Lenny Bruce, el irreverente cómico de “The Marvelous Mrs. Maisel” que existió de verdad
Cuando el stand-up era todavía un pasatiempo, el cómico estadounidense puso en jaque las convenciones sociales, se presentó en el Carnegie Hall, fue detenido, juzgado y hoy es reconocido como uno de los mejores
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Lenny Bruce era un animal. El día en que dejó de salir a la calle vestido de cura, en el estado de Florida, donde interceptaba transeúntes con una alcancía de la Brother Mathias Foundation y pedía donaciones para “los pobres leprosos de la Guayana Británica”, fue exactamente el mismo en que Honey, su esposa, la stripper pelirroja de Arkansas de quien se había enamorado a primera vista, tuvo un accidente tan grave que se le partió el cráneo y no volvió a dar un paso en los cuatro meses que siguieron. Ahí sí dijo basta. Fue la señal divina que él, Leonard Schneider, un judío neoyorquino de 26 años que intentaba ganarse la vida como podía entre esas esporádicas noches en las que divertía a la audiencia de algún club nocturno mediocre, jamás había esperado recibir.
Unos días antes, la policía lo había interceptado y arrestado en medio de una turba de señoras indignadas –”¡No vamos a dejar que lo lleven, padre! Son el ejército de Satán”–, tipos a puñetazo limpio contra la patrulla y perros del barrio enardecidos. “¿Por qué me hacen esto frente a los feligreses?”, fue lo único que les dijo Lenny, fiel solo a su personaje. Y así como entró a la comisaría, salió. Y siguió con la farsa.
Dos semanas se había pasado merodeando una parroquia para estudiar de cerca todo –los gestos, los horarios, las rutinas– sobre los hombres de fe. En su investigación de campo, él, que ni heladera tenía en el departamento de recién casados que ocupaba con Honey, se fascinó con unas cuantas ventajas de la vida eclesiástica: los sacerdotes no pagaban impuestos, todos les ofrecían ayuda, no libraban contra ellos multas de tránsito, nadie parecía negarles un favor o, como mínimo, un gesto tibio de cortesía. La cuestión le recordó sus años en la Marina, cuando el uniforme era garantía de aceptación espontánea. Ni dudó la mañana en que entró en el claustro disfrazado de empleado de tintorería y se llevó 12 cuellos clericales de la habitación de un tal ‘monseñor Martin’. “Un cura pidiendo dinero para gente enferma. Imbatible”, pensó, y apuntó a una zona exclusiva de Miami Beach. En los primeros dos días recaudó 5300 dólares, en cheques y efectivo. Era 1951. Diez años después, mientras sobre Nueva York caía una nevada memorable, subió al escenario del Carnegie Hall a medianoche e hizo reír a 2800 personas.
La primera vez que Leonard Schneider fue Lenny Bruce era 1947; fue en un club de Brooklyn, a cambio de 10 dólares y un plato de fideos. “Cuando volví de la guerra nadie me dio un abrazo”, decía al tomar el micrófono en esas tempranas rutinas de stand-up. La mayoría lo consideraba un chiste. No lo era. Tampoco era broma todo lo que seguía, el cuento de la ‘Lady Macbeth náutica’, como le gustaba llamar al episodio que había montado para zafar de la Marina, a los 19. Ocurrió tres años después de haberse alistado como voluntario, cuando el maestro de armas a bordo lo encontró divirtiendo a la tripulación vestido de mujer y lo derivó de urgencia al departamento de psiquiatría del Newport Naval Hospital. “Joven, ¿a usted le gusta usar prendas femeninas? “, le preguntaron ahí los especialistas. “En ocasiones”, les contestó. “¿En qué ocasiones?”. “Cuando me quedan bien”. Cuatro médicos le firmaron la baja deshonrosa en abril de 1945, que él apeló por no haber infringido ninguna regla naval y logró corregir a ‘honorable’.
