Marina Dodero. La noche en que Christina Onassis murió en su casa de Tortugas, y el mundo desaparecido por el que no siente nostalgia
De temporario regreso en Buenos Aires después de algunos años de ausencia en Grecia, evoca la entrañable relación y la fatídica noche de 1988
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La mujer que no se asoma a la vida sin su brushing y hoy recibe en calzas de eco-cuero, a todo volado y botas de caña alta, es la misma que hace más de 30 años estuvo en el ojo de la tormenta cuando en su casa de country falleció su mejor amiga, Christina Onassis.
Ciega de tantos flashes y episodios sórdidos que alimentaban los medios del mundo entero, se recuerda desgarrada, enfundada en vestidos negros, sin dormir, pero con una misión que le dictaban del más allá: acompañar a la hermana que le regaló la vida a su eterno descanso en la isla Skorpios.
Le viene a la mente el viaje en avión junto a Thierry Roussel, el último esposo de Onassis, a quien no quería nada, como tantos otros que lo tenían estudiado desde el minuto cero. En ese mismo vuelo partía el cuerpo de quien fue su compañera de aventuras, pactos secretos e incontables cuentos de amor.
Pasaron décadas y ella siguió custodiando la historia real de quien fue la chica más rica del mundo. Le ofrecieron escribir mil biografías, y se negó. “Me hablaron de fortunas, pero jamás quise lucrar con su muerte”, le comentó una tarde al periodista Rodolfo Vera Calderón. Y fue él quien, finalmente, logró que Marina Tchomlekdjoglou hiciera su libro Mi vida con Christina Onassis, que editó Sudamericana.
La entrevista con LA NACION revista es en su departamento de la avenida Callao. Mientras su empleada entra con sanguchitos de miga (queso, jamón y tomate) que sirve sobre platería alucinante, ella hace un recorrido por su mundo increíble, a través de portarretratos que, editados, podrían dar lugar a un film.
Está claro que la curiosidad y los ojos entrenados de quienes se sensibilizan con la historia de Onassis van siempre hacia su figura. Christina casándose, en el mar o a caballo; con su padre Aristóteles o con su pequeña hija Athina. Paseando juntas en los años 60, a todo estampado óptico y botinetas de punta cuadrada. Más gorda o más flaca (un tema que hasta el día de su muerte no había superado), en fiestas de la realeza europea o en algún carnaval de Río de Janeiro.
Mientras, el film continúa con otras pinceladas de jet set internacional e incluso postales argentinas. Federico Klemm, fotones con Carlos Menem o con Raúl Alfonsín (“mi hermano era amigo de su hijo y le dio uñas. Me refiero a que le pidió a mi papá que lo banque; y así fue. Lo adorábamos”). Y a unos centímetros escenas felices junto al príncipe Emanuele di Savoia o Eduardo Agnelli, hijo de Giovanni, uno de los fundadores de Fiat.
Mientras explica y muestra el bar con especialidades griegas como la Metaxa, pone en su lugar algunos huevos de ónix y explica el origen de las cortinas. Dodero (porque sigue usando el apellido de su exmarido; más fácil y más corto) se disculpa porque en medio de las anécdotas se le cuela el griego. Pero enseguida conecta y cuenta que la exuberancia de las cortinas del living son las originales que decoraban la casa parisina de Ari, como le decían a Onassis padre.
“Hacía tres años que no venía a la Argentina, que casi no hablaba español, así que se me escapa mi idioma”, dice la mujer que llegó a este país en la panza de su madre, hija de un matrimonio poderosísimo, muy vinculado con la política, los negocios navieros, la realeza y el jet set europeo. Por eso, las tradiciones y el amor hacia Grecia siempre estuvieron presentes en su vida. “Además, tuve una educación privilegiada. Primero en Cygnets House, uno de los colegios más exclusivos de Gran Bretaña. Entre mis compañeras estaban la actual reina Saleha de Brunei y las princesas Manon de Hohenlohe-Schillingsfürst y Beatriz de Borbón-Dos Sicilias. Pero a Christina Onassis recién la conocí en 1966, en Punta del Este. Fue en San Rafael, recuerdo que era mediodía. Ella estaba hospedada en casa de Meropi Konialidis, medio hermana de Ari, a quien se le ocurrió que sería buena idea presentarle alguien de su edad. Ya ese día, por cómo se metía al mar, supe que no le temía a nada. Al día siguiente, en nuestro segundo encuentro, hablamos de todo. Así salió el tema de su noviazgo con mi primo Peter Jon Goulandris, dos años mayor y a quien Christina había conocido en Nueva York. Cosas de la vida, el destino parecía unirnos”.
