Lucio Vidal: “Ya no me siento un bailarín”
Pasó por algunas de las mejores compañías del mundo, pero se cansó de las estructuras y amplió los horizontes para romper con los estereotipos; en constante metamorfosis, ahora su búsqueda combina danza con moda
- 11 minutos de lectura'
Animarse a ser quien uno es, sin máscaras, requiere de honestidad. Y romper con las convenciones, un acto de audacia. Aunque el marco de la caja sea más seguro, cómodo y fácil, a veces se impone la necesidad de romper, sin más, y salirse del cuadro. Lucio Vidal, argentino, 38 años, residente en Berlín, un día se escuchó pidiéndole insistentemente a los demás la respuesta que estaba en él. Y cuando lo advirtió fue un detonante.
Había pasado la mitad de su vida bailando en las mejores compañías: en Buenos Aires, con el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín hasta que en 2008 se fue a San Pablo, Brasil. Ya en Europa, dos años más tarde, primero integró en Madrid la CND a las órdenes del genial Nacho Duato y, unas temporadas después, cuando el reconocido director –uno de los coreógrafos europeos más reputados del cambio de siglo– dio un portazo y se mudó a Alemania para conducir el elenco de la Ópera de Berlín, allí llegaba también uno de sus bailarines favoritos, este rubio extraordinario. La estructura del Staatsballett le dio muchos meses de tranquilidad en la quietud de la pandemia –un lujo, en cierto sentido, él lo sabe– y también le dio tiempo para reflexionar. A la vuelta, ya desilusionado con ciertas formas de trabajo más exprés que impone esta era, se oyó decir ojalá viniera alguien que me hiciera… alguien que me diera… alguien.
“Ese alguien era yo”.
Una cortina de pelo lacio, amarillo brillante, le cae a la mitad de su espalda escultural cuando gira en la pantalla de la videollamada, como buscando algo detrás suyo. De pronto, es lógico notar que casi no hay diferencias entre este y aquel joven blanquísimo de Parque Patricios, prácticamente rapado y con barba crecida, que antes de subirse por última vez en un escenario de su ciudad, de visita para una gala en 2016, decía: “Cada vez que siento un límite cuando quiero seguir explorando dejo todo para empezar de nuevo, sin miedo a arrancar de cero”. Trabajar con Mats Ek y Ana Laguna en España –ya en los tiempos de José Martínez, hoy flamante líder del Ballet de la Ópera de París– puede que hayan sido de los mejores años de su carrera, pero ni siquiera pertenecer a un elenco central, prestigioso y pleno de talento le aseguraba ahora una propuesta interesante. Camaleónico en su apariencia, sus ideas sin embargo son las mismas desde muy chico.
Ciudad de otro planeta, desprejuiciada y atractiva, cuando el verano encendió otra vez a la Berlín de las raves y la vida para afuera, Lucio ya estaba al margen de las instituciones. Lo convocaron para hacer una performance en un castillo y con cien metros de tul rosado pálido creó una falda soñada, de la cintura a los pies descalzos, revestida de volados. Y voló. Inesperadamente ese vestido hecho con sus manos se convirtió en un medio: hizo una sesión de fotos con su amigo Marco Gorgoroso (un “uruguayo que vivió en la Argentina, después se fue a Bolivia, y luego vino a Berlín”), que ahora comparte como una declaración de principios. “Este proyecto nació de la necesidad de reflejar un cambio personal y profesional. Reflexionando sobre los estereotipos, combina distintos campos artísticos, como la danza y la moda”, dice.
-Te fuiste del Ballet de la Ópera de Berlín a la vuelta de la pandemia, ¿fue ese tiempo, proclive a pensar en profundidad, lo que te llevó a hacer un cambio drástico?
-Me fui hace poco más de un año, pero ya antes de la pandemia no estaba contento. Creo que fue mucho tiempo de estar bailando siempre en compañías, de haber pasado por un montón de experiencias increíbles, con gente que realmente me ha movilizado. Después, fui teniendo la expectativa tan alta respecto de lo que esperaba de trabajar con un coreógrafo, que cuando sentí que empezaban a hacer por hacer, me dije: “Y yo, ¿qué estoy haciendo?” No me gustaba esa voz interna.