Pero hasta esa noche de los fideos en Brooklyn, Lenny era Leonard, o Schneider, el hijo único de un vendedor de zapatos ausente y una bailarina tan simpática como caótica; un chico que había crecido solo entre un embrollo de corpiños con lentejuelas descosidas y aros que no combinaban, había huido de casa, trabajado en una granja en Long Island y pensaba que no tenía lo necesario para hacer humor. Recién cuando ganó el Arthur Godfrey’s Talent Scouts, un concurso de televisión para artistas amateur, y llovieron invitaciones para girar por clubes de comedia de todo el país, se convenció de lo contrario. También entendió que ‘algo de talento tendría’ cuando el billete de 10 se multiplicó a 450 dólares por semana, un premio incluso más tranquilizador.
En esa época la conoció. Entró en el Hanson’s, un restaurante de Baltimore donde comía la gente del showbiz, y se encandiló con una pelirroja de uñas largas, melena kilométrica y piel tan blanca que traslucía la red de venas azuladas tejida por debajo. Los presentó el actor Tommy Moe Raft, un amigo en común: “Ella es Harriet Lowe”. Harriet tenía 24 años y no era ‘Harriet’ sino ‘Hot Honey Harlowe’, una stripper de cuerpo exuberante y mirada inocente –la combinación perfecta ‘entre una Madonna y una prostituta de 500 dólares la noche’, pensó Lenny–, que fue desde ese día la mujer con la que más se rio en su vida y la única con la que se animó a dormir hasta la mañana siguiente. Se casaron en la primavera de 1951; la chica siempre había soñado con eso de ser una novia de junio, a June bride; él solo quería consentirla.
La vida de a dos en la ruta tenía sus dificultades. Honey dejó de desnudarse sobre los escenarios y Lenny se bajó del circuito de clubes para echar raíces. En Miami, consiguió un trabajo nocturno como presentador en un bar de burlesque. De día era jardinero –'Corto su césped por 6 dólares’, decía el aviso que publicaba en el diario local–. Pero las cuotas del auto y el alquiler del departamento mínimo que ocupaban los dejaba con un presupuesto diario de 15 centavos. Había que apelar al ingenio, algo que al hombre de la casa no le faltaba. Así sacó a relucir la alcancía de la Brother Mathias Foundation, hasta que los chocó ese auto y Honey quedó postrada durante meses.
Con la indemnización por el accidente decidieron darse un gusto: compraron un Cadillac negro deslumbrante y se fueron a California para dejar todo atrás. Él necesitaba un reencuentro con su padre, que se había mudado al Estado dorado hacía tiempo; ella pensaba triunfar en Hollywood.
Nada funcionó. Pero, cómo se divirtieron en ese éxodo de este a oeste. Lenny escribía sin respiro de la cotidianidad en los moteles: la comida barata, las manchas de dudosa procedencia en los colchones, los merodeadores nocturnos de las máquinas de hielo. Además, había rutinas de humor privadas: ‘Basta, ninfómana, te lo suplico; ¡no puedo más!’, le imploraba de rodillas a su esposa cuando se cruzaban con otros huéspedes en algún pasillo. Después entraban a su habitación y se partían de risa.
En California, se instalaron en el Valle de San Fernando. Compraron ollas, vajilla, sábanas, plantas, e intentaron hacer un hogar en ese suburbio domesticado de Los Ángeles. En 1955 tuvieron una hija, Kitty. Pero no había manera. La plata siempre escaseaba y el mejor momento de la pareja ya había pasado; eran dos inadaptados jugando a la casita, arrastrándose de un desastre a otro. Honey volvió al burlesque a la noche, y cayó presa por una escena confusa con algo que ya formaba parte de la rutina marital hacía tiempo: la metanfetamina. “Una muleta –decía Lenny–, para la gente que puede vivir mejor con drogas que sin ellas”.
En el sobre había 150 páginas. Los ejecutivos de 20th Century Fox hicieron silencio. Un guionista promedio entregaba entre 15 y 20 por mes; a eso estaban acostumbrados. Pero Lenny llegó ese lunes por la mañana, después de solo un fin de semana de trabajo, y les tiró en la mesa el resultado de 10 escritores, o de uno durante casi todo un año ‘promedio’. Entró en el equipo de inmediato; guionista de día, comediante de noche, adicto a las mujeres y al jazz y a las anfetaminas recetadas las 24 horas. “Doctor, sufro de narcolepsia”.
