Las chicas de la guerra. Fueron a Malvinas, cumplieron tareas heroicas, enfrentaron prejuicios y hoy revelan sus historias
Liliana Colino, Silvia Barrera y Norma Etel Navarro son tres de las 16 mujeres reconocidas como Veteranas de Malvinas. Cuentan qué significó estar en las islas o trabajar como voluntarias a bordo del Irízar
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“Podés ser atea, agnóstica, pero en un momento de gran crisis, en algo creés. No podés evitarlo. Te encomendás a alguien o a algo. El murmullo de aquellos rezos fue intenso. Permanecimos no sé cuánto, porque no puedo decirte el tiempo. No lo sé. Quizá fueron solo unos minutos, tres horas, pero para los que estuvimos ahí, en la oscuridad, fue eterno”. Ese ahí al que hace referencia Liliana Colino, la única mujer argentina que pisó las Islas Malvinas durante la guerra, era el refugio subterráneo que estaba a cien metros de la pista donde el Hércules C-130 que la llevaría a Puerto Argentino estaba listo para despegar. Liliana, como los otros que se habían subido al avión, tuvieron que bajar al escuchar la alarma que emitió el hospital reubicable que la Fuerza Aérea había instalado en Comodoro Rivadavia. No quedó otra que correr hacia el refugio. Eso le habían enseñado. Los aviones de caza británicos estaban cerca. Con su botiquín de combate colgando, corrió y esperó entre rezos y respiraciones agitadas, entrecortadas. “El tiempo pasó, no sé cuánto, las puertas se abrieron y nos dijeron que teníamos que subir al Hércules. Era imprescindible llegar a Puerto Argentino y evacuar a los heridos”.
Fue el 2 de abril de 1982 cuando la Junta Militar dio a conocer a través de un comunicado que había “recuperado las Islas Malvinas”. Cuarenta años pasaron de aquella mañana y hoy, tres de las mujeres que tuvieron el primer reconocimiento del Estado nacional –en 2012– cuentan sus historias. Ellas son la enfermera Liliana Colino y las instrumentadoras quirúrgicas Silvia Barrera, la mujer más condecorada en la historia de las Fuerzas Armadas, y Norma Etel Navarro, la primera veterana de guerra en volver a las islas después del conflicto.
“Cuando mis hijos eran chicos, contaron en la escuela que yo había estado en Malvinas y los trataron de mentirosos. Les decían que ninguna mujer había estado en la guerra, que solo habían ido varones. Para mis hijos no fue fácil. Estaban orgullosos de mí, creían en mí, pero cada vez que lo mencionaban la pasaban mal –asegura Liliana–. En la escuela no se animaron a preguntarme. Creo que les daba miedo saber la verdad. Era parte de la idiosincrasia social. Era un contexto diferente. Nosotras tampoco hablábamos, no salimos a contar nuestra historia. A mí me llevó tiempo hacerlo. Tampoco las fuerzas se ocuparon de contarlo, al contrario, los que sabían no lo decían y muchos otros, dentro de la misma fuerza no tenían idea de que había estado en Malvinas. No se hablaba”.
La indiferencia fue uno de los golpes más duros de soportar. Silvia Barrera, una de las seis instrumentistas que estuvo en el rompehielos ARA Irízar, devenido buque hospital, recuerda uno de esos días en que junto a compañeros del hospital militar salieron a comer, ya terminada la guerra. “Veía a la gente tan indiferente como si nada hubiera ocurrido. Como si la guerra no hubiera existido. Y nosotros, que habíamos estado con los heridos, con los pibes golpeados, desnutridos, desolados con todo lo que habían pasado, con lo que habían vivido. Y nosotros, porque me incluyo, comiendo en ese lugar como si nada… Solo habían pasado días. No puede ser, me decía. Tenía esa sensación tan contradictoria. Los muchachos fueron los que más sufrieron. Ellos padecieron el desprecio, ellos fueron y cargaron con la imagen del soldado derrotado. Nosotras, en cambio, éramos anónimas”.
