“Me gusta vivir bien”. El provocador que con lujuria y acidez devolvió a la alta sociedad a la literatura argentina
Loyds pudo haber sido un “abogado bien”, pero eligió ser escritor y sus novelas pintan una clase social porteña desestimada por las letras contemporáneas. “Sigo siendo un producto del lugar de donde vengo y en el que crecí”, asegura
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En 2006, este tipo se escapó de sí mismo. Cuando se durmió era Ezeiza y cuando se despertó era Barajas. Bajó del avión. Se compró un morral tejido –se hippeó, dice–, fue mozo en un bar madrileño, sirvió cochinillo con cuchara en un restaurante de la periferia y encarnó a Jorge de la Vega, falso socorrista. Entonces llegaba a las piscinas que vigilaba en esos barrios caros de las afueras, como La Moraleja o El Escorial, y en la planilla firmaba con tinta, como ahora hace acá al aire, marcando ampulosamente la V de “Deee la Veeegaaa”, para que nadie sospechase que el apócrifo guardavidas era en realidad Jorge Lebrón, el abogado porteño, o Loyds, el escritor. “Nunca pasó nada porque los españoles son muy prudentes, pero yo no podía parar de pensar: ¿Y si alguien se descompone? ¿Qué pasa si a uno le da un bobazo? ¿Qué tengo que hacer?”.
Estas preguntas hoy ya no importan porque es Buenos Aires, hace un frío atroz y Loyds no es más De la Vega ni cuida piletas. Ahora escribe novelas enardecidas y guiones, da clases, es un dedicado padre de mellizas a las que lleva al colegio cada mañana, tiene una mujer, una casa en Béccar, un Aperol Spritz sobre la mesa y está bien abrigado con un saco de lana azul marino coqueto, con cuello esmoquin, de esos que usa Don Draper en Mad Men los fines de semana.
Pero en aquel loco verano ibérico esos cuestionamientos eran fundamentales y la respuesta campante que le dio su supervisor fue –imposta tono castizo–: “Pues, ¿ves esa cerca de alambre que se ve ahí al fondo? Bueno, si ocurre algo la miras fijo, siempre fijo, y vas hacia ella. Cuando llegas, la saltas, corres por el descampado y nunca más regresas”.
Lo más hilarante fue que en el estudio jurídico top donde había dejado su despacho con la excusa de la beca en España para estudiar con un reputado jurista, se enteraron del temita del guardavidas y de inmediato pensaron que el pobre chico había perdido la razón. Y no, Loyds era apenas un romántico, cuyos dos yo (un abogado bien –bian– y un escritor hippeado) habían pugnado por años en su alma, y acababa de ganar el hippie. “Al tercer día en Madrid supe que no volvía nunca más a la oficina; de veras. Me iba al Parque del Retiro a leer toda la tarde después de clases. Tenía 34, estaba sin corbata, con morral, metido en el mundillo bohemio y artístico. Vivía en Malasaña y de noche salía de gira por los bares. Era idílico”.
A Paulette eso no le gustaría. “Qué asco, un morral infecto”, pensaría la señora esnob. Paulette es uno de los personajes de Loyds, la mamá de Johnny –tal el nombre de su segunda novela, editada por Emecé en 2021– y de otro hijo, a quien solo conocemos como Pichón (“Hola, pichón”, “No te hagas el reo, pichón”). También tiene una hija perfecta, Pía, que es a su vez madre de dos niños rubios perfectos que corren los domingos por la chacra familiar en Monte. Por diversos motivos, Paulette no ve nunca a las criaturas, esos tilingos insufribles a los que no tolera, aunque ante sus amigas asegure que sus nietos son unos amorosos.