Marina ofrece té; dejará el café y su borra –que tan bien sabe leer– para otro encuentro. Cambia de look, se calza un vestido Trussardi negro y varias vueltas de perlas asimétricas, rústicas, que son la última moda. Al instante hace una pregunta que desconcierta: “¿Por qué a mí? ¿Qué más puedo contar que no se sepa? No quisiera seguir sobre lo mismo, pero por otro lado pienso que viví tanto que tal vez pueda ayudar a otras personas contando mis vivencias. Tengo una amiga que dice que yo recojo milagros. Porque siempre pasa algo increíble a mi alrededor”.
-Entonces más que suficiente para querer saber más de vos, Marina. ¿Cuáles fueron tus últimos milagros?
-Salvarme de un cáncer y luego de una explosión a metros de mi casa, en Atenas.
-¿Cuándo fue lo de la enfermedad?
-Estaba en Grecia. Increíblemente había ido a la isla Skorpios después de 32 años. Tuve la oportunidad de volver para visitar a mi amiga, que está enterrada ahí junto a su padre. Hice un recorrido en lancha hasta la iglesia, fui a su tumba, recé, le hablé. Todo estaba igual, parecía que se había detenido el tiempo. Y luego volví a mi departamento de Atenas, que queda en Acrópolis. ¿Qué pasó al día siguiente? La cuarentena. No lo podía creer, porque yo voy y vengo de Grecia. Mis hijas Tweety (Christina como ella y, además, su ahijada) y Carmine viven acá. Están mis nietos, mis amigos del alma. Pero bueno, había que obedecer. Apenas una semana más tarde, mientras me bañaba, sentí un bulto en el pecho. Pero no me asusté, pensé que era fruto de un tirón de Oro, mi perro pug, que es bastante movedizo.
-¿Qué hiciste?
-Un amigo me aconsejó que llamara a un médico lo antes posible. En Grecia marcás el número 100 y viene alguien a verte enseguida. Pero me llamó la atención que me derivaran a un ginecólogo. Era una locura porque estaba en una ciudad desierta, un mundo entero aterrorizado. No había taxis, nada. La cuestión es que después vino la mamografía, la biopsia, las muestras, las explicaciones rarísimas. Yo no podía creer lo que estaba escuchando. Tenía cáncer, estaba sola en medio de una situación anormal, lejos de mis afectos. Entré sola en un quirófano y me aguanté todos los tratamientos. Quedé pelada, agobiada con tanta cosa. Pero la buena noticia era que no tenía los ganglios tomados. Fue tremendo, pero lo atravesé, pude. Y la verdad es que no pienso que puede volver, para nada. Me siento curada.
-¿Cómo trabajaste los miedos?
-Tuve un padre espiritual que me ayudó mucho y jamás le tuve miedo a la muerte. A mí no se me ocurre que me puedo morir. El proceso duró más de un año. Además, fue una locura porque no había bancos, le tuve que pedir dinero a mis amigos. Operada, sola y sin plata. Imaginate.
-¿Cambiaste algunos hábitos después de la enfermedad?
-¿La alimentación? No, para nada. Muero por la carne argentina, el bife de chorizo y el champagne. A lo sumo agregué un poquito de cúrcuma, que dicen es muy buena.
-Hacía poco había fallecido tu hermano Jorge, el prometido de Christina, su último amor.
-Sí, él tenía una villa divina en Ekali, una antigua comunidad de Grecia en las afueras de Ática. Cuando falleció vine a la Argentina porque, como era soltero, había que cerrar algunos asuntos. Él era mi gran compinche. Mis hermanas mellizas también murieron; quedé solo yo.
-¿Realmente iban a casarse Jorge y Christina?
-Sí, fueron amigos una vida entera y al final comenzaron a verse de otra manera. Se querían mucho, podían pasar horas conversando. Y así fue hasta la noche fatídica.
-¿Podés resumirme los hechos de ese sábado 19 de noviembre de 1988?
-Ella se hospedaba en el Alvear Palace, pero se la pasaba en casa. Había ido al hotel para hablar con su hija Athina, que estaba en Suiza, y al llegar a casa me dijo que quería hacerse las uñas. Jamás se pintaba de rojo, pero ese día lo hizo. Me acuerdo que mirábamos revistas. A ella le gustaba ponerse al día con lo que sucedía en la Argentina, un país por el que sentía un cariño especial y en el que su padre inició su fortuna. Habíamos quedado que esa noche comeríamos en mi casa de Tortugas. Así que salí a comprar cosas para el asado del día siguiente ya que la idea era pasar el fin de semana. Partimos con quien era mi marido, Alberto Dodero, y las chicas. Jorge y Christina irían más tarde, directo para la cena. Pero llegaron muy demorados.