El silencio de Norma Etel Navarro al pensar en aquel regreso se hace profundo. “Tuve sentimientos encontrados, no fue fácil ver que la sociedad se diera vuelta, que ya no se hablara… que la guerra no había sido ni era importante. Nosotras teníamos nuestros trabajos, los mantuvimos; en cambio, muchos soldados quedaron heridos, sin trabajo y sin reconocimiento. Subir al tren y ver a esos mismos pibes que habían estado allá, que pasaban por los vagones pidiendo dinero, y que la gente apenas los miraba, me hizo sentir muy mal –respira profundo–. Yo no hablaba de la guerra. No lo hice por mucho tiempo. Ni siquiera con mi familia, con mis amigos ni estando en pareja. Recuerdo que un día una de mis amigas instrumentadoras me lo preguntó: ¿Por qué no hablaba? Yo sufrí muchísimo la desmalvinización que atravesó el país”.
En las primeras horas del 2 de abril se pudo escuchar el Comunicado N°1 del “Órgano Supremo del Estado”, que anunció la noticia. Parte del Himno a las Malvinas sirvió de preámbulo para el anuncio que se transmitió directamente desde Casa de Gobierno. “La Junta Militar, como órgano supremo del Estado, comunica al pueblo de la Nación Argentina que hoy la República por intermedio de sus Fuerzas Armadas, mediante la concreción exitosa de una operación conjunta ha recuperado las Islas Malvinas, Georgias y Sándwich del Sur para el patrimonio nacional”. Esas fueron las palabras que se hicieron eco en cada hogar.
“Lili, las Malvinas volvieron a ser argentinas”, así la despertó su papá a Liliana tras escuchar el anuncio en la radio. “Estaba en casa de casualidad, porque en esos tiempos hacía guardia veterinaria y en la división de enfermería. Papá, que también era veterinario, escuchaba todas las mañanas la radio y ese día estaba muy emocionado. Me cambié y fui al hospital lista para lo que necesitaran (en ese entonces y con 26 años era la encargada de la división de enfermería del Hospital Aeronáutico Central). Ahí mismo, el jefe de terapia me pidió que organizara y prepara los botiquines de emergencia médica. En aquel momento no había mujeres militares en la Fuerza Aérea –aclara–, únicamente éramos enfermeras dentro del cuerpo profesional. Yo estaba ahí por esas cosas de la vida. Estudié en paralelo enfermería y veterinaria y al terminar quería seguir con la carrera de guardaparques. ¿Podés creerlo? Pero cuando me fui anotar, me dijeron: «no aceptamos mujeres». Salí muy triste, cabizbaja. Estaba desilusionada, cuando vi un cartel, una especie de afiche que decía que la Fuerza Aérea incorporaba mujeres. Fui, me anoté e ingresé el 3 de junio de 1981. Casi un año después, en mayo de 1982, me dijeron que tenía que ir a las Malvinas. Me dieron el equipo, nosotras no tuvimos el problema que tuvieron las otras fuerzas con el uniforme, porque estábamos incluidas. Por aquel entonces, Inglaterra había iniciado sus ataques aéreos sobre las islas, el 2 de mayo hundieron el ARA General Belgrano, que estaba fuera de la zona de exclusión –hace hincapié–; con todo lo que estaba ocurriendo nos dieron la orden del traslado. Estaba lista, yo quería ir”.
En casa de Silvia Barrera la noticia del desembarco argentino en las islas llegó a través de Radio Colonia. “Escuchábamos esa radio porque contaban lo que pasaba acá, los medios del país estaban controlados por el gobierno de entonces. Así que era una costumbre levantarnos y poner la radio. Cuando escuché la noticia, me vine corriendo para el hospital –recrea Silvia, sentada en uno de los consultorios del Hospital Militar Central donde trabajaba como instrumentadora quirúrgica en 1982 y hoy está al frente del ceremonial y protocolo de la institución–. Las mujeres todavía no formábamos parte del Ejército Argentino. Éramos civiles y la orden era movilizar solamente a personal militar. El ejército en ese entonces estaba en contra de que ingresaran mujeres, de hecho, fue la última fuerza en aceptarlas en sus equipos. Con el transcurrir de la guerra sumaron más personas en el área de sanidad y los enfermeros que habían viajado no contaban con la preparación necesaria para hacer lo que se requería dentro de un quirófano: preparar la mesa, manejar los instrumentos, limpiarlos, asistir al cirujano –describe Susana, que tenía entonces 23 años.
