Lee Miller. El espíritu libre rodeado de tragedias que cautivó a Man Ray y terminó siendo “un caso perdido”
Modelo, fotógrafa de moda, corresponsal de guerra y amante del artista ícono del dadaísmo, su vida y la relación entre ambos son celebradas en dos muestras
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Dicen que poseía “un efecto embriagador en sus amantes”. Y Man Ray, con quien colaboró creativamente y junto al que vivió por tres años, lo supo bien. Alta, rubia, despampanante, Lee Miller, “el espíritu libre estadounidense en el cuerpo de una diosa griega”, como la describió una biógrafa, fue mucho más que una chica bonita.
Poco convencional y atrevida, trabajó como modelo, fotógrafa de modas, fotoperiodista de la Segunda Guerra Mundial y, en sus últimos años, se convirtió en una cocinera gourmet. En París, no solo inspiró los trabajos más significativos de Man Ray, sino que se codeó con otros surrealistas, como Dora Maar, Leonora Carrington, Paul Eluard, Max Ernst, Joan Miró y Picasso, y los retrató.
“Lee Miller fue una artista con un alto grado de ambición y la valentía para lograr muchas cosas, a pesar de cualquier resistencia que encontrara”, le dice a LA NACION revista William Jeffett, responsable de Exhibiciones Especiales del Museo Dalí, de San Petersburgo, Florida (EE.UU.), donde se presenta The Woman Who Broke Boundaries: Photographer Lee Miller (La mujer que rompió fronteras), hasta enero de 2022. “Hoy, su importancia es mayor que en los años 70, cuando era aplaudida por lo que había hecho como modelo (y su fama de bella), su amistad con artistas de primer nivel y sus llamativas fotos de guerra. Conocemos más el alcance de su trabajo fotográfico, por los archivos que dejó y, desde los 80, ese trabajo ha estado cada vez más disponible y ha contribuido a su reputación como una fotógrafa importante”, agrega.
Nacida en Poughkeepsie, Nueva York, en 1907, Elizabeth Lee Miller tuvo una vida fascinante, atravesada por algunos episodios trágicos. Creció como la hija del medio de un ingeniero aficionado a la fotografía y una enfermera, que inculcaron en ella y sus hermanos, Erik y John, una pasión por la aventura.
Las inclinaciones artísticas de Lee, una “estudiante ociosa y rebelde” a la que expulsaron de diferentes colegios, la llevaron a estudiar dibujo y pintura en el Art Student’s League. También tomó un curso breve de iluminación y diseño teatral, en París. Fue amor a primera vista –apenas le dio un vistazo a la ciudad, se dijo: “Esto es mío, es mi hogar”–. No ocurrió lo mismo con el teatro.
En 1927, en una calle de Manhattan, casi la arrolló un auto. Le salvó la vida un transeúnte: nada menos que Condé Nast, propietario de Vogue, que andaba buscando una chica para su revista. Miller le pareció perfecta. Debutó en portada con una ilustración de Georges Lepape. Luego vinieron muchas sesiones de fotos con Edward Steichen.
Su carrera de supermodelo se interrumpió tras posar para una campaña de las toallitas desechables Kotex. Se trataba de un tema tabú y en Vogue la despidieron. Ella no lo lamentó, en realidad, quería estar del otro lado de la cámara. Steichen la estimuló: le dijo que volviera París, a formarse con Man Ray, que ya gozaba de reconocimiento.
Man Ray, el hijo mayor de inmigrantes judíos venidos de Rusia, era también pintor, escultor, hacedor de objetos y director cinematográfico. Había nacido en Filadelfia, en 1890, como Emmanuel Radnitzky, y pasó la mayor parte de su infancia en Brooklyn. En casa lo llamaban Manny, pero él prefirió en 1912 adoptar el que sería su seudónimo. Entonces comenzó a pintar y frecuentaba la Galería 291, de Alfred Stieglitz.
Luego de rechazar una beca para cursar arquitectura, estudió pintura en el Ferrer Center de Nueva York. Y, en 1921, arribó a París, donde, junto con su compinche Marcel Duchamp, sería uno de los fundadores del dadaísmo y, luego, un representante del surrealismo. Asimismo, se convertiría en uno de los fotógrafos más relevantes de su época.
