Macaya, la antítesis del charlatán
Lo que sobran hoy son opinadores. La televisión deportiva en la Argentina está llena de voces convencidas de que tienen la última palabra sobre lo que pasa en el fútbol. El panelismo inunda hoy la pantalla dedicada durante las 24 horas a hablar sobre el deporte más popular. En el mejor de los casos, la discusión se abre o se cierra (si es que se cierra alguna vez) con alguna mirada o comentario socarrón. En el peor, los que opinan directamente no escuchan al de al lado. Todos hablan al mismo tiempo y, si llegara a quedar activa una regla, el que pega el grito más sonoro se impone.
No debería extrañarnos que en esa feria de vanidades cada vez más poblada, donde siempre se lleva una victoria vana y fugaz el que saca chapa de charlatán, de bocón o de agitador, no aparezca nunca la imagen de Enrique Macaya Márquez. Tampoco nos sorprenderá la certeza de que con el tiempo la mayoría de los nombres propios de esas discusiones entrarán en el túnel de un rápido olvido mientras la memoria nos trae de vuelta, una y otra vez, el valor siempre vigente del punto de vista de Macaya.
Es posible que esa opinión haya dejado de tenerse en cuenta porque Macaya respalda desde siempre su análisis en un atributo que el panelismo deportivo eligió dejar de lado: la serenidad. Hasta en los momentos de mayor euforia, la observación del juego en boca de Macaya ha mantenido la lucidez y la capacidad de análisis. También la rara virtud de saber encontrar ese punto en el que la inspiración y el estado de ánimo se mezclan con la rigurosa explicación de planteos, tácticas y estrategias.
No hay momento del juego, ni siquiera alrededor de la exaltación patriótica que envuelve algún éxito de nuestro seleccionado en los Mundiales, en el que dejamos de prestar atención al momento en que Macaya encuentra y explica las razones que llevaron a un equipo a conquistar un gol, a evitarlo en el arco propio o, en definitiva, a imponerse sobre el adversario de turno a lo largo de 90 minutos. Lo logró superando en el tiempo toda clase de modas, estilos y maneras de entender las transmisiones del fútbol por TV.
Ya no es posible apreciarlo, porque el documental dejó de estar en Netflix, pero cuando esa plataforma sumó a su catálogo la producción especial de los 20 años de Fútbol de Primera, esa idea de permanencia frente al cambio quedó más que nunca a la vista. El señorial Macaya que presentaba el programa en sus albores desde una especie de living no era distinto al Macaya un poco más relajado y descontracturado de la década del 90 y un poco más allá, rodeado de escenas propias de un videoclip, efectos visuales y una banda sonora llena de instrumentos de percusión. También allí el estrépito siempre se frenaba para escucharlo.
Algunos todavía le cuestionan el empleo de cierta deliberada verborragia para eludir supuestas definiciones alrededor de jugadas dudosas, de esas que definen siempre los partidos decisivos. Se olvidan de una cosa. El fútbol, como dijo sabiamente Dante Panzeri, es la dinámica de lo impensado. Nadie podría a ciencia cierta atribuirse la propiedad absoluta de la verdad. Siempre quedará un espacio para lo inefable y lo inesperado, que también es lo imperfecto. Y en todo caso, lo único que no admite discusiones y una toma de posición contundente es lo que Macaya siempre defendió: el fútbol bien jugado, sin artimañas, malas artes, violencia o conductas antideportivas. Solo allí no se transige.
Finalmente, sin Macaya hubiese sido imposible alumbrar una nueva generación de lúcidos comentaristas que reconocen, aun sin decirlo, el buen decir, la precisión analítica y el poder de observación de quien los precedió y señaló el camino. Juan Pablo Varsky, Fernando Pacini y Diego Latorre son legítimos herederos de la sana costumbre que impuso sin estridencias Enrique Macaya Márquez. Aprendieron de él a no querer hacerse propietarios de la última palabra. Sí de la más precisa, la más certera, la más agradable de escuchar.