Tras haber diseñado a distancia en cuarentena una residencia en Uruguay, uno de los referentes de la generación del Di Tella sueña con crear un original barrio para gente sin recursos
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“Si usted se viene a vivir acá, todas las porquerías que sobren se las van a tirar al jardín... ¿Por qué, en vez de mudarse, no renueva su casa?” Eso le dijo Edgardo Giménez a fines de 1968 a Jorge Romero Brest, en un departamento ubicado en la calle Guido, en planta baja. “¿Y quién puede hacer eso?”, respondió el director del Centro de Artes Visuales del Instituto Torcuato Di Tella. “¡Yo!”, exclamó entusiasmado el polifacético artista.
Cuando Romero Brest se fue de viaje por un par de meses, el hogar de Parera que compartía con Marta Bontempi quedó en manos del joven autodidacta de 26 años. Tras aconsejarle que donara casi todos sus libros al Museo Nacional de Bellas Artes, Giménez tiró paredes, cubrió otras con espejos, instaló moscas cromadas en el techo y decoró con sus propios muebles.
Tan conforme quedó el mentor con el resultado, que redobló la apuesta: le encargó una residencia de fin de semana en City Bell. Entre 1970 y 1972 se construyó la famosa Casa Azul, una estructura de película que incluía varios arcoíris en la fachada. Un verdadero sueño hecho realidad para esa mente creativa formada con las películas de Walt Disney, que también creó pinturas, esculturas, escenografías, afiches y objetos de diseño.
A fines de esa década el proyecto sería incluido en la muestra Transformaciones en la arquitectura moderna, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. “Yo pensaba que los arquitectos me adoraban acá -recuerda ahora, entre risas-. Pero después de esa muestra, entraba a un lugar y disimuladamente me daban la espalda, porque ellos no habían sido invitados. Y yo, que no era arquitecto y era la primera casa que hacía...”
La envidia no lo detuvo. A esa siguieron otras, como las que construyó en Punta Indio -la Casa colorada (1976-81) y la Casa amarilla (1979-81), de Eduardo Szwarcer, y su propia Casa blanca (1982)-, y la Casa de las columnas doradas (1987), de Silvia Szulanski, en Buenos Aires. También aceptó el desafío cuando Amalia Amoedo le propuso remodelar una vieja propiedad en Uruguay, para convertirla en residencia para artistas de su fundación.
Aunque la cuarentena lo obligó a dirigir la obra a distancia por videollamadas, Giménez disfrutó el proceso. “Tiré casi todo abajo, lo que había era una obra maestra del terror”, confiesa ahora, días después de haberla conocido en persona. Mientras exhibe en MCMC un rascacielos color rosa chicle, tiene proyectado un barrio entero para gente sin recursos con “casas geniales”, todas distintas.