Lapiceras caras, perfumes franceses y salmón ahumado. El curioso encuentro con César Aira en Sevilla
El escritor argentino más prolífico recibió un premio en España y eso lo obligó a estar cara a cara con la prensa. Una caminata y una entrevista con respuestas sorprendentes
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Estoy por salir de la habitación cuando suena el teléfono. Reacciono por la melodía, pero tardo en reconocer, tal vez por falta de costumbre, que se trata de un teléfono fijo que está en pleno sonar. Sobre la mesa de luz chispea un aparato negro, cónico, total, que parto en dos para atender, levantando una de las mitades y oyendo la voz finita de una joven.
–Buenos días, señor Esteban.
¬Buenos días.
–Le paso un llamado.
–¿Quién es?
–César Aira.
–¡¿César Aira?!
–Sí, ¿lo conoce?
–Eh… conocerlo, lo conozco.
–Le transfiero.
–Muy bien.
“¿Gaeb?”, pregunta Aira. Contesto que no y dice “pucha, otra vez no me entendieron”. Me presento. Aprovecho un silencio y le cuento que Garamona –Francisco Garamona, editor de Mansalva, una de las editoriales argentinas que más libros de Aira publicó y sigue publicando: el más reciente es Haikus, aunque imposible saber si el último– supuestamente le habló de mí diciéndole que podía usarme de salvoconducto para salir del hotel y dar una vuelta por la ciudad. “Bueno”, dice resignado, y colgamos.
Camino hacia el ascensor y noto que allá abajo, en el pasillo del segundo piso de este hotel sevillano de diseño panóptico, Aira sale a paso lentísimo de su cuarto. Subo al ascensor, que es un tubo visible desde el exterior, y veo cómo el escritor nacido en Coronel Pringles en 1949 sube al otro ascensor y llega a destino justo después que yo.
En la planta baja, toda emperifollada de rojo para la entrega del premio Formentor, vuelvo a presentarme refiriendo la escena del teléfono. Atravesamos, hablando poco y nada, las entrañas del Barceló Renacimiento hasta llegar afuera, donde nos entibia una brisa tórrida. Me pregunta con voz entre quebrada y sinfónica, casi de ventrílocuo, qué planes tengo. “Caminar hasta la ciudad”, le digo. “Parece que es más de media hora”, advierte.
Pienso en las primeras palabras del discurso que dará mañana y recibí hace unos días por mail: “Un premio tiene algo de final de partida porque mira en una sola dirección: a lo ya hecho”. Pienso en la lentitud pueblerina de sus pasos. Pienso en su camisa escocesa de manga corta. Pienso en sus dedos largos y trémulos de pianista retirado, los nudillos de una mano que frotan, tal vez en una mueca de timidez ansiosa, los nudillos de la otra.
Al volver de la caminata encuentro sobre la cama de la habitación un ejemplar de La ola que lee, un compendio de artículos airanos que nos regalaron. Leo al tuntún: “Constituirse en importante es la condición para que un escritor pase al dominio público en sentido amplio. Lo malo es que un escritor importante deja de ser un escritor para transformarse en un funcionario del sentido común”.
Hojeo un folleto donde figuran, con foto y currículum, los invitados al evento, que participarán de distintas conversaciones a lo largo de tres días. Me percato de que Gaeb no es la contraseña para entrar en un templo masónico, sino el apellido del agente literario de César Aira y uno de los invitados a la ceremonia.
Bajo al bar a preparar la nota que le haré a Aira mañana. Al parecer, dará varias en una pequeña sala para grupos de dos o tres periodistas. Como en Argentina ya no da entrevistas, tendré la posibilidad de robársela acá, en España. Entreveo a Michael Gaeb y lo abordo. Es alemán y habla un perfecto castellano con acento chilango.
Trabaja con Aira desde hace casi 20 años. Entonces, había leído Un episodio en la vida del pintor viajero y quería mover esa novela en Europa. “Lo llamé desde una cabina telefónica de la Feria de Guadalajara y me dijo inmediatamente que sí, ¡no lo podía creer! Así es César”, cuenta. Está persuadido de que el Formentor, otrora ganado por argentinos como Jorge Luis Borges o Ricardo Piglia, tiene buena repercusión en Italia, Francia y España.