Y Johnny, bueno… Si ese gran hater que es el protagonista de su ópera prima (Merca, 2014) se cruzara con su propio creador, lo trataría de loser, de pobre, de gordito. A veces, quizá, de héroe, según estuviera muy arriba o muy abajo, sacado o adormecido en su frenesí nocturno de rayas blancas y papeles metalizados. Porque mientras Johnny scrollea su Instagram con compulsión, drogado y enloquecido, siente que odia a los hippies, odia a las chicas de San Isidro, odia las barras de bares apretujadas, odia a los latinos “en general”, odia los baby showers tanto como las fotos de bebés, odia a los ecologistas, odia a los vegetarianos (“Dios le da carne a quien no tiene dientes”), odia el rock argentino porque hay que escuchar a los británicos, que inventaron todo, y odia a los sommeliers, “esos presumidos de la botella”.
Paulette también odia, pero menos. O lo expresa de otro modo, acorde con su elegancia. A Paulette la enferma lo cache (o cursi, “como dirían los mersas”). Y le gusta la gente bien –bian–, como uno, canchera –cheta no, “solo los grasas dicen eso”–. Detesta a los que comen arroz con cuchara, le repugnan los tatuadores roñosos y no soporta que Ofelia, su maid, le llame aifon al teléfono, así, a lo bruto, sin la debida pronunciación.
A Loyds le encanta caminar por la cornisa con su escritura, provocar, como el que cuenta chistes en un velorio esperando que todos digieran su humor negro –e idealmente lo entiendan como lo que en realidad es: un mecanismo de defensa contra el dolor–. Es parte de una generación de autores –Pedro Mairal, Washington Cucurto, Gabriela Cabezón Cámara, Mariana Enríquez, Federico Falco, Santiago Llach– que hablan “de lo que tienen que hablar y punto”, pero su “diferencial”, aclara, es ese fresco que pinta con lujuria y acidez de una clase social porteña desestimada por la literatura argentina actual: la alta alcurnia.
“Yo venía fastidiado con la romantización de lo marginal… Ese regodeo del progresismo culposo, que tiene que tirar un mensaje o bajar una línea. Todo eso de qué pobres que somos; la escena de un pibe muerto de frío esperando el colectivo, que se da cuenta de que no le alcanzan las monedas. Loco, ¿siempre hablamos de lo mismo? Una buena historia puede ocurrir en la 1-11-14 o en el lugar más caro y glamoroso”.
Voces del vacío
Bret Easton Ellis, 1985. El escritor nacido en Los Ángeles tenía 21 años cuando salió Menos que cero, su primera novela, una fábula alienada de los chicos ultrarricos de Beverly Hills. Y en 1991 editó su máxima bestialidad posmoderna, American Psycho, las cavilaciones de un yuppie melómano de Manhattan, Patrick Bateman, obsesionado con el gramaje de las tarjetas personales, con conseguir mesa en Dorsia –el restaurante del momento– y con asesinar gente, especialmente desamparados y prostitutas.
La obra de Loyds, veloz, repulsiva y delirante, abreva de todo eso. También de otras altas voces sádicas del vacío existencial, como Chuck Palahniuk (El club de la pelea), Edward St Aubyn (la saga de Patrick Melrose) y Michel Houellebecq (El mapa y el territorio; la reciente Aniquilación).
Renuente al énfasis en los desánimos del extrarradio, el autor, que este noviembre cumplirá 50 años –”por suerte en la literatura te siguen considerando joven hasta los 55″– se corrió de las márgenes y se plantó bien en el centro. Desde ahí, describe otra Argentina del sinsentido, en el nervio de la ciudad, en una clase desatendida, con personajes que funcionan a fuerza de ansiolíticos, apariencias y excesos, y que perturban tanto que al final conmueven.
–¿Nunca te insultaron por lo que escribís?
–Por ahora no [se ríe]. Hay que contar de la mejor manera posible, sin tener miedo de que alguien se ofenda. ¿No te gusta? No lo leas. Creo que Merca y La mamá de Johnny fueron bien entendidas, por lectores muy distintos.
–De todas formas, en tus novelas uno se encuentra con el famoso aviso legal: “Todas las opiniones son vertidas por personajes de ficción…”.
