Louise Nevelson. Gran artista también de la apariencia
Pocas figuras habrán sido tan emblemáticas como Louise Nevelson, (1899-1988) del combate de las mujeres por arrancar del territorio de los privilegios masculinos el espacio propio que en cuanto artistas les pertenecía naturalmente. Nacida Leah Berliawsky en la Rusia zarista, emigró con su familia a Estados Unidos a sus 5 años, edad a la cual esculpía en jabones. Pero entre los 30 y 40 años alcanzó la autonomía necesaria para crecer en su rol creativo, tras una secuencia consabida –matrimonio burgués, un hijo único, estudios tardíos, el divorcio– seguida de décadas de lucha y de considerables dificultades materiales para obtener el reconocimiento crítico y financiero que merecía y que, como mujer, se le escatimaba.
Si el modo de relato visual que imaginó Louise Nevelson (tal como su ocupación drástica del espacio con ensamblajes de piezas de madera, pintadas en monocromías oscuras, que absorben la luz, detienen el tiempo y disparan el desconcierto) tardó en imponerse como expresión máxima de la sensibilidad del siglo XX, hoy es, en la sociedad mediatizada, uno de los símbolos más reconocibles del arte contemporáneo. Su imagen personal, ya en su edad madura, imponente, diferente a todas, es señal notoria de la fuerza, vitalidad y soltura con las que las mujeres del siglo pasado coparon la parada, as it were.
Fue artista también por las formas que dio a su apariencia: sus looks resultaban no menos sorprendentes que sus obras. Los componía según el mismo principio: la asociación aventurosa – determinada por el gusto de lo insólito– de fragmentos dispares mantenidos en un raro equilibrio por la presencia categórica y el chic innato de su autora y portadora. “Cada vez que me visto creo una imagen, una imagen viviente, para mí,” dijo alguna vez.
Había heredado de su madre, Minna, el gusto de la práctica del buen vestir y del ornamento, entendida como placer estético pero también como coraza social –para la madre, contra el antisemitismo de la Nueva Inglaterra en la que se había instalado la familia; para la hija, contra la misoginia extrema de la Nueva York artista de los 30, 40 y 50.
Louise Nevelson se permitió audacias indumentarias que ni siquiera las stars, o sus estilistas, osaban. Su accesorio más espectacular eran las triple pestañas de visón, asociadas al firme trazo de kohl que sumaba glamour a su mirada. La cabeza era un punto central en la estrategia de seducción de Louise. En su juventud los numerosos y suntuosos sombreros que se hacía ofrendar por sus admiradores le habían valido el sobrenombre de The Hat. Más tarde, adoptó escuetos pañuelos campesinos a la par de abrigos de piel, con bijoux escénicos o étnicos y acompañó sus vestidos o chaquetas de noche, de Arnold Scaasi, couturier de Manhattan, con inesperados sombreros tejanos o cascos de jockey de terciopelo.
Una dicharachera biografía de 1990 enumera, en tono crítico, sus atuendos: una túnica ceremonial africana toda flecos y plumas, una chaqueta de piel de serpiente púrpura con cuello, puños y forro de visón sobre un mono obrero de denim, o una falda de lamé dorado bajo los cuadros de una camisa de leñador. Con todo ello llevaba las joyas que creaba a mano, a partir de piezas halladas –decía ser the first recycler– pintadas de negro, con toques de oro, bronce o plata. Oscar Wilde escribió que uno debería ser una obra de arte o llevar una obra de arte. Única, Louise Nevelson cumplió con ambas opciones.