“El 7 de junio, en el hospital piden instrumentadoras quirúrgicas. Dicen que nos necesitan, pero, como no éramos personal militar; teníamos que alistarnos, hacerlo voluntariamente. Nos anotamos solo Norma, Susana Maza, Cecilia Ricchieri, María Marta Lemme, María Angélica Sendes, que era de Campo de Mayo, y yo. Las seis teníamos que salir al día siguiente, a las 4 de la mañana. Nos dieron el bolso con el equipo, ropa de verano y de hombre. El calzado más chico era número 40; casi todas calzábamos 37 y éramos muy flaquitas. Yo era la mitad de lo que soy ahora. Los pantalones se nos caían, nos tuvieron que buscar cinturones especiales para poder sostenerlos, las mangas de las camisas las tuvimos que arremangar. Fui a casa a preparar todo. Mi papá, que era militar, estaba muy orgulloso y me dio una cámara con la que tomé varias de las fotos que se conocen de esos días (varios rollos fueron confiscados por los ingleses). No tenía mucho tiempo para prepararme. Lo primero que hice fue cortarme el pelo, lo tenía largo y con rulos. ¿Qué iba a ser con un pelo así en las islas? Cuando cuento esta historia en los colegios, a los que voy mucho, me gusta contarles a los jóvenes la historia, mantenerla viva. Son las chicas las que me preguntan qué fue lo primero que guardé en el bolso. Y les confirmo: toallitas, tampones, todo lo que tiene que ver con el cuidado íntimo porque no sabíamos cuánto tiempo íbamos a estar allá, rodeadas de hombres, en medio de una guerra”.
“Nací en el Hospital Militar Central”, aclara Norma, de familia militar. Ella trabajó también en el enorme edificio que se alza en la avenida Luis María Campos hasta 1986 (luego se trasladó al Garrahan, donde permaneció hasta 2006). “Allí se vivía un microclima, no teníamos información diferente a la que se conocía en los medios. Ayudábamos como podíamos. Recuerdo que junto a un residente disecábamos venas que sirvieran para hacer bypass. La llegada de los ingleses a las islas, el crimen de guerra que significó el hundimiento del ARA General Belgrano intensificó los envíos y el pedido de personal. Cuando nos reunieron y solicitaron que nos sumáramos en junio como voluntarias, no lo dudé. Fue una decisión natural. Estaba en el lugar justo para poder ayudar –afirma, tenía 27 años–. Cuando se enteraron en el hospital de quiénes íbamos a ir a Malvinas, un anestesiólogo se sacó del cuello una cadenita con la Medalla Milagrosa y me la entregó. Para mí ese gesto fue muy importante. Otro compañero cirujano me regaló una bufanda verde para protegerme del frío. Sinceramente, fue muy importante para mí”.
Rescatar a los heridos
En la base de Comodoro Rivadavia aterrizó el avión de la Fuerza Aérea que trasladó, en mayo de 1982, a Liliana Colino y a sus compañeras al Hospital Reubicable de la Fuerza Aérea Argentina. Allí recibían a los soldados heridos y los atendían y derivaban de acuerdo a la complejidad. “Cada día, los aviones sanitarios comenzaron a aterrizar con más heridos –comenta Liliana–. Lo que más me llamaba la atención era la fuerza de voluntad de aquellos soldados. Querían volver porque ahí, en el campo de batalla, estaban sus compañeros y no querían dejarlos solos”. En un café, a cuadras del Hospital Piñero, en el barrio de Flores, Liliana viaja en el tiempo y por momentos, los sorbos al té con limón no pueden ocultar los cambios en su voz.