–Sí, pero lo puse un poco en chiste. Hay un libro de Mario Levrero que amo, La novela luminosa, donde escribe: “Quienes se sientan afectados por estas opiniones deben comprender que no son más que desvaríos de una mente senil”. Igual, sí, antes de publicar, mi editora me advirtió: “Mirá que acá le pegás a todo el mundo…”. Pero, ¿la verdad? Si alguien se molesta, lo lamento. Hay que entender que esto es ficción, no apología. Yo quiero que mis personajes interpelen, sean picantes. El libro que viene ahora (Pichón, que completará la trilogía sobre esta familia desaforada) va a ser el más hijo de p… de todos. Y sí, yo quiero que a Pichón lo odien. Si lo paso por el tamiz de la corrección política, primero, no lo va a odiar nadie, y segundo, nos vamos a morir de aburrimiento todos. Es insólito que en el siglo XXI un autor pueda ser cancelado por una obra de ficción. ¿Entonces Hannibal Lecter hoy no existiría? Los personajes que mayor interés concitan son los polémicos. Yo soy fan de Tony Montana, no de Charles Ingalls.
–La novela era Los ricos también lloran. ¿Los perversos también sufren?
–¡Por supuesto! Y agrego: los villanos también generan amor. Mark Renton (el protagonista de Trainspotting, que interpretó en cine Ewan McGregor) es de lo peor; un heroinómano que termina jodiendo a todos sus amigos. Pero uno le tiene cariño… El arte está lleno de esos seres. Y todos empatizamos con ellos más de lo que creeríamos. Patrick Bateman [American Psycho] es más jodido, pero igual, en algunos pasajes, su desesperación hace que uno se apiade de él. A mí me han escrito lectores para decirme: “Yo soy Johnny”, o “A Paulette la entiendo totalmente”. Algo que nunca reconocerían en público, me lo confiesan a mí. Mi mujer es psicóloga, y hablo mucho de esto con ella. Son pequeños reflejos de lugares muy complejos de la personalidad, que uno no se atreve a manifestar abiertamente. Entonces un personaje lo hace, se anima a decir “son todos unos pelotudos, los odio”, y uno como lector siente “yo nunca lo diría, pero lo comprendo, porque esto también me pasa”.
–Mejor sublimar, ¿no?
–Claro. El arte canaliza la oscuridad no expresada de mucha gente. Por eso, ese patrullaje de lo que hoy se puede decir y lo que no es un error y atenta contra su propósito. Cuando se acalla la disidencia y todo es del mismo color, es más fácil manipular. El arte es arte; tampoco hay que reventar de literalidad.
De catarsis y mandatos
Paulette es la voz cáustica de una mujer que pisa los 60 años. Abombada por el champagne, las pastillas y sus propios prejuicios, la señora fina empieza muy de a poco a vislumbrar la potencia de otra vida. Madre e hijo (y Pichón, el benjamín del clan –spoiler alert– acusado de violencia de género) están ahora en vías de convertirse en miniserie o películas, con Diego Kaplan como director.
“Merca fue una catarsis, un vómito largo de cosas que yo ya tenía en el disco rígido –recuerda Loyds–. Pero con La mamá de Johnny tuve una gran duda; salir con una voz femenina me parecía raro, especialmente en un momento de tanto auge de colegas a las que admiro (Ariana Harwicz, Samanta Schweblin, Selva Almada, las ya mencionadas Cabezón Cámara y Enríquez, María Gainza, Mariana Travacio, la lista sigue…). Sin embargo, Paulette insistía, hasta que se impuso”.
–Escribiste sobre una mujer muy particular, y en primera persona.
–Yo estoy rodeado de mujeres, son las personas favoritas de mi vida [fue su madre, María Celia, quien lo incentivó en la adolescencia para que se inscribiera en talleres de escritura, y ahora es su pareja, Carolina, el gran primer filtro de su trabajo]. Y sabía que esta señora, con todas sus peculiaridades, tenía mucho para decir al vislumbrar cierta libertad. Igual, nunca quise que fuese una historia de redención y aventuras, a la Thelma y Louise. Una persona configurada de esa manera puede rebelarse un poco, pero no enfrentarse totalmente a la propia clase. No podemos ir en contra de quienes somos.