Le gustaba empujar los límites de todo y experimentar con técnicas, como las rayografías, la solarización –o redescubrimiento del “efecto Sabattier”, muy popular en el siglo XIX, que Miller y él adoptaron para crear impresiones a través de una segunda exposición breve, que daba un aura al retratado– y el fotomontaje. “Mirado desde el siglo XXI, el trabajo de Man Ray resulta excitante, relevante, fresco y vital. Estaba tan adelantado a su tiempo, que el público actual sigue poniéndose al día y disfrutando de sus fotografías vanguardistas, a menudo, por razones diferentes a las de generaciones previas”, comenta Michael Taylor, curador jefe y director adjunto de Arte y Educación del Museo de Bellas Artes de Virginia (EE.UU.), y responsable de la muestra Man Ray: The Paris Years, que celebra, hasta febrero próximo, además del genio creativo del artista, los cien años de su llegada a la capital francesa.
“En el pasado elogiábamos a Man Ray por su innovación y experimentación. Ahora nos fijamos cada vez más en cómo ayudó a sus retratados a construir sus identidades y a crear nuevos personajes, mediante sus notables fotografías, que documentaron a grandes luminarias en el París de entreguerras”, subraya Taylor. De hecho, esta exposición incluye, entre otras, imágenes de André Breton, Jean Cocteau, Marcel Duchamp, Ernest Hemingway, James Joyce, Henri Matisse y Gertrude Stein.
En cuanto a Miller, está “sumamente presente, tanto a través de un retrato notable de 1929 e imágenes de ella en libros, como en la sección de solarización –provocada por accidente cuando ella encendió la luz en el cuarto oscuro, mientras revelaban unas fotos– donde se le da el crédito correspondiente”.
La historia del encuentro de Lee Miller y Man Ray es conocida. En mayo de 1929, ella, que tenía 22 años, se mudó a París y se presentó ante él, de 39, en un club nocturno, próximo a su estudio: “Me llamo Lee Miller y soy su nueva estudiante”, le dijo. Sorprendido, él le respondió que no tomaba aprendices y, además, al día siguiente partía de vacaciones a Biarritz. “Bueno, yo también voy”, le retrucó ella... Y así ocurrió. De paso, se volvieron amantes.
Como musa y asistente, Lee posaba para Ray y realizaba encargos editoriales que él le traspasaba. Por entonces, volvió a trabajar para Vogue, como fotógrafa de modas y modelo –se autorretrataba–. Con su Rolleiflex, también hizo tomas conocidas, como el retrato de Dalí y Gala, en 1930, que se exhibe en la muestra del Museo Dalí, de Florida, y una serie de Charles Chaplin, tras el rodaje de Luces de la ciudad, de 1931.
A pesar del entendimiento artístico entre Miller y Ray, había fricciones en la intimidad. Él, un hombre que valoraba la libertad y se permitía aventuras amorosas, podía ser celoso y posesivo. Lee era igual de libre, algo que su pareja no soportaba. El fin llegó en 1932, cuando Lee lo abandonó y se volvió a los Estados Unidos, donde abrió un estudio de fotografía con su hermano Erik. Man Ray quedó destrozado.
La creación fue su refugio. Pintó La hora del observatorio-Los amantes, con los labios de Lee flotando sobre el cielo de París. Era lo primero que veía al despertar, durante dos años. También retocó un metrónomo en cuyo péndulo adhirió una foto recortada del ojo de su ex y tituló la obra como Objeto de destrucción. La idea era que el espectador hiciera su propia versión, mirara al objeto de su amor hasta la exasperación, y con un martillo intentara pulverizarlo de un solo golpe.
Años después, unos estudiantes que visitaban una exposición de Man Ray, robaron la escultura y la hicieron añicos. Con el seguro que cobró, el artista –famoso por su sentido del humor- compró otros metrónomos y creó una serie a la que llamó Objeto indestructible.
Man Ray y Lee Miller limaron asperezas en 1937, cuando ella viajó hasta París desde Egipto –donde vivía con su marido, el millonario Aziz Eloui Bey– y se reencontraron en una fiesta. El año 1937 también fue importante para Miller por otros motivos: Picasso la incluyó en una exposición de surrealismo y ella conoció a Roland Penrose, pintor surrealista británico con el que se mudaría a Londres, en 1939, y se casaría, más adelante. Man Ray, en tanto, estaba entregado a los brazos exóticos de la modelo Ady Fidelin. Ambos se separarían en 1940: debido a la ocupación nazi, él volvió a los EE.UU. y ella se quedó en París.