Son las 9.30 en la salita de prensa. Estoy junto a Karina, una periodista venezolana, por entrevistar a uno de los novelistas más geniales de su generación. La cuestión tarda en despegar, al punto de que Aira pregunta “¿tan mal me veo?” cuando apenas comenzados mi colega le propone un descanso. La charla es amena, pero no por eso está exenta de frases bomba, del estilo “éste va a ser el último premio, te lo hacen pagar un poco caro: te dan, pero te exigen”. Esta entrevista es, a todas luces, una forma de “pago”. Aunque resulta difícil sostener un hilo de conversación, en algunos momentos las preguntas mías –tuteándolo– y las de la venezolana –usteándolo– circulan por los mismos rieles y suceden cosas así:
-Yo: ¿Qué te suscita la idea de posteridad?
-Soy como Stendhal: me van a empezar a leer dentro de 50 años. En general, siempre me he sentido incomprendido. Nadie dio en la tecla, nadie acertó conmigo.
-Karina: ¿Ni siquiera sus lectores?
-Ni siquiera.
-Yo: ¿Cómo te trató la pandemia?
-Mal. Me parece patético encontrarle algo bueno a algo tan horrible, sobre todo porque es la culminación de un proceso que venía de antes: prohibiciones, controles, cancelaciones… ésta fue la excusa perfecta para llevarlos al paroxismo. En ese sentido, di por terminada mi vida. No me voy a adaptar, como podrán hacerlo los jóvenes, a andar con barbijos, permisos de circulación, certificados de vacunas. En todo caso, me encerraré en mi casa y no me verán más.
-Karina: ¿Es una amenaza o un plan?
-Amenazar, no amenazo a nadie; al contrario, me están amenazando a mí. Para preparar este viaje, ¡la cantidad de cosas que tuve que hacer!
Por último, tocamos sin ambages temas más bien mundanos.
-Karina: ¿Sigue escribiendo a mano con estilográficas?
-Sí. Tengo mi colección de lapiceras. Cuando viajo en avión, las meto en una bolsita de plástico y después tengo que limpiarlas. Traje dos Lamy, ya las tengo bien limpias. Las caras, marca Montblanc o Vuitton, no las saco de casa.
-Karina: Para ser tan etéreo y desapegado, me llama la atención que sea tan… ¡concreto!
-No son solo las lapiceras, sino también los perfumes franceses. Todo lo que sea de lujo me gusta.
-Yo: ¿Por qué?
-Será porque yo no soy de lujo y entonces necesito objetos que me hagan sentir valioso.
-Yo: ¿En qué gastarás los €50.000 del premio?
-Gasto enormemente en cosas como whisky –siempre tiene que ser Single Malt, 18 años–, perfumes franceses o salmón ahumado.
-Yo: ¿Un hedonismo poco práctico para Argentina?
-Camino mucho de noche por algunas zonas de mi barrio y nunca me robaron, pero me he acostumbrado a no llevar nada encima que no pueda reemplazar. A veces, incluso, veo atracos cerca, pero no sé, estoy protegido.
El evento transcurre íntegro dentro del hotel Barceló, cuyo dueño es uno de los mecenas del premio, y se asemeja a un pequeño festival endogámico en que todas y todos compartimos almuerzos y cenas. De esa manera, tejo relaciones con quienes tengo más afinidad. Hay, entre los invitados, agentes literarios, editores de renombre como Jorge Herralde (de Anagrama), Antoine Gallimard (de Gallimard) o Miguel Aguilar (de Random House), escritores, periodistas e intelectuales.
Al mediodía se lleva a cabo la rueda de prensa. Aira comparte estrado con Basilio Baltazar, presidente de la fundación Formentor. Baltazar lo presenta destacando la constelación laberíntica de su obra, su impaciente imaginación, su fecunda creatividad, su audaz fábula del mundo posmoderno, su malabarismo estético, sus incesantes variaciones literarias, las claves jazzísticas de su improvisación y el modo en que “levanta escenarios y voces que alimentan la perplejidad del lector”.
