Miseria, hambre y guerras. Quiénes son los argentinos que trabajan en las zonas de desastre humanitario
Integrantes de Médicos Sin Fronteras narran sus experiencias en esta organización internacional que redobla esfuerzos con su ayuda en los sitios más castigados por la miseria, el hambre y las guerras
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“Una forma humana de ejercer la medicina”. Así describe Claudia Ermeninto su trabajo en Médicos Sin Fronteras (MSF), un camino que comenzó en Mozambique, en el límite con Malawi, en 1993, y que continuó en otros contextos de África, en América Latina y en Asia, en proyectos ligados a la emergencia, epidemias, hambrunas, situaciones de guerra, en atención a víctimas de desplazamientos, de migrantes y de personas excluidas del acceso a la salud. La historia de Claudia refleja el compromiso de profesionales argentinos con la organización que este año conmemora sus primeros cincuenta años y que cuenta con el trabajo de más de 63 mil personas de 169 nacionalidades, entre personal sanitario y no sanitario.
“Nuestros equipos viven y trabajan entre gente cuya dignidad es violada cada día. Estos profesionales deciden utilizar su libertad para hacer del mundo un lugar más soportable. A pesar de grandes debates sobre el orden mundial, la acción humanitaria viene a resumirse en una sola cosa: seres humanos ayudando a otros seres humanos que viven en las más adversas circunstancias. Vendaje a vendaje, sutura a sutura, vacuna a vacuna”, pronunció James Orbinski, presidente internacional de MSF, en 1999, en el discurso de aceptación del Premio Nobel de la Paz. La historia dice que Médicos Sin Fronteras nació formalmente en París el 20 de diciembre de 1971. Desde la organización aseguran que para hallar las raíces hay que trasladarse al conflicto de Biafra (Nigeria, 1967) y a un contexto marcado por la Guerra Fría, la descolonización y los movimientos políticos y activistas de finales de los sesenta. “Tras años de convulsiones, la provincia nigeriana declara unilateralmente su independencia, y comienza un conflicto brutal. Biafra es cercada por el Ejército nigeriano: el bloqueo no tarda en provocar una hambruna que diezma a una población ya debilitada por la sequía. Esto ocurre ante los ojos impotentes del Comité Internacional de la Cruz Roja, que trabaja en Biafra y ve cómo incluso los hospitales son bombardeados. Varios miembros del equipo de la Cruz Roja consideran que la organización debería hacer más por denunciar lo que está ocurriendo, pero su mandato les impide hacerlo. Entre ellos hay médicos franceses que, de regreso a su país, deciden romper el silencio y hablar con la prensa –detalla la organización desde la página oficial–. El Tonus, un semanario médico que estaba reclutando facultativos para crear una brigada internacional de emergencia, recoge las denuncias. Médicos y periodistas deciden pasar de las palabras a los hechos y se unen bajo una nueva bandera: Médicos Sin Fronteras. La asamblea constituyente se celebra en diciembre de 1971 en la redacción de Tonus, que anuncia el nacimiento de ‘una movilización de voluntades determinadas a derribar las fronteras que se alzan entre quienes tienen la vocación de salvar, de atender a las víctimas de la barbarie humana y los desarreglos de la naturaleza’”. Según describen, la frustración que sintió el personal médico al que se le impedía dar testimonio sobre lo que estaba ocurriendo en la guerra civil en Biafra, las atrocidades contra la etnia igbo y la ineficacia con la que se atendió a las víctimas de las inundaciones de 1970 en Pakistán Oriental (actualmente Bangladesh) sirvieron de impulso para la creación de la organización.
Para conmemorar los 50 años, en colaboración con FOLA, se realizará, del 15 al 28 de noviembre, la instalación Testigo: Médicos Sin Fronteras y Magnum, 50 años en el terreno. La muestra al aire libre, que se exhibirá en el Distrito Arcos (Palermo), cuenta con una selección de 32 fotografías emblemáticas que representan algunos de los lugares donde MSF ha estado presente. De las fotos, veinte se remontan a las últimas cinco décadas y las otras doce fueron registradas entre 2020 y 2021. Las imágenes, de alto valor documental, fueron tomadas por profesionales de la prestigiosa agencia Magnum Photos en los contextos de crisis humanitaria donde los equipos de MSF brindaron atención médica de emergencia y testimonio de lo ocurrido en cada lugar.