-Quisiste salir de ahí como una declaración de honestidad.
-Totalmente. Porque nunca me había sentido así y cuando eso empezó a agrandarse más, más y más, entonces todo me costaba: me costaba ir al estudio, me costaba creer. Estaba siempre soñando con que ojalá viniera alguien que me hiciera hacer esto, alguien que me diera… y escuchándome me di cuenta de que esa persona soy yo. Me costó romper con 17 años de trabajar bajo una estructura. “Yo no sé ser free lance a esta edad”, pensaba. Al final pude tomar la decisión. Acá, en Alemania, tenés el paro, te pagan el 70 por ciento de tu salario, y eso es genial porque estás respaldado por un año, y en ese tiempo comencé a invertir en cosas personales; empecé a coser, me compré una máquina y me puse a crear vestuarios. Esa falda de las fotos fue lo primero que hice.
-Tiene una cruza entre el glamour de un atuendo principesco y una bata de cola española.
-Son cien metros de tela, ¡pesa un montón! Fue como crear empezando por lo que voy a usar. Otro camino. La falda es un cinturón que uso de cualquier forma, porque está abierta. Surgió cuando me bookearon para que hiciera una performance en un festival de música electrónica y yoga en un castillo en Leipzig –propiedad de un grupo de personas que está metido en el bitcoin, lo compraron con moneda digital y lo usan para eventos–. Fue el castillo lo que me hizo pensar en el tul, pero no quería hacer una pantomima, sino algo personal.
-Y luego usás esa falda para esta campaña en la que mostrás que vas a romper con lo anterior. ¿Por qué la deliberada necesidad de expresarlo y no simplemente hacer tu cambio?
-Porque es algo que en realidad hice toda mi vida: siempre estuve luchando contra los estereotipos, desde el jardín de infantes. Por ejemplo, a mí me atraían muchísimo las prendas femeninas, sobre todo los zapatos de taco, eran para mí una obsesión, pero te estoy hablando del jardín de infantes. Tengo recuerdos como si fuese ayer, con la maestra diciendo que eso es de nena, que no se juega con eso. Entonces fui y me los robé: esperé a que ella contara el cuento de la tarde, y cuando todo el mundo dormía –yo no dormía la siesta–, me los llevé. ¿Por qué no los puedo usar si me quedan tan bien, si me siento tan bien?
-¿Eran los zapatos de el rincón de la casita, ese espacio en el jardín de infantes para el juego libre?
-Tal cual, en el baúl de la casita. ¡Qué fuerte!
-Cuando hablás de estereotipos, ¿te referís a los relacionados con la sexualidad?
-No, justamente no. Nunca hubo ninguna connotación sexual. A partir de esta anécdota que te cuento me hicieron un seguimiento psicológico en la escuela por estar “enfermo”, por tendencia homosexual, que yo ni sabía lo que era; suponía que tenía que ver con que me gustaban cosas para chicas. ¿Algo sexual? No se me cruzó nunca por la cabeza hasta la secundaria.
-¿Y tus padres qué suponían?
-Tuve conversaciones después con ellos y me dijeron que era la escuela la que quería que hablara con una psicopedagoga. Y yo no le hablaba, me quedaba sentado, mirándola. Siempre estuve seguro: acá los enfermos son ustedes, pensaba. Crecí sin un cómplice al lado, porque tenía amiguitas, pero cuando se burlaban de mí ellas se iban, entonces estaba como solo. Y no digo esto desde un lugar de víctima, porque todo me hace la persona que soy. No quiero que a nadie le pase algo así. Me hice tan fuerte que nadie me va a herir por esas estupideces.
-Antes no le decíamos así, pero hoy a eso lo llamamos bullying.
