Cuento de verano. La siesta
- 5 minutos de lectura'
Es un recodo más bien apartado de la playa que bordea el río: apenas un resquicio de arena oscura entre las piedras enormes y mal apiladas. Casi nadie llega hasta ahí, todos prefieren el balneario municipal o, a lo sumo, sus aledaños. Por eso es inevitable que Mara repare en el tipo que, nada lejos, y encaramado en una roca un tanto aplanada, se asoma a mirarla. Tiene el aire absurdo de un héroe en malla y ojotas. Pero él evidentemente no lo sabe, ni lo sospecha: infla el pecho y se acomoda los anteojos de sol, y puede que hasta le sonría. Mara no le devuelve la sonrisa, claro, y aparta la vista al instante. Pero para entonces ya lo ha mirado y, según parece, dado que se acerca, él interpreta esa mirada como un gesto de admisión o de interés. Trepa una piedra, baja, después lo mismo con otra, después lo mismo con otra. Hace tanto calor que aturde.
—Qué buen lugar encontraste —le dice cuando la tiene a su alcance, al de su voz.
Mara no dice nada.
—¿Sos de acá? —le pregunta—. ¿De acá, del pueblo? —agrega, notándose impreciso.
—Sí —contesta Mara: la cara hacia el sol.
—Ah, qué bien —comenta él, no se entiende por qué—. ¿Y cómo te llamás?
Mara duda.
—Mika —le dice.
—¿Mica? —consulta él—. ¿Micaela?
—No —replica ella—, Mika.
—Yo me llamo Alberto —Mara no le preguntó.
Alberto echa su lona de colores (a Mara le parece ver el estampado de una moto) fatalmente cerca de ella, y sólo después de hacerlo le pregunta a Mara, o le pregunta a Mika, si le molesta que la acompañe. Suelta las ojotas, un bronceador con palmeras, una remera enroscada, una toalla de mano, antes de que ella alcance a contestar.
—¿Así que vivís acá? —se recuesta.
—Sí —dice ella.
—¿Y por dónde? —se apoya en un codo, mirándola.
—Cerca de la terminal de micros —dice ella.
El pueblo es chico: nada queda lejos de nada. Y quien quiera cruzarse con alguien, o encontrárselo por puro azar, podrá lograrlo fácilmente.
—Yo estoy de vacaciones —contesta Alberto a la pregunta que Mara no le hizo—. Paro en el hotel de la colonia, el que está frente al correo.
La aclaración es inútil, se entiende que Mara conoce el hotel, conoce dónde queda. Alberto empieza a tirar de las palabras para no terminar cayendo en el silencio.
—El aire de acá no se compara con nada —propone.
Mara se calla.
—¿Salís a bailar a la noche, vos? ¿Cómo se llama el boliche de acá?
—El Capricho —dice Mara.
Alberto asiente.
—Y sos de salir a bailar, ¿no?
—No —corta Mara.
Llega el silencio. Mara comprende que no va a durar demasiado, porque Alberto se incomoda.
—¿Y el río te gusta? —pregunta y mira el río.
El río oscuro y revuelto que baja desde las montañas, caudaloso porque hubo lluvias.
—Sí —dice Mara.
—¿Sabés nadar? —inquiere—. ¿Te gusta nadar? —se corrige.
—Sí, mucho —dice ella.
Alberto se entusiasma, como si hablaran de él y no del río.
—A mí también —exclama.
Mara no hace caso.
—Queda mal que yo lo diga, pero soy muy bueno nadando. Hago veinte piletas por mañana, no falto al club por nada del mundo.
Se hace otro silencio, que dura un poco más que el anterior. Se oye el río pasar, se oyen las quejas de los insectos por el castigo del sol. Curiosamente, es Mara la que habla.
—No es lo mismo la pileta que el río —comenta.
Alberto se ríe, se encoge de hombros.
—El agua siempre es el agua —replica.
—En el río es distinto —alega ella—, hay que saber seguir las corrientes.
—El agua siempre es el agua —especifica Alberto, como si lo dijera por primera vez. Mara abre los ojos, se incorpora, se ata el pelo, se estira.
—A nadar, entonces —dice.
Da dos pasos, o acaso uno, y salta hacia el agua. Entra de cabeza, casi sin salpicar, y aflora con aire resuelto, puede que desafiante. Alberto va detrás de ella. Empiezan a nadar.
Es cierto lo que dijo Mara, y Alberto, que va detrás, lo ha de estar comprobando: en el río el agua tira para un lado o para el otro, líneas de fuerza que empujan de pronto y ayudan a avanzar más rápido y mejor. Y es cierto eso otro que dijo: que hay que saber seguir esas corrientes cuando se nada en un río. Claro que hay una corriente en este río que Mara no mencionó, que brota de pronto a la izquierda y chupa con fuerza al nadador; esa corriente no sólo empuja: también envuelve; esa corriente enrosca y tira hacia abajo. De ahí no se puede salir.
Apenas se la siente cerca, hay que zafarse; pero de eso Mara no habló. En vez de plegarse y entregarse a ella, hay que hacer justamente lo contrario: patear y bracear hacia el lado opuesto, antes de que la voluntad del agua se vuelva irreversible, antes de que atrape y trague, antes de que anude y ahogue. Es eso lo que hace Mara, alejándose del remolino negro y siniestro que los forasteros por lo general desconocen. Alberto viene detrás de ella, ella el tema no lo tocó.
Sale del río un poco más adelante. Su cuerpo ahora brilla al sol. Remonta lo nadado a buen paso, de a trechos por la arena y de a trechos entre piedras. Llega casi seca al punto de partida: así de fuerte pega el sol. Recoge sus pocas cosas (la lona azul, las sandalias, el libro, el pareo) y se aleja hacia su casa. Su casa queda, en efecto, muy cerca de la terminal de micros. Entra tratando de no hacer ruido: ni Mario ni los chicos se han despertado todavía de la siesta.