñaque, recurren.
El origen de tanta irrealidad reside en los cursos seguidos en escuelas de diseño y universidades por las recientes generaciones, ya hoy activas, de aspirantes a la gloria de las pasarelas y al contrato de lujo. Al lí se insiste en asociar costura y experimentación artística y en dar a la moda una pátina intelectual superflua. El glamour atribuido al diseño opaca la nobleza del alto artesanado. Pero ocurre que, como bien resume Andre Suárez, “sin recursos técnicos no hay realidades concretas. Todo el mundo puede tener ideas. Pero también hay que saber plasmarlas. Hay en el medio de la moda quiénes ni siquiera logran expresar sus ideas a través del dibujo. Los talleres trabajan solos. Cuando las cosas salen bien el diseñador es un genio. En caso contrario, los talleres no han estado a la altura.” De aquellas pretensiones este kitsch. En dos domingos nos vemos.