-¿Qué había pasado?
-Parece que ella se había quedado dormida toda la tarde en el sofá de la oficina de mi hermano. Los apuré, llegaron perfecto, pero me llamó la atención que ella estaba destemplada. Me dijo que tenía frío y hacía un calor bárbaro. Esa noche comimos rico y recordamos mucho a su padre y a su hermano también muerto, Alex. Estaba melancólica, pero feliz. La cosa es que esa noche no dormimos juntas como sucedía otras veces. Ella me lo pedía; necesitaba compañía. Pero en aquella ocasión se quedó charlando con Oro, como lo llamaba a mi hermano. Es más, le pidió ir a rezar a la capilla. Cuando volvieron yo ya estaba en la cama sin camisón. ¡Me lo había olvidado y tuve que dormir desnuda! Ella, jugando, me destapó porque quería charlar conmigo. Cuando me vio sin ropa soltó una carcajada. Y como yo estaba en esas condiciones y además muy cansada, le dije que la seguíamos al otro día. Me tiró un beso al aire, dijo buenas noches en griego. Fue la última vez que la vi.
-¿Quién la descubrió muerta a la mañana siguiente?
-Me levanté pasadas las diez de la mañana y le pregunté a Eleni, su mano derecha, dónde estaba Christina. Me dijo que dormía. Me acerqué a la puerta de la habitación y vi luz. Abrí la puerta y me sorprendí al ver que la cama estaba tendida, con ropa encima. Y se escuchaba ruido de agua en el baño. Entré y vi su cuerpo de espaldas, sentado y erguido, con la cabeza apenas caída. La llamé a Eleni diciendo que se había quedado dormida de esa forma, pero no. Al instante empezó a gritar que estaba muerta.
-¿Es cierto aquello de que tomaba 24 bebidas cola por día?
-Sí, una por hora, de las chiquitas. Siempre tuvo problemas de ansiedad y trastornos alimenticios. Subía y bajaba de peso. De pronto se internaba en una clínica de Italia, bajaba unos cuantos kilos... Pero hacía lo que quería. Tomaba pastillas para dormir a raíz de tanta cafeína que ingería. Y yo después también empecé a tomar algo para lograr el sueño. Vivir a su lado era pura adrenalina. Cuando fuimos al Carnaval de Río no dormimos durante casi tres días. Ella estaba con un brasileño, lo que nos hemos reído. Ahí nos encontramos con Diane von Fürstenberg y su marido, una cosa increíble.
-¿Qué otras cosas hicieron juntas? ¿Algo que nadie pueda imaginar?
-Íbamos a la vuelta al mundo y a los autitos chocadores. Le fascinaba. También la montaña rusa; yo bajaba descompuesta, con vómitos, pero ella era feliz.
-Cuenta la leyenda que la noche antes de su matrimonio con Thierry Roussel vos le pediste que no se casara.
-Le rogué que hiciera separación de bienes. Es cierto que le dije: ¡vámonos! Yo quería que se fugara. Pero lo amaba. Cuando me confesó que se casaba sin hacer ningún tipo de papel previo casi me desmayo. Era una locura y todos pensábamos igual. Ni las empleadas hacen una cosa así. Un hombre que se veía venir. Que tenía una relación paralela. Su hijo varón tiene dos meses de diferencia con Athina.
-Nunca pudiste acercarte a ella, ¿no?
-No, después de la partida de su madre todo se derrumbó. Por eso terminé haciendo el libro. Me queda la esperanza de que algún día Athina conozca a su madre tal cual era y se sienta orgullosa de quien la trajo al mundo ya que cuando ella falleció se encargaron de borrarla de su memoria. Yo sé lo que la amaba a esa chiquita, no había nada más importante en el mundo que ella.
-¿Cómo hiciste para tratar con él? Llevaron juntos el cuerpo a Grecia.
-No sé cómo pude realmente. Fui con él y me quedé hasta el entierro. Pero la verdad es que no la lloró nunca. Y a la nena tampoco le dijeron que su mamá estaba muerta. Yo tengo el portarretrato de Athina que su madre llevaba en su valija cuando viajaba. Inmediatamente, lo acomodaba en mi casa; quería verla. Y ahí sigue la foto. No la moví más. Quedó en el lugar donde lo puso ella.