Libre de presiones e intereses
“Saber que además de su trabajo médico humanitario, MSF tiene ese componente de testimonio, de dar voz a los que no la tienen y hacer visibles situaciones muchas veces invisibilizadas por los medios, por las comunidades, fue una de las razones por las que me sumé –reconoce Fernanda Méndez, tocoginecóloga formada en el hospital José María Penna de la Ciudad de Buenos Aires y actual vicepresidenta de la organización en América Latina–. Aquella historia de médicos que, insatisfechos con la falta de denuncia, decidieron hacer algo, me marcó. Ya como estudiante de medicina tenía en claro que quería hacer trabajo humanitario”. La primera misión de Fernanda fue en la República Democrática del Congo, en 2002, un recorrido que la llevó por distintos países y a encarar proyectos muy diversos entre sí (ayudó a combatir el ébola, el virus de Marburgo, enfermedad de Chagas, cólera y VIH). “Trabajamos en contextos muy complejos y la neutralidad con la que se mueve la organización nos permite llegar a lugares donde a otras se les hace muy difícil. Tenemos una gran aceptación de las comunidades justamente por este motivo. Hacemos nuestro trabajo médico y cuando digo médico me refiero a este concepto de salud integral, de agua y saneamiento, de logística, de construcción de hospitales. Buscamos mejorar la calidad de vida”.
La ayuda humanitaria debe estar libre de presiones e intereses políticos, militares, económicos o religiosos, ya que la independencia es clave para prestar asistencia a quienes más lo necesitan sin ningún tipo de discriminación. Este es uno de los pilares de Médicos Sin Fronteras y la clave para las distintas operaciones en zonas de conflicto, como las que ha desarrollado en contextos complejos como Somalia, República Democrática del Congo, Afganistán, Territorios Palestinos Ocupados, Colombia, Etiopía o el Sahel. También para sus intervenciones en las guerras de los Balcanes (Bosnia, Kosovo) o en las actuales guerras de Siria, Camerún y Yemen. Su independencia financiera responde a los siete millones de personas y entidades privadas que son socias y colaboradoras en todo el mundo.
La cordobesa Claudia Ermeninto fue la encargada de abrir la oficina de MSF en Argentina, en 2001, en un principio solo orientada al reclutamiento de profesionales para los proyectos en terreno, teniendo en cuenta su amplia experiencia en el campo: Mozambique, Armenia, Benin, Colombia, Níger, República Democrática del Congo, Cabo Verde y México (en 2007, estuvo al frente de la apertura de la oficina en este país). “De muy jovencita quise ser médica, de llegar a los lugares donde no hay acceso a la salud. Siempre lo sentí así y llevé adelante este concepto de medicina humanitaria, esa que es la de encontrarse con el otro, la de mirar a los ojos, la de dar una palmada –confiesa-. Es duro, porque los contextos no fáciles, hablamos de epidemias, situaciones de guerra, hambrunas, como la misión en Níger, uno de los países más pobres del mundo, que atraviesa una crisis nutricional, donde literalmente los niños se mueren de hambre, y que es golpeado por epidemias. Cada terreno, cada misión, deja una historia. Una de las que más me atravesó fue la que viví en un hospital psiquiátrico en Armenia, en el 95, con un invierno terrible de 30 grados bajo cero, en un ambiente de desolación. Muchos de los que estaban ahí habían sido depositados, eran personas con enfermedades mentales y otras con discapacidades que fueron discriminadas. Allí la deshumanización era total”.
Con un enfoque transversal, desde 2001, MSF amplió sus programas de apoyo psicosocial en contextos de conflicto. “Se ofrecen intervenciones de emergencias, con una perspectiva de salud mental”, detalla Sandra Zanotti, jefa de actividades de salud mental de MSF en Cox’s Bazar, en la costa oeste de Bangladesh, donde se encuentra uno de los campos de refugiados más grandes del mundo. Desde que estalló la violencia en Myanmar, en agosto de 2017, la población rohingya se vio forzada a dejar su hogar en busca de seguridad. Para los refugiados rohingya en Cox’s Bazar, vivir en campamentos superpoblados sin esperanzas para el futuro y sin estatus legal, afectó su salud mental. “Sienten que sus vidas no dependen de ellos –aclara Zanotti–. Esto, sumado a las pérdidas que ya sufrieron. Hoy, muchas de estas personas que huyeron de su país, que lo dejaron todo, se preocupan por su día a día, su vida cotidiana en los campos de refugiados. Quieren mejores condiciones, pero también sueñan con regresar a sus hogares, a Myanmar, con derechos, con posibilidades de vivir con dignidad. Esta situación les genera una ansiedad severa y otros trastornos. Esto se ve sobre todo en los jóvenes, aquellos que no tuvieron la posibilidad de una escolarización (en Bangladesh no se permite que los niños rohingya asistan a la escuela, para no animar a los refugiados que se integren a la sociedad). Muchos de estos jóvenes, que deberían estar armando sus vidas, no ven un futuro, al contrario, lo consideran roto, sin la posibilidad de que ellos puedan hacer algo para cambiarlo. Lo mismo ocurre con los padres, que sienten que sus niños están atrapados. Esta incertidumbre contrae diferentes connotaciones. Y la pandemia de COVID-19 ha sumado más restricciones y estrés a sus vidas”.
