La vida literaria de los felinos
Compañeros por excelencia de escritores, inspiraron y protagonizaron grandes obras. En el Día Internacional del Gato, un recorrido por textos de Borges, Cortázar, Lessing, Capote y más
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“Un escritor sin un gato es como un ciego sin lazarillo”, dijo con cierta sabiduría Osvaldo Soriano. Tal afirmación no resulta equivocada cuando uno repasa la larga lista de quienes se dejaron seducir por el encanto felino. Silvina Ocampo contó que cuando Jorge Luis Borges abría una puerta en la Biblioteca Nacional, le preguntaba al gato que ahí vivía: “¿se puede entrar?”. Si ese gato estaba sentado en su silla él simplemente elegía otra para trabajar. Será entonces cierto lo que pensaba el antropólogo y sociólogo francés Marcel Mauss: “los gatos son los únicos animales que consiguieron domesticar al hombre” y que confirmó Winston Churchill con un contundente: “Los perros nos miran como sus dioses, los caballos como sus iguales, pero los gatos nos miran como sus súbditos”.
El carácter místico del gato atraviesa la literatura y expone la dualidad, adoración y odio, pero nunca indiferencia. En su día, celebramos entre frases, obras e imágenes al animal que Dios creó, según Victor Hugo, “para ofrecer al hombre el placer de acariciar un tigre”.
Una de las mayores preocupaciones que tuvo la británica Doris Lessing cuando ganó el Premio Nobel, en 2007, fue la incomodidad de su gata ante el revuelo de la prensa, y de los curiosos y seguidores en la puerta de su casa. El amor de Lessing por los felinos quedó inmortalizado en Gatos ilustres, libro en el que repasa su vida con único hilo conductor: la historia de los gatos que compartieron su existencia. “Un gato es un auténtico lujo... lo ves caminar por tu habitación y en su andar solitario descubres un leopardo, incluso una pantera. La chispa amarilla de esos ojos te recuerda todo el exotismo escondido en el amigo que tienes al lado, en ese animalito que maúlla de placer cuando lo acaricias”.
Como devota de Lessing desde su época universitaria, la escritora estadounidense Vivian Gornick buscó encontrar en las páginas de aquel libro consejos prácticos que la ayudaran a sobrellevar la vida con el gato que había decidido adoptar. “Sentí la necesidad de que hubiera algo vivo rondando por la casa –escribe– (…) La necesidad de compañía había triunfado, y salí en busca de una criatura cariñosa que ronroneara en mi regazo, durmiera en mi cama y llenara de vida mi departamento con su presencia antigua. Así que comencé a leer este delgado y pequeño volumen sobre los gatos. Pero el libro no me estaba dando nada de lo que necesitaba. ¡Otro autor célebre enternecido por los gatos! Años después de eso, casi todo lo que podía recordar del libro era que Lessing había tenido un gato al que se refería como ‘gato gris’ y otro que era ‘gato negro’, y que uno de ellos dormía en el hueco de su rodilla doblada, y que al otro lo envolvía en una toalla húmeda cuando se enfermaba”.
Como Lessing, nuestra Olga Orozco hizo su declaración de amor: “Me gustan los perros. Tenía perros cuando chica, pero realmente el animal que ha estado más cerca de mí fue un gato: Berenice. Estuvo conmigo quince años y medio y creo que teníamos una profunda telepatía, pero tampoco podría decir que fuese un animal. Era mi tótem –cuenta la poeta argentina en un pasaje de Travesías (Conversaciones entre Olga Orozco y Gloria Alcorta, coordinadas por Antonio Requeni)–. Tenía en el paladar el círculo oscuro que tienen los animales sagrados en Egipto. Caminaba retrocediendo como los que ven fantasmas y creo que a veces hasta me dictaba lo que escribía. Además, me trataba como si fuera una reina. Podía entrar alguien en la habitación y ella no le hacía el menor caso, se quedaba en su canasta, pero entraba yo y se ponía de pie. Yo canto muy mal, por dentro me siento un ángel, pero por fuera sueno a perro; pues bien, en casa había de pronto una reunión en la que otros cantaban, y cantaban bien. Berenice permanecía inconmovible, en la lejanía; pero en cuanto yo daba la primera nota, aparecía Berenice y hacía acto de presencia durante toda mi actuación. Cuando yo terminaba, recién se retiraba. Cuando yo trabajaba y tenía un horario para levantarme o me quedaba dormida, Berenice me tiraba de la manta a la hora señalada; se trepaba a la cama y yo me despertaba como con un zorro alrededor del cuello. Le escribí un libro cuando murió, los Cantos a Berenice, que son diecisiete cantos”.
En la literatura argentina hay varios ejemplos que muestran la íntima relación que mantuvieron escritores y felinos. Desde su infancia, Jorge Luis Borges amó a los tigres, los dibujaba, los buscaba en las enciclopedias, los admiraba en las jaulas del Zoológico, por eso no es de extrañar que los pequeños “tigres” habitaran su casa.
