Moda. La legitimización de las diferencias
La moda oficial del siglo XX supo ser estricta a la hora de practicar exclusiones. Las siluetas de cada nuevo momento de moda no admitían variación alguna. La mujer de moda debía adaptar su cuerpo a los cambios, a menudo drásticos, que imponía un nuevo estilo. A riesgo, de no hacerlo, de verse de repente démodée y sentirse excluida. Aunque la exclusión mayor afectaba a quienes no respondían a las características requeridas: figura estilizada, piel clara, rasgos armónicos, o bien distinguidos, y la práctica ensayada de aquel discreto encanto que, con ironía, atribuye a la burguesía el título de un film de Luis Buñuel.
El tránsito de la femme corolle del New Look de Dior –cintura avispa, senos ausentes– a la sirena pulposa escotada de los 50 significó un dilema para unas y una revancha para otras de las mujeres que vivían en estado de exhibición. Si la narración suena machista, es que aquel tiempo lo era. Hacia los 90, se produjo un paso inverso. Fue cuando de entre las modelos estrella, longilíneas y de teta discreta, surgió Claudia Schiffer, no menos esbelta pero de pecho de walkiria. Supe por entonces de señoras que, tras haber suprimido sus atributos más vistosos en los 60/70, tiempos de looks pseudo-andróginos, volvían ahora a los quirófanos para vérselos restituir. Si suena alienado y otra vez machista es que la sociedad no dejaba de progresar hacia su deterioro presente.
El uso del cuerpo como fachada luminosa de éxito social, real o anhelado, devino, bajo el régimen consumista, un mandato universal. En lugar de cuidarlo para la vida, se lo interviene para la representación de una vida imaginaria que tiene la profundidad de una pantalla LED. Pero acusar a la moda del establishment de ser la causa exclusiva de estos desarreglos parece si no injusto al menos parcial. La moda oficial actúa como cómplice de los delitos de incitación al consumismo y de participación activa en su ejecución. Pero es a la vez el vehículo de las fobias y pulsiones de la sociedad en que funciona como fetiche estético, espejo de una masa de narcisismos frustrados. Dentro del cuerpo de la moda oficial se agitan los agentes virales de la discriminación.
Se considera superada la barrera racial, pero la observación en detalle de pasarelas y publicidades nos muestra que sigue siendo simbólica la representación de tipos no-caucásicos. Las otras etnias figuran allí como muestra, o en cuotas acotadas, lejos de toda genuina paridad y variedad. La moda independiente, en cambio, no cesa de incorporar tipos y cuerpos, peculiaridades y diferencias y edades, de manera natural, tal como podemos verlas en el vagón del subte. En Argentina las movidas por la legitimización de las diferencias –de género, étnicas, físicas y otras– están activas y crecen. Muy significativo para mí, en cuanto que implica a todo el espacio social, es el combate contra la patología del rechazo, agudizado en odio, la desvalorización y cosificación de las personas con sobrepeso u obesas, gordofobia en la lengua de los medios. A esa pelea debemos la llamada y muy necesaria ley de talles, sancionada en diciembre 2019 y reglamentada en junio de este año, que implanta un sistema único normalizado de identificación de talles de indumentaria, gran paso hacia la naturalización de todos los cuerpos. Brenda Mato, modelo y activista, que vive el suyo libre, sin actuarlo según modelos impuestos, es una de las fuerzas que empujó esta adquisición cívica. Va sonando cada vez menos machista.