–Vos lo hiciste, de alguna manera…
–Sí y no. Renegué del mandato paterno de ser un profesional exitoso y solvente, de una carrera que no me gustaba, pero en la que me iba muy bien, de mi educación católica… Pero sigo siendo un producto del lugar de donde vengo y en el que crecí. Creo que eso está en todo ser humano. Es como el terroir de los vinos.
–¿El abogado ganaba mejor que el escritor?
–El abogado tenía una holgada situación económica que no le traía felicidad –se engancha con hablar de él mismo como si fuera el otro–. Y el escritor piensa que deberíamos vivir mejor de la literatura. Eso de por amor al arte no va. A mis hijas no les doy de comer amor al arte. A mí me gusta vivir bien; no reniego de querer tener un buen pasar, no me da ninguna culpa.
–Suena a diván… ¿Te analizás?
–No, hago autoanálisis. Sí, ya sé: convivo con una psicóloga [sonríe]. Pero esto es fácil de observar en este país. Por eso algunos artistas dicen que se van “A Uruguay”, porque decir “Punta del Este” tiene carga de burguesía, o se compran autos importados y los esconden. ¿Por qué no podés mostrarlo? Es una cosa de locos. En la Argentina hay culpa de que te vaya bien, de ser exitoso, de tener plata, aunque te la hayas ganado rompiéndote el alma. Creo que eso no pasa en otras partes del mundo. Acá estuvo hace poco Robert De Niro. ¿Alguien lo cuestionó por los millones que gana por película? No, a él nadie le dice: “Ah, turro, sos artista y no te importan los pobres”. En ese sentido, me encanta la movida del trap. Sus exponentes son muy jóvenes y están ajenos a todo eso. Hacen lo que quieren, con quien quieren y, si ganan guita, se la tiran encima.
–Johnny es fan de las bandas anglo, a Paulette de joven le gustaba Julio Iglesias. ¿Loyds escucha trap?
–No, no me entra en el oído. A mí me gusta el rock. Tengo una lengua Stone tatuada por acá –se toca el omóplato, con cierta vergüenza–. Un tatuaje de esos, del 95, cuando vinieron por primera vez. Después los vi 14 veces en vivo. Ojo, que igual el freestyle está bueno, pero es un lenguaje poético al que le falta… eh… ¿cómo es con las bebidas alcohólicas? Como un golpe de horno, pero en realidad quiero decir otra palabra. Ya me va a salir… Las grandes canciones necesitan un refinamiento. Todo buen texto lo precisa.
–Vos das talleres. ¿Cómo se enseña a escribir?
–Enseñar a escribir es imposible. Sí se pueden dar herramientas, consejos. Cuando uno lo hace en carne viva, ahí sale lo poderoso. Hay que ser libre para escribir, dejar de lado el pudor. Luego podés pulir.
–Y cuando la página está en blanco… ¿qué hacés?
–Por suerte, en mi cabeza casi nunca está en blanco. Mi problema es que soy un gran procrastinador; de repente estoy escribiendo, escucho un pajarito, voy a verlo y pienso: ‘Uy, tengo que cortar el pasto’. Y agarro la máquina…
–Antes de terminar, Loyds vuelve a la música y habla con dulzura de otro ídolo, Luis Alberto Spinetta; de cómo su poesía y su sencillez lo marcaron desde ese verano de su adolescencia, cuando al Flaco lo monedearon sobre el escenario de River en la previa de un show de Rod Stewart, y él solo pidió que al inglés no le hicieran lo mismo, porque no iba a entender nada. “Yo soy muy sensible”, admite el dueño de tantas páginas de reviente. “Mi vieja se murió hace casi un año y no lo entiendo. Es un agujero en mi corazón que todavía no puedo manejar”.
Se abriga. Qué invierno desalmado el de 2022. En la mesa quedan dos copas vacías. “Ah, pará”, se frena y vuelve. “¿Sabés qué? Destilado. Eso era lo que quería decir. Todo buen texto precisa ser destilado”.
Agradecimiento: Pony Line Bar (Posadas 1086)