-Totalmente. Me acuerdo de una maestra que amo en la Argentina, Sonia Von Potobsky: cuando llegué a mi primera clase de ballet a la Fundación Julio Bocca, con 17 años, medias de red, tres piercings y el pelo rojo, ella me dio un mensaje genial: “En el estudio vos tenés que ser un papel en blanco, tenés que dejar todas tus cosas afuera y mostrarte –no quiero decir limpio–… sin bagajes”. A partir de ahí empecé a despojarme. Trabajando en compañías, tenés que tener más o menos el pelo de una forma, con o sin barba, y de eso también depende qué papeles podés hacer. A mí me limitaba muchísimo y al mismo tiempo me resultaba muy sencillo: cuando me rapé y me empecé a dejar la barba, me ponían en todas las obras, era hot, esa masculinidad me permitía encajar en cualquier lugar. Estuve así los últimos años en España y los primeros acá, en Berlín, hasta que empecé a replanteármelo. No me arrepiento, porque me siento como un camaleón, me encanta ir cambiando constantemente, pero es como si le hubiera dado la espalda a algo por lo que luché desde el jardín de infantes. Ese es un poco el sabor amargo, haber sentido qué fácil es todo siendo el hombre masculino.
-Hay una tensión en lo que decís: si hubieras seguido encontrando a esos coreógrafos tan estimulantes tal vez no habrías reaccionado igual.
-Yo no me quiero adaptar más, las cosas se tienen que adaptar a mí, y en las compañías vos te adaptás. “Ay no, sos muy clásico. Ay no, sos muy contemporáneo”. Soy quien soy y voy a ir y lo voy a hacer así en el escenario. Este es mi estilo.
-En un texto que acompaña las fotografías expresás que no te interesan las etiquetas. ¿Hablás de rótulos de género o cualquier forma de encasillamiento?
-Y también de género, ahora con todo esto del non-binary… Crecí sufriendo tanto esto de “el maricón”, “el trolo”, el “no sé qué”, en la Argentina de los años 90, que era terrible. Soy todo eso; acepto esas palabras, ya no me hieren. Pero no necesito ponerme ninguna etiqueta, soy todas las etiquetas y más.
-¿Ya no querés bailar?
-Estoy creando cosas para mí, haciendo performances; no estoy interesado en audicionar ni voy en la búsqueda de trabajar con tal o cual persona. No es mi camino para nada, pero si algo viene a mí… Ya no me siento un bailarín, soy muchas otras cosas.
-¿Qué sos?
-Un artista multidisciplinario. No estoy en ninguna etiqueta, tampoco soy una drag queen.
-Claro, pero quien solo te conoce por Instagram, con tu look tipo Kinky Boots y en un ámbito ligado con la noche, podría pensar que sos una drag queen.
-Me encanta el drag, me gusta verlo, lo aprecio, pero nunca me sentí identificado. A los 17 años empecé a hacer un poco de drag, y lo dejé. Mi hermano, también: salíamos los dos por Buenos Aires. No me gustó lo que genera, crea una identidad de otra persona, con otro nombre y tenés que sostener ese personaje. Yo siempre seguí siendo yo. Decido vestirme así y no necesito maquillaje ni hacer un personaje, me pongo los tacos y me voy al supermercado.
-Es la revancha contra la maestra jardinera.
-[risas] Sí, y voy a volver al baúl de la casita…
-¿Cómo es hoy entonces tu trabajo en la performance?
-Trabajo mucho con una amiga que es músico.
-¿Un amigo que es músico o una amiga que es música?
-Como quieras.
-¿Qué hacen con tu amiga músico?
-Mikey es de Australia. Él pincha, pero odia la figura del DJ que aprieta botones y pone música de otros, ese estereotipo. Empezamos a hacer un formato que llamamos DJformance, una improvisación utilizando el espacio y las limitaciones del lugar, un cuarto muy chico. Gracias a esos videos nos salen trabajos para mostrar lo que mejor hacemos: Mikey es músico, canta, y yo meto el teatro, mis solos, coreografías.
-Vi unas perfomances de pole dance.
-Eso fue en el Soho House, el fin de semana del Pride: contrataron a un montón de artistas queer. Tuve que improvisar con tacos de 23 centímetros, alrededor de unas piscinas con agua.
-Ya habías hecho campañas de moda, fotos para Vogue. En otra de las series de ahora, llevás unas calzas que parece salidas de El jardín de las delicias, de El Bosco. ¿Qué sigue?
-¡Es El jardín de las delicias! Ya hice como siete vestidos distintos. Ahora estoy trabajando en un solo con una pieza de Mozart, que me gustaría intervenir con otros sonidos, y con un tutú. Tengo que sentarme a escribir más sobre el concepto. Siempre es romper con los estereotipos.