“Las evacuaciones de soldados heridos en Puerto Argentino se hacían con los Hércules. Como yo había armado los botiquines de emergencia que llevaban en los aviones, uno de los médicos me pidió que los acompañara. Todos los vuelos a Malvinas se hacían de noche, con silencio de radio y a muy baja altura para que no fueran detectados”. La historia de Liliana nos traslada nuevamente a la salida del refugio, lista para abordar el avión que estaba repleto de containers y que, además, llevaba una Virgen de Luján. “Viajamos arriba de los containers porque no quedaba lugar. Se podían ver las olas del mar, cómo pegaban en las ventanillas porque el Hércules C-130 volaba bien al ras. Cuando llegamos a Puerto Argentino, el avión quedó carreteando en la pista, que era muy corta, para levantar vuelo en cualquier momento. Así que teníamos que tirarnos del avión para que pudieran descargar los containers (llevaban suministros varios, armas, vehículos y combustibles), si no te arrastraban. Estaba todo oscuro. Se escuchaban los bombardeos. Empecé a correr, el viento, el ruido, la oscuridad, tenía que seguir al Hércules... En eso comenzaron a acercarse las ambulancias que venían de culata con las puertas abiertas para poder subir rápidamente a los heridos. Esto no era como en las películas, los heridos iban en el piso, uno al lado del otro. Los que estaban mejor, ayudaban desde adentro del avión a subir a sus compañeros. Nos habían dicho que cuando el Hércules levantara la panza no podíamos subir a nadie más. El avión comenzó a tomar vuelo, había que salir de ahí, nos habían detectado, había que abandonar Malvinas. Corrí detrás del Hércules, pensé que no llegaba, hicieron una cadena humana para subirme. Muchos heridos quedaron en la isla. Nos comenzaron a seguir. El piloto se la jugó y tomó la decisión de desviarse de la ruta. Tuvimos que dar toda la vuelta por Tierra del Fuego y entrar por Chile. Todo a silencio de radio y atentos a los heridos. En Comodoro Rivadavia nos estaban esperando con una alegría inmensa. Recién pudimos avisarles que estábamos bien cuando entramos a territorio argentino. Pensaron que nos habían bajado”.
“¡Las mujeres traen mala suerte!”
Cuando llegaron a Río Gallegos, las seis instrumentadoras quirúrgicas esperaron en vano que las buscaran o que les indicaran los pasos a seguir. “No habían informado nuestra llegada –apunta Silvia–. Después de dar vueltas, de preguntar una y otra vez a los militares con los que nos cruzábamos en el aeropuerto, encontramos a un médico. Le contamos la situación y se ofreció a llevarnos al hospital de la ciudad. Nos subimos como pudimos, una arriba de la otra, en el jeep descapotable y cuando llegamos al lugar descubrimos que no tenían idea de que nos habían mandado. Todo era muy improvisado. Se comunicaron con Buenos Aires para confirmar quiénes éramos. Estábamos agotadas, teníamos hambre. En el hospital nos dijeron que no nos podían dar de comer, que ya había pasado la hora y que la comida solo era para el personal y los pacientes. Así que nos compramos unos sandwiches en una panadería que había por ahí y comimos sentadas en la vereda”.
“Finalmente, cuando confirmaron quiénes éramos, nos llevaron a un galpón de la Fuerza Aérea donde unos helicópteros nos trasladaron al buque ARA Almirante Irízar que nos llevaría hasta Malvinas. ¡Cuándo nos vieron! –exclama Silvia–. El jefe de cubierta se puso como loco: «¡No puede ser que nos manden a estas chiquitas! –decía a los gritos–. Nos van a bombardear. ¡Las mujeres traen mala suerte!». Repetía esa vieja superstición de los marineros. Les habían dicho que iba a ir personal de sanidad, pero nunca les aclararon que éramos mujeres. La sorpresa no fue buena. Pero, de alguna manera, también se preocuparon porque sintieron que les estaban dando mayores responsabilidades, ellos creían que tenían que cuidarnos. Poco a poco la situación se calmó. Lo único que nosotras seis queríamos era que nos llevaran a Puerto Argentino y empezar a trabajar”.