-Al igual que Christina, ¿vos también tuviste muchos amores?
-De joven fui enamoradiza. Mi primer amor fue un sueco. Era muy correcto, pero mi papá no estaba convencido de todo lo que decían de él. Y un día me di cuenta de que tenía razón. Íbamos a casarnos; él me regaló una perla negra con brillantes de su familia y, supongo, papá habrá visto mi cara... La cuestión es que a los pocos días fue él quien me regaló un anillo espectacular, gigante, de 13 kilates. Lo increíble fue que un día esta persona me tiró la indirecta de vender ese anillo para irnos en un yatch de luna de miel. ¡Imaginate! Era todo muy turbio. Y el segundo fue un griego, muy mujeriego. Le descubrí otra novia. Claro, yo solo lo veía los weekend, pero él tenía una fija en Londres. Intentó arreglarlo, dijo que le daba pena, pero yo le dije adiós.
“Finalmente, conocí a quien fue mi marido y padre de mis hijas –continúa–. Salí, me encantó y a los siete meses nos casamos. Gente muy bien, familia muy educada. Pero ojo que yo tampoco era cualquier cosa. Yo la quise mucho a mi suegra porque no se metía para nada y nos casamos por los dos ritos. Hicimos la luna de miel en Nueva York e hizo la unión el arzobispo. Pero me separé igual después de más de una década. ¿Qué pasó? La vida. Y yo soy una mujer muy libre”.
-¿Siguen en contacto?
-Por camarita. Él está enfermo. Pero me dejó lo más importante de mi vida que son mis hijas y los tres nietos divinos.
-¿Eras brava, Marina?
-Libre. Siempre hago lo que quiero. Hablo de horarios, decisiones. Cuando se me antoja hacer algo, lo hago. Pero no robo, no tomo drogas, soy religiosa. Ortodoxa. Bueno, eso no quiere decir nada, pero me considero buena persona. Toda la vida ayudé al prójimo. Soy una mujer empática y hago un ritual de la amistad.
-¿Qué te hace feliz?
-Además de la familia, los amigos. Contar anécdotas. Siempre hay algo que sale de la galera. Me encanta brindar por la salud. Adoro el champagne, pero en Grecia no hay buena uva. Y comprar espumante francés todos los días es una exageración; carísimo. Así que bebo Prosecco y buen vino blanco.
-¿Con qué anécdota seguís llorando de risa?
-Christina solía caerme de sorpresa en Buenos Aires. Y el portero sabía algo. Yo estaba recién mudada en el edificio Kavanagh y de repente me llama, diciendo: señora Marina, está subiendo la señora Jackie Kennedy... [risas]
-¿Cómo era un día común en Buenos Aires con ella?
-Ella era intensa también, pero le gustaba estar tranquila. Me refiero a que le molestaban los guardaespaldas, las cocineras. Por eso se iba a lo de Jorge u organizaba unos spaghetti, que de hecho fue su última comida. De joven era fanática de las boites y cuando venía adoraba ir a Mau Mau. Recuerdo que en los años 70, siendo muy jovencita y luego de su divorcio con Bolker, llegó con unos miles de dólares en el bolsillo y se los olvidó en La Biela, donde fuimos a almorzar. Cuando lo advirtió volvió desesperada a buscarlo y el mozo, un buen hombre, se los devolvió. De vuelta en casa mi papá le preguntó si le había dado alguna propina y ella le dijo que no. Ninguno de los Onassis estaba acostumbrado a dar propinas.
-¿Por qué?
-No lo sé. Lo único que sí puedo contar es que mi padre, furioso, se fue a La Biela a darle el 10 por ciento del monto a ese señor. Eran otros tiempos y su familia no era fácil. Los padres de Christina, preocupados por su soltería, creyeron que sería buena idea casarla con su primo hermano, Philip Niarchos, para asegurar la descendencia de los Onassis y el linaje del futuro heredero, además de juntar dos fortunas navieras. Organizaron el encuentro en Skorpios y ella temblaba. Pero enseguida tomaron el hecho con naturalidad, hasta intentaron tener un hijo. No se dio porque ella tenía una de las trompas tapada. Afortunadamente. Pero recuerdo que por ese motivo su padre la denigró.
-¿Por qué pedía dormir con vos? ¿Sentía miedo?
