Las caras del poder: imágenes desfasadas y rostros irreconocibles en una vanidad sin filtro
La política contemporánea, que se anticipó al mostrar caras retocadas, es aún más peligrosa que los filtros en las redes sociales
- 4 minutos de lectura'
Estuve hace poco en un evento profesional al que asistió gente que asiduamente participa en medios y en redes sociales y que se presenta con múltiples imágenes de su persona y los eventos en los que participan. La mayoría resultaba irreconocible. Las imágenes con las que se presentaban estaban desfasadas. O eran de otro tiempo, o eran fotos poco favorecedoras, o demasiado retocadas.
La representación no guardaba relación con la presentación en persona. Gente seria, profesionales experimentados, habían caído en el juego que critican en esos jóvenes que sólo publican en TikTok con el filtro de boca jugosa y ojos rasgados. Como también cayeron esos grandulones que transformaron su foto de perfil con Inteligencia Artificial y se presentan como superhéroes salidos de un cómic trasnochado. Estas travesuras técnicas de filtros y ediciones son artilugios actuales que no difieren, en esencia, de los tradicionales.
La fotografía fue históricamente artificiosa. Desde los retratos del siglo pasado que se tomaban en estudio con escenografía y ropa prestada, a los filtros de Instagram que dejan la piel tersa, solo hay una diferencia técnica.
En la base comparten la vanidad humana de transmitir la imagen deseada más que la encarnada. Que tiene fama de superficial porque viene de vano, de vacío. Pero eso es la fotografía: vaciar el cuerpo de la imagen que congela ese instante al que jamás regresará.
La vanidad siempre fue una prerrogativa del poder. Las galerías de las redes sociales son un ejercicio infantil al lado de las pinacotecas llenas de retratos impostados. No se contrataban pintores para retratar la humanidad de su majestad, sino la grandiosidad con que debía verla la posteridad. En El retrato del rey, Louis Marin analiza la imagen de Luis XIV y el poder que le investía. Y recuerda que “el rey sólo es monarca en imágenes” porque representar es mostrar, intensificar una presencia. Re-presentar.
En esa tradición, los soberanos de la política contemporánea empapelan las calles con sus rostros retocados en vallas panorámicas para buscar votos en campaña. En las mismas dimensiones que las modelos exóticas que venden perfumes o marcas deportivas, políticos cuyos rostros recelarían las fotos carné se exhiben sin culpa en carteles monumentales con retoques exagerados.
La imagen no es la persona, sería la segunda regla del protocolo de la representación democratizada
Siendo que la política contemporánea en pocas cosas es vanguardia, hay que reconocerle el mérito de haberse anticipado a ejercer el derecho a la cara retocada. Que resulta, a juzgar por los resultados, más peligrosa que la foto con filtro de las redes sociales. Aprendimos más rápido a desconfiar de las fotos que la mancebía publica en Tinder que de la bondad impostada de las fotos de candidatos en campaña.
Los filtros y el retoque digital no son la novedad. La revolución es que esas tecnologías ponen la vanidad al alcance de cualquiera. El retrato es “real” no porque pinta el rostro con transparencia, sino porque otorga a cualquier vecina halos de realeza.
Sería injusto que después de siglos de que el poder tuviera el monopolio de la belleza retratada, se le escatime a la humanidad el derecho a presentarse en fotos mejoradas. Que nadie debería ser obligado a fotografiarse en su contra debería ser una regla ecuménica.
Eso sí, a esta altura deberíamos saber que el rey emérito ya no tiene el perfil que acuñaron las monedas de un euro, ni Cristina Kirchner conserva la dulzura con que la pintan los militantes en las pancartas. La imagen no es la persona, sería la segunda regla del protocolo de la representación democratizada.
Pero así como debería ser universal el derecho de toda persona a imaginarse como quiera, la contracara es asumir la obligación de aceptar que nadie es como se muestra.