“Esa noche en el Irízar no dormimos, nos pusimos a organizar las cajas de herramientas, a esterilizar los instrumentos, a clasificarlos para las distintas cirugías. Y nos preparamos para bajar al otro día en Puerto Argentino, pero no, nos pidieron que esperáramos porque había un problemita: no nos habían dado grado militar, éramos civiles, así que no podíamos bajar. Nos necesitaban, pedían por nosotras, pero finalmente nos quedamos trabajando en el Irízar a 600 metros de las islas. Por su calado, el buque hospital no podía amarrar. Tras la noticia que nos quedábamos en el buque tuvieron que despejar un camarote para que nos acomodáramos. Seis mujeres, en tres cuchetas. «Bueno, chicas, vamos a tener que dormir juntas», bromeamos. Allí oscurece temprano, en junio, a las 5 de la tarde ya está todo oscuro. Ese día, presenciamos nuestro primer bombardeo. Con el único visor nocturno que había en el barco nos explicaron qué eran esas luces de diferentes colores que se veían. Estábamos muy cerca. Esa noche tampoco dormimos. Al día siguiente empezaron a llegar los heridos, con los cuidados primarios que les habían dado en el puesto de socorro. Llegaban en helicóptero o en los barcos pequeños, pesqueros que cumplían la función de ambulancia. Todos, siguiendo las normas de la Convención de Ginebra, pintados con la cruz roja. También los derivaban al Bahía Paraíso, el otro buque hospital. Allí no había mujeres. Nosotras estábamos trabajando en el Irízar de casualidad”.
“Heridos de metralla, de bombas, manos congeladas, pie de trinchera, estadillos de tímpanos, quemados, fracturados, mutilados –describe Norma–. Verlos tan delgados, sucios por la tundra fue lo que más me impactó. Tan delgados”. Silvia intenta explicar el procedimiento de esos días, en los que los hombres llegaban de las islas: “Lo primero que hacíamos era bañarlos, cepillarlos sin anestesia para poder sacarles esa costra que tenían pegada, el barro de la tundra que con la pólvora se les había hecho piel. Hubo noches que el barco se movía muchísimo, así que para operar teníamos que atarnos, sujetarnos, todos los que estábamos en la sala, profesionales y el paciente. La caja con las herramientas las colocaba a los pies del paciente para que no se cayera. Llegamos a hacer cirugías con una oscilación de 45 grados”.
El relato de Silvia y Norma encuentra una pausa cuando hacen referencia a la noche del 13 de junio. “Fue un momento en que la violencia escaló. Desde la cubierta del buque se podía ver Puerto Argentino todo iluminado por las explosiones, por las bombas que caían, las bengalas, se veía el fuego cruzado de la artillería argentina y británica. Era un espectáculo dantesco, solo así puedo describirlo –acentúa Norma Navarro–. Ante esas imágenes sentí una impotencia tan grande, la gente se moría y no podíamos hacer nada. Fue algo muy intenso que no voy a olvidar nunca”.
El 15 de junio, el Estado Mayor Conjunto informó el fin de las hostilidades. No se utilizó el término rendición. “En el día de ayer, 14 de junio de 1982, se produjo la reunión entre el comandante de las fuerzas inglesas, Jeremy Moore, y el comandante de la guarnición militar Malvinas, General de Brigada Mario Benjamín Menéndez. En dicha reunión se labró un acta, en la cual se establecen las condiciones de cese de fuego y retiro de tropas”.