-Un día comenzó a decirme que necesitaba dormir cerca de mi. Yo no estaba acostumbrada a dormir con mujeres, pero era como una hermana.
-¿Dónde se puede decir que es tu casa, el hogar?
-En Atenas. Estoy en la Acrópolis, o sea la ciudad alta. Es una maravilla. Desde mi living veo las columnas. Es un tercer piso muy lindo. Y acá también estoy en el tercero. Adoro Buenos Aires. A Punta del Este ya no voy. Iba con mis padres y fuimos todos muy felices. Pero me produce mucha nostalgia. Hay sitios que uno va dejando.
-Hace un rato hablabas de milagros, tu problema de salud. ¿Pero pasó algo más?
-Sí, fue en Atenas hace poco. Explotó un edificio a unos metros. Estaba durmiendo, pero me desperté con el garaje, el balcón y parte de la casa arruinada. Me quedé sin agua, sin luz. Yo creo que fue un atentado, no sé. Lo que será la intuición, o como quieran llamarlo, que estaban mi hija Carmine y Olymplia, pero justo las había hospedado en otro departamento.
-¿Hasta cuándo te quedás en estos pagos?
-Creo que voy a postergar la vuelta. Hace mucho calor en Europa y aún no puedo tomar sol. El año pasado encontré un lugarcito hermoso sobre el mar que es pet friendly, pero estuve incómoda con mi piel, a raíz de los tratamientos que hice. Lo disfruté con los ojos, pero no pude sumergirme en cuerpo y alma. ¿Te digo algo? Aprendí a respetar los tiempos y agradecer. Y acá, más allá de la grieta (palabra de la que me estoy desayunando) estoy muy feliz. Políticamente, es un despelote y no puedo creer lo que se ve en la calle. La pobreza, salir de un restaurante y ver gente tirada, con hambre. Pero la Argentina siempre termina de pie. Como yo.
-¿Algún sueño por cumplir?
-¿Y si te digo enamorarme? Bueno, una compañía para poder salir, hablar, sentir. Me gustaría dar con un compañero de aventuras. Porque tenerlo todo y no poder compartirlo no es lo ideal. Igual, debo terminar de recuperarme. Para estar en pareja hay que estar un 10.
-Ya no necesitás que te regalen la perla negra, ni siquiera un 13 kilates...
-Llevo puesto el anillo que me regaló mi hermano antes de morir, un brillante amarillo glorioso. No necesito más. A medida que van pasando los años uno conecta con lo simple, lo real. Y eso que yo viví como en libros de cuento, ¿eh? O mejor dicho como en una serie de Netflix.
-Contanos algo de la Marina Dodero simple que te hace feliz.
-Las hijas y los nietos, desde ya. Mandar a hacer la torta de Olympia, contarle sobre estos platitos que invaden mi comedor. Decenas y decenas de la colección de mi padre, de Sevres, pintados a mano. O dar el secreto de la verdadera musaka, el plato típico griego.
-¿Cocinás?
-¿Cómo no voy a hacer musaka griega? Es el pastel de berenjenas más rico del mundo, una especie de lasagna de berenjenas, de origen árabe, que lleva varias capas de esa verdura, carne picada y bechamel espesa. El secreto es dejar las berenjenas en agua una noche antes, sin sal. Con la cascarita. Y después lo de siempre. A mí me gusta que quede bien gordita.
-¿Desde cuándo esa Marina versión ama de casa?
-Mirá, la gente idealiza. Yo desde chica trabajé con papá. Bueno, trabajé... No puedo decir que trabajaba porque era muy cómoda y no tenía horarios. Los miércoles él se tomaba unas horas para jugar al golf y yo lo acompañaba. Pero volvía a las cinco de la tarde, se ponía la corbata y volvía al ruedo. Yo estudié en el Michel Ham, pero después me fui a Londres. Y allá, más allá del idioma, me perfeccioné en decoración, cocina y periodismo. Aunque en los salones se hablaba francés, la vida era en inglés.
-¿Qué extrañás de esas épocas?
-Nada. Creo que, a pesar de todo, el mundo va evolucionando. Todo lo que se avanzó con la conquista de derechos, los gays e incluso acá el tema del aborto, cosa que cuesta entender en los Estados Unidos. Igual yo soy más Trump que Biden. Me entristece mucho que aún existan guerras; en eso sí que no hubo avance. Mi madre trabajaba con los heridos de guerra, junto con la reina Federica de Grecia. Es muy importante sentir orgullo por nuestros antepasados. Y, afortunadamente, es mi caso.