Aira oye… desairado. Cada tanto revindica su prosa cristalina o refiere, como ha hecho cientos de veces, esa paginita diaria que escribe desde hace años y a la que se aferra como un monje a la meditación. Más adelante le preguntan por el Nobel y responde que no se lo van a dar nunca: “Esos premios hay que justificarlos y la justificación tiene que ser no literaria. Nunca se ha concedido diciendo ‘se lo damos por lo buenos que son sus libros’, sino por la defensa que hizo de esto o de lo otro. Los pondría en un aprieto. Creo que los buenos sentimientos matan la literatura. No esperen de mí loas a la democracia o a los derechos humanos, no me interesan lo más mínimo. Como ciudadano puede ser, pero no como escritor”.
Por cómo dice “sí”, con enjundia y untuosidad, dan ganas de hacerle preguntas retóricas para que las conteste afirmativamente. Y no solo una sino varias, como si uno estuviera frente a una adivina lista para aclarar cualquier duda sobre nuestro futuro. Tonterías del estilo “¿seré rico?, ¿viviré muchos años?, ¿tendré buena salud?, ¿daré la vuelta al mundo?”.
Divago en cuestiones así, un poco distraído, cuando, de pronto, Aira cuenta que su vida fue un cuento de hadas, salvo por un breve periodo que pasó en la cárcel. “Hasta estar en la cárcel fue un cuento de hadas, con una bruja”, dice. La sala se hunde en un silencio de radio. Baltazar está por dar concluida la conferencia. Levanto la mano.
-Me quedó picando lo de la cárcel.
-Fue un pecadillo de juventud. Creí en la política, algo de lo que después abjuré completamente. En realidad, nunca me lo tomé en serio, pero en los 70 lo arrastraban a uno a hacer cosas de las que se arrepentiría. Terminé siendo apolítico porque los políticos elogian la política y mencionan a Aristóteles o a Hobbes, lo cual está muy bien, pero en los hechos la política es chicana, mala voluntad e insulto.
Son las ocho de la noche. Aira viste camisa negra, saco negro, jean negro y angosto, botas negras. “Espero no aburrirlos demasiado”, susurra. Se cambia los anteojos y empieza a leer. Su cuerpo se hamaca suavemente sobre su propio eje. El índice de la mano derecha raspa el papel del texto como quien raspa la quiniela. Jamás levanta la vista. El meneo persiste. La mano izquierda acaricia la barba. Cita a Leibniz, el filósofo alemán: “Dios nos da la atención y la atención lo puede todo”.
En un momento se lía, mueve la cabeza, suspira, trastabillan las palabras, titubea y dice, moviendo la cabeza de este a oeste como si hubiera entrevisto el pliegue ínfimo y sutil de una realidad dentro de otra: “bueh, qué desastre”. Es una estría infinitesimal, un instante puro en los 20 minutos de lectura. Lo pueden comprobar en YouTube, se parece a cazar la sonrisita de Martha Argerich tocando la polonesa 6 de Chopin que tan bien describe Emmanuel Carrère en Yoga. “Nada más, muchas gracias”, finaliza.
Curiosidades, o no: en la rueda de prensa Aira había hablado con admiración de Cae la noche tropical, la última novela de su querido Manuel Puig. El libro me retumba en la cabeza. Lo encuentro online, lo descargo y lo empiezo a leer en el teléfono, qué horror. Camino del aeropuerto, en la sala de espera, en el avión.
Ya en Barcelona, camino como un zombi hasta llegar a mi restaurante chino favorito. Me siento en una mesa de la terraza. Viene Juan, el camarero andaluz, un personaje digno del mejor Almodóvar. Me pregunta qué leo con tanta atención. De adolescente, él y su pandilla de amigos “muy maricones” le robaron un ejemplar de Cae la noche tropical al cura de su escuela. “Y eso que yo, comparado con el sacerdote, era un camionero”, dice, para definir almodóvarmente al culpable de sus aficiones literarias.
Juan y sus compañeros devoraron la novela de manera clandestina. Cuando el cura se enteró de lo sucedido, los retó por robar, los perdonó por confesar y les permitió entrar, en pleno franquismo, a su desván secreto para leer otras novelas.