“Un coraje inmenso”
Lee Miller cubrió los bombardeos de Londres (1941). Luego viajó con el ejército estadounidense como corresponsal y registró la liberación de París, así como de los campos de concentración de Dachau y Buchenwald. En Berlín, el mismo día que Hitler se suicidó en el búnker (30 de abril de 1945), Miller y David Scherman, fotoperiodista de la revista Life, que también fue su amante, entraron en la casa del führer. Ella se quitó la ropa y los borceguíes aún cubiertos con polvo de los campos y tomó un baño en su bañera. Scherman la fotografió ahí.
Para el curador Jeffett, “Miller podía ser una corresponsal de guerra y mantener todavía preocupaciones muy humanas por sus viejos amigos. Están las imágenes de Picasso, especialmente la de Lee en su estudio, cuando ocurrió la liberación de París. Lo mismo puede decirse de las fotos de Eluard, Magritte y Delvaux, a quienes ella vistió tan pronto como los alemanes se retiraron. Ella era más que una fotorreportera y fotógrafa: hay una curiosa cualidad poética que distingue su trabajo, y eso proviene del contexto de sus muchísimos amigos artistas”.
Aunque Lee era una mujer con talante, los horrores de la guerra dañaron su alma. Se volvió alcohólica y depresiva. Con esa imagen creció su hijo Antony Penrose (1947), que la ha descrito como un “caso perdido”, como una madre que “podía ser verbalmente cruel”. Fue Patsy, una niñera, quien le brindó cariño materno. Con Lee, en cambio, se la pasaban peleando. Hacia el final –ella murió de cáncer, en 1977–, madre e hijo lograron “un respeto afectuoso”.
Penrose cree que Lee sufrió una especie de estrés post-traumático, no solo por lo que presenció durante la guerra, sino también por experiencias previas: a los siete años fue violada por un invitado en una celebración familiar. Y en la adolescencia vio cómo un chico del que estaba enamorada se ahogó en un accidente en bote.
Después de su muerte, Antony descubrió su deslumbrante faceta como fotógrafa, puesto que, mientras vivía –y reconvertida en cocinera gourmet–, ella evitaba hablar de esa etapa o le restaba importancia. En el ático de la Farley Farm House (Sussex, Inglaterra), Miller dejó cientos de impresiones y negativos, que su hijo encontró y se ha encargado de clasificar y difundir. De hecho, escribió Las vidas de Lee Miller (1988), libro que será llevado al cine, con Kate Winslet como protagonista, y cuyo estreno se espera para 2023.
“Hoy miro a mi madre con profundo arrepentimiento, en el sentido de no haberla conocido más. Hay tanto que podría haber aprendido de y sobre ella. Los últimos 40 años he andado un camino que habría sido mejor si hubiera comenzado cuando ella estaba viva”, dice Penrose a LA NACION revista, por e-mail. “Tuvo un coraje inmenso –continúa–: físico, en el sentido de que a menudo se puso en peligro para conseguir las imágenes que quería, y moral, en la forma en que tomó puntos de vista que no estaban de moda o eran muy controvertidos”.
En la casa familiar –que ahora es un archivo y museo– Tony creció rodeado de personajes como Ernst, Miró, Picasso y el propio Man Ray. A este último, lo recuerda como una de las personas más importantes de su juventud. “Era divertido y siempre andaba inventando cosas y cuestionando todo... Fue muy alentador cuando le mostraba las fotos u objetos que yo hacía. También era generoso con mis amigos”. Y dice que su madre siempre hablaba de Ray con mucho afecto. “Cuando estaban juntos era evidente el lazo que habían tenido en otra época. De algún modo nunca dejaron de amarse”, asegura.
En 1976, “pocas semanas antes de que él muriera, Man Ray le escribió una carta a mi madre que terminaba así: ‘Estoy anclado en mi refugio: no puedo caminar y parece que mi médico ha intentado con todas las pastillas que existen, a las cuales soy completamente alérgico. Pero no a mis amores –como vos, quiero decir– Te amo’”.