Entre los tantos testimonios recogidos por la organización que son publicados en la página oficial puede leerse: “Nadie quiere ser refugiado; la vida que tenemos aquí no es fácil”, dice un hombre rohingya en Cox’s Bazar. “Vivimos en una prisión abierta. La vida de un refugiado es infernal y todos los días son iguales. No puedo viajar fuera del área de los campamentos porque necesito una autorización especial para salir, y solo se otorga en circunstancias especiales, como atención médica o emergencias. A veces me muerdo para ver si puedo sentir algo”.
Desde Mueda, distrito situado en la provincia de Cabo Delgado, en Mozambique, Juan Pablo Sánchez, oriundo de El Bolsón y especialista en terapia intensiva, trabaja con desplazados que huyen de los conflictos armados, de los ataques a las ciudades, donde la crisis humanitaria va en aumento. “Uno se puede interiorizar del contexto, de la situación que atraviesan, pero cuando estás en el lugar tomás real dimensión de lo que ocurre. Las historias en primera persona son difíciles de procesar –asegura–, pero son necesarias darlas a conocer, porque suceden en diversas partes del mundo, a toda hora. Y lamentablemente muchas de estas historias, de estos conflictos se desconocen”. Juan Pablo fue uno de los médicos argentinos que trabajó en el Mediterráneo, como parte de la tripulación del barco humanitario Ocean Viking, operado por Médicos Sin Fronteras y SOS Mediterránee. “La mayoría de las personas que rescatamos no era capaz de mirarte a los ojos, porque sintieron que lo perdieron todo, hasta su humanidad. No solo sufrieron violencia física, psicológica, le quitaron la posibilidad de sentirse seres humanos. Fueron esclavizados, encerrados, maltratados. Hablamos de una completa deshumanización”.
En 2016, MSF renunció a todos los fondos procedentes de la Unión Europea (UE) y de sus Estados miembros, en protesta por la dañina política migratoria puesta en marcha, basada en la disuasión y en alejar lo máximo posible de sus costas a quienes huyen de la guerra y el sufrimiento. La organización tomó esta decisión tres meses después de la firma del acuerdo entre la UE y Turquía, que pretendía acabar con el flujo de refugiados, solicitantes de asilo y migrantes que intentan llegar a Grecia desde las costas turcas. El trato, que sigue vigente en 2021, permite devolver a la mayoría de estas personas a Turquía y considera a este país un lugar seguro, a pesar de que mantiene una “limitación geográfica” a la Convención de Refugiados de 1951 y niega ese estatuto a los “no europeos”. Como consecuencia de este acuerdo, miles de personas vulnerables han sido abandonadas a su suerte sin importar el costo humano, y muchas de ellas continúan atrapadas en las islas griegas, viviendo en condiciones extremas, en campos superpoblados. La mayoría de estas familias, que Europa ha decidido apartar de su vista mediante disposiciones legales, han huido de las guerras de Siria, Irak y Afganistán.
Casi 80 millones de personas, la cifra más alta desde la Segunda Guerra Mundial, viven desplazadas a la fuerza, expulsadas de sus hogares por la violencia y la guerra: algunas son desplazadas internas, dentro de su propio país, y otras han cruzado las fronteras para convertirse en refugiadas. Estas poblaciones están sometidas a constantes abusos y no acceden a sus necesidades más básicas: atención médica, cobijo, alimentación, agua y saneamiento.
Es frecuente que ONG humanitarias, como MSF, sean acusadas de solo poner un parche a los conflictos, a las crisis que atraviesan diversos países. “Somos una organización de emergencia –arremete Fernanda Méndez–, que responde a situaciones puntuales, como en mi caso, que trabajé en los brotes de cólera, ébola… La idea no es instalarse en un país, sino atender la urgencia y brindar herramientas para que continúen con las tareas una vez que nos retiramos. En terreno se ven situaciones que uno jamás imaginó que iba a ver. Como profesional uno tiene que sortearlas. Creo que uno de los factores más interesantes de lo que hacemos es la capacitación del equipo que queda en el lugar, formar a las personas, brindarles las herramientas. No es que pongo un parche y me voy, hacemos asistencia, damos soluciones a la urgencia, intercambiamos conocimientos. Estamos ahí para salvar vidas y para evitar el sufrimiento”. Con el dolor que le produce este tipo de opiniones, que se hace eco en los especialistas consultados, Juan Pablo va más allá: “Decir que es un parche es una conclusión simplista, porque cada contexto es único; se intenta hacer lo mejor posible con los recursos que se tienen. Cada realidad merece un análisis profundo, que nos lleve a preguntarnos qué es lo que ocurre y por qué. A mí me gustaría que todas las personas pudieran acceder a la salud básica, pero no es así. En muchos lugares la salud es un lujo, no un derecho. Por eso estoy donde estoy”.