Una muestra inmersiva en el Atelier des Lumières refleja cómo París y Nueva York representaron etapas cruciales en la carrera del artista ruso
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No quiso cobrar honorarios por el encargo que le había hecho André Malraux, entonces ministro de Asuntos Culturales de Francia. Marc Chagall cumplió 77 años mientras lo estaba haciendo, en julio de 1964, y lo presentó al público dos meses después: el conjunto de doce pinturas que rodeaban una pieza circular central cubría 240 metros cuadrados del techo de la Ópera Garnier, con un homenaje a catorce compositores de ópera y música lírica.
Tal como puede verse en detalle en Google Arts & Culture, se recrean allí por ejemplo escenas de Fidelio, ópera de Ludwig van Beethoven, y de La flauta mágica, de Wolfgang Amadeus Mozart. Al año siguiente, el artista nacido en Bielorrusia comenzaría a diseñar la escenografía y el vestuario de esta última para su representación en la Ópera Metropolitana de Nueva York, en cuyo lobby inauguró en 1966 dos murales de gran escala.
Con aquellas producciones monumentales demostró una vez más su capacidad de cruzar todo tipo de fronteras, tal como lo hizo al instalarse por primera vez en París en 1911. En su taller de La Ruche (“La colmena”) en Montparnasse, barrio que funcionaba como un “laboratorio multidisciplinario”, no sólo frecuentó a pintores como Pablo Picasso, Juan Gris y Amedeo Modigliani, sino también a escultores, poetas y directores de teatro. Más tarde se uniría a las vanguardias rusas en Vitebsk, su ciudad natal, donde quedó varado durante años por la Primera Guerra Mundial.
Receptivo a las influencias del fauvismo, el cubismo y el futurismo, desarrolló sin embargo un estilo muy personal que abarcaría además esculturas, cerámica, vitrales, mosaicos, ilustraciones y collages, con temas que van desde personajes de circo y fábulas hasta episodios bíblicos. Todo ese recorrido sigue la muestra inmersiva Chagall: París-Nueva York en el Atelier des Lumières, en la capital francesa. Reproducciones de sus obras se proyectan allí al ritmo de música clásica, klezmer y jazz, como reflejo de su amplio universo cultural.
“París y Nueva York, las capitales emblemáticas del arte moderno, representan dos etapas cruciales en la larga carrera del artista -recuerdan los organizadores-. París fue su ciudad elegida, y gracias a los movimientos de vanguardia de la década de 1910, proporcionó al joven pintor ruso un acervo de obra experimental, que enriqueció con sus propias referencias culturales. Nueva York fue principalmente un lugar de exilio durante la década de 1940 y, sin embargo, dio un nuevo impulso a su creatividad”.