Honey estaba de vuelta en la cárcel, Kitty vivía con la abuela y Lenny Bruce se volvió un gimnasta de las palabras. Entendió que podía escribir de todo –los tabúes sexuales, la brutalidad policial, los negros, los judíos, los blancos, la marihuana, los políticos, el Vaticano–, y después denunciar las injusticias en su acto, como un vengador beatnik de traje y corbata. “¿Gonorrea? ¿Cómo te contagiaste? Y… ¡Pintando un auto! Qué carajo importa. Lo que importa es que hablemos de una buena vez de cómo terminar con estas enfermedades, sin que hablarlo nos convierta en las peores personas de la industria”.
En el Pequeño Lenny Bestial No-Ilustrado la definición de ‘corrección política’ no aparecía: “¿Qué es eso de ‘la prostitución’? Si dijera que estoy buscando a alguien que ‘se prostituya’ por 100 dólares, van a pensar que quiero una cita con un escritor. Lo único que puede prostituirse es el arte; en la calle hay putas”.
Hedy Lamarr, Ernie Kovacs, Faye Dunaway, Hugh Hefner. Entre la oscuridad, en las mesas de los clubes donde actuaba había cada vez más estrellas. Y hablaban de él. Los medios también encontraron en el humorista irreverente un señuelo; el tipo lograba vender ejemplares y así llegó al Carnegie Hall. En 1959, la revista Time lo llamó “el más enfermo de todos”. Ese mismo año, Playboy publicó un perfil que fue un hito. La “mala publicidad” en aquellas páginas lo rescataron del naufragio en el under y lo sacaron a la superficie.
“¿Cómo es posible, señor juez? Me arrestan por decir lo que la gente paga por escuchar”. Palabras como herramientas, palabras como armas. Lenny pensaba que lo que hacía no tenía nada de malo. Sus problemas legales constantes eran una paradoja, un chiste barato; le estaban jugando a él una broma, a un tipo común que lo único que hacía era atacar al establishment, desde la tierra de la libertad de expresión.
Dos agentes encubiertos llegaron una noche de abril del 64 al Café Au Go Go, del Greenwich Village, y se lo llevaron por cargos de obscenidad: “Cocksucker”, había dicho. El juicio fue un escándalo al que se subieron todos los medios y la comunidad intelectual neoyorquina. El poeta Allen Ginsberg formó el Comité de Emergencia contra el Acoso a Lenny Bruce. “Así lo consideremos un portavoz moral o simplemente un hombre del espectáculo, creemos que se le debe permitir actuar sin censura ni acoso de ningún tipo”, redactó. Al pie del documento figuraba algunos nombres de estrellas de Hollywood, artistas e intelectuales: Paul Newman, Elizabeth Taylor, Richard Burton, Norman Mailer, Henry Miller, Susan Sontag, Bob Dylan, George Plimpton, Gore Vidal, Woody Allen. En Destellos de belleza –libro editado recientemente en Argentina por Caja Negra–, el cineasta lituano Jonas Mekas recuerda vívidamente la agitación de ese proceso: “la violación que el sistema judicial cometió sobre él”, escribió.
Un panel de tres jueces lo encontró culpable y lo sentenció a cuatro meses de prisión. Después de la condena, los clubes de todo el país lo incluyeron en sus listas negras. Nadie quería tener problemas, y Lenny era uno enorme.
El 3 de agosto de 1966, la policía de Hollywood lo encontró en el piso de su baño, con los pantalones enroscados a la altura de los tobillos y la aguja en el brazo. Tenía 40, una casa inmensa con una pileta sin agua, y sus últimos años habían sido tristes; el máximo clisé.
En 2003, Kitty Bruce (vive en Pensilvania), consiguió que el estado de Nueva York le concediera a su padre el indulto póstumo, como una declaración de defensa a la Primera Enmienda. Dos años después, Honey murió a los 78.
Lenny, considerado hoy uno de los mejores humoristas de la historia, anticipó todo. En su autobiografía, How to Talk Dirty and Influence People [Cómo decir vulgaridades e influenciar a la gente], que editó meses antes de morir, escribió que sería cada vez más difícil hacer humor. “En 50 años, ‘café’ va a ser una mala palabra”.