Tras el cese de fuego, el silencio fue absoluto. “Un silencio profundo, esos que se escuchan –intenta Silvia transmitir la sensación–. Estábamos tan cerca de Malvinas que veíamos cómo tomaban prisioneros a los soldados argentinos. Como les hacían dejar sus cascos, sus armamentos, en algunos casos los dejaban en ropa interior a la intemperie. Qué dolor, qué impotencia. Llegó la orden evacuar a la mayor cantidad de personal posible para que no cayeran prisioneros. Uno de los barquitos llegó al Irízar cargado de personal civil que estaba de apoyo y que no tenía grado militar... cómo nos enojamos, era personal civil y estaba en las islas, y a nosotras no nos habían dejado bajar, no nos habían dejado trabajar en territorio. Era personal de correo, de Vialidad Nacional, periodistas, capellanes. Tuvimos que esperar a que los ingleses autorizaran nuestra llegada al continente. El barco estaba cargado. Los heridos nos pedían que escribiéramos cartas a sus familiares, nos pasaron teléfonos, querían que le avisáramos a los suyos. Intentamos tranquilizarlos. Fue un momento duro”.
En Córdoba, en la Escuela de Aviación Militar, Liliana Colino se enteró de la rendición. “Cuando volví de Malvinas, a los cinco días, me enviaron a hacer un curso de Alférez. La noticia fue muy dura. No lo podíamos creer”, dice con dolor y el barbijo desnuda el brillo de sus ojos. A diferencia de las otras mujeres que participaron de la guerra, a Liliana la condecoraron al año siguiente, en 1983, en el Helipuerto del Edificio Cóndor. Pusieron una placa en su honor, aunque con el nombre mal escrito.
La necesidad de hablar de aquellos que combatieron, que vieron morir a sus compañeros, los que padecieron el frío y la locura de una guerra, encontraron en Silvia, Norma, Liliana y en las otras mujeres una mirada de contención, una escucha. “No hablaban de la guerra –aclara Norma–, sino de las ganas de volver a sus hogares, de ver a sus padres, sus familias, hablaban de sus vidas cotidianas. Para nosotras fue muy importante escucharlos. Por un tiempo, después de la guerra mantuvimos contacto con los heridos que entraban una y otra vez al quirófano. Le llevábamos libros, les leíamos a los que no sabían. Nunca entendí porque no nos dejaron seguir viéndolos. Les hacía bien. Nos dijeron que éramos jóvenes y que, porque éramos jóvenes, «los alterábamos»”.
“Quería volver a las islas y pude hacerlo en 2014 –dice Norma–. Durante mucho tiempo con un terapeuta había tratado el tema. Era una necesidad interna que tenía, necesitaba hacerlo –confiesa la primera veterana que pisó Malvinas después del conflicto bélico y lo hizo junto a un grupo de excombatientes–. No hablaba de la guerra con nadie, hasta que por una amiga conocí a una asociación de La Plata (Cecim) y ahí me propusieron ir. Pagué el viaje y fui. Desde el avión se veían las siluetas de las islas, fue muy emocionante para mí. Conocer el terreno, esa tundra con la que llegaban los heridos pegada en el cuerpo. Fuimos al cementerio Darwin, donde siempre está lloviendo por la zona, un lugar muy duro para vivir. Me impactó mucho ver las lápidas, en ese entonces estaban enterrados como Soldado argentino sólo conocido por Dios. Antes del viaje, familiares de caídos me habían pedido que les llevara piedritas del lugar y así recogí distintas piedras para llevarles, para que tuvieran parte de esa tierra. La imagen fue muy fuerte. La lluvia, esas lápidas, la imagen de la virgen en el cementerio... No quiero que se me malinterprete, pero no sé cómo decirlo, parecía un lugar como olvidado de la mano de Dios, totalmente desolador; no lo puedo decir de otra forma”.
Como toda guerra, las heridas dejan su huella. Algunas cicatrizan más pronto que otras. Para Liliana, Silvia y Norma, esos días de 1982 estarán presentes en toda su vida. Hoy, ellas necesitan contar lo vivido para evitar el olvido, para dar voz también a las otras mujeres, recordar a los caídos, el profundo dolor y abrazar la idea de recuperar las Malvinas de una manera pacífica.