“No son más silenciosos los espejos\ni más furtiva el alba aventurera; \eres, bajo la luna, esa pantera\que nos es dado divisar de lejos.\Por obra indescifrable de un decreto\divino, te buscamos vanamente; \más remoto que el Ganges y el poniente, \tuya es la soledad, tuyo el secreto.\Tu lomo condesciende a la morosa\caricia de mi mano. Has admitido, \desde esa eternidad que ya es olvido, \el amor de la mano recelosa.\En otro tiempo estás. Eres el dueño\de un ámbito cerrado como un sueño”. “A un gato” tituló Borges dicho poema incluido en El oro de los tigres. El escritor tuvo dos, Odín, el atigrado se llamó así en honor al dios de la mitología nórdica y Beppo, que en sus primeros días se llamó Pepo. “Llegué con el gato a la casa de Maipú –recuerda Epifanía Uveda de Robledo, la ama de llaves del escritor y coautora con Alejandro Vaccaro de El Señor Borges–. Lo bauticé Pepo porque en aquellos años me gustaba un jugador de futbol que se llamaba Reinaldi y le decían ‘la Pepona’ (…). Él lo empezó a llamar Beppo”. El caprichoso animal blanco heredó el título del extenso poema de Lord Byron que lo nombró así en honor a uno de sus cinco gatos.
En La cifra, Borges le escribe a Beppo: “El gato blanco y célibe se mira /en la lúcida luna del espejo /y no puede saber que esa blancura /y esos ojos de oro, que no ha visto /nunca en la casa, son su propia imagen / ¿Quién le dirá que el otro que lo observa / es apenas un sueño del espejo? / Me digo que esos gatos armoniosos, /el de cristal y el de caliente sangre, /son simulacros que concede al tiempo /un arquetipo eterno. Así lo afirma, / sombra también, Plotino en las Ennéadas./ ¿De qué Adán anterior al paraíso, /de qué divinidad indescifrable/ somos los hombres un espejo roto?”.
Julio Cortázar, bautizó a su gato T.W. Adorno, en honor al filósofo y sociólogo alemán. A su gata le puso Flanelle: “(…) en eso los meopas se parecen muchísimo a mi gata Flanelle (honi soit qui mal y pensé en la Argentina: Flanelle se llama así por su pelaje y no por su libido), que también brinca cada tanto a mi mesa para explorar lápices, pipa y manuscritos –narra en ‘El agua entre los dedos’–. Todo aquí es tan libre, tan posible, tan gato”. Flanelle era la consentida; con ella solía vérselo en las fotos y la razón de los celos confesos por sus compañeras (en el cuento “Orientación de los gatos” da cuenta de esta situación). A Adorno le regaló el relato “La entrada en religión de Teodoro W. Adorno”, donde describe cómo conoció a aquel gato negro, delgado, hambriento, que vivía en un basurero de Saignon, pueblecito del interior de Provenza donde pasaba las vacaciones y la relación que entabló bajo sus códigos. “(…) mi mujer y yo vimos llegar a Teodoro por el sendero que baja al ranchito y era un gato sucio y canalla, negro debajo de la ceniza polvorienta que mal le tapaba las mataduras, porque Teodoro con otros diez gatos de Saignon vivía del vaciadero de basuras como cirujas de la quema (…) A los dos días me dejó que lo cepillara, a la semana le curé las mataduras con azufre y aceite; todo ese verano vino de mañana y de noche, jamás aceptó quedarse a dormir en casa, qué te creés, y nosotros no insistimos porque pronto nos volveríamos a París”. La presencia gatuna también está presente en Rayuela, en las cosas que maravillan a la Maga y en la voz del narrador: “(…) siempre inevitablemente los minouche morrongos miaumiau kitten kat chat cat gatto grises y blancos y negros y de albañal, dueños del tiempo y de las baldosas tibias, invariables amigos de la Maga que sabía hacerles cosquillas en la barriga y les hablaba un lenguaje entre tonto y misterioso, con citas a plazo fijo, consejos y advertencias”.
En sus días de exilio en París, Osvaldo Soriano solía cuidar de la gata de Cortázar. La relación del autor de No habrá más penas ni olvido con los felinos era muy intensa, cargada de cierto misticismo. “Yo no tengo biografía. Me la van a inventar los gatos que vendrán cuando yo esté, muy orondo, sentado en el redondel de la luna”, dijo en una entrevista el hombre que encontró en ellos la compañía en los días de soledad y la inspiración frente a la máquina de escribir: “Un gato me trajo la solución para Triste, solitario y final. Un negro de mirada contundente, muy parecido a Taki, la gata de Chandler. Otro, el negro Vení, me acompañó en el exilio y murió en Buenos Aires. Hubo uno llamado Peteco que me sacó de muchos apuros en los días en que escribía A sus plantas rendido un león. Viví con una chica alérgica a los gatos y al poco tiempo nos separamos”. En una nota que homenajeó a Soriano a diez años de su muerte, Rodolfo Rabanal destacó que el gordo creía que los gatos nada hacían por azar: “De modo que, si su gato había dormido sobre los papeles producidos durante la noche, el trabajo ‘tenía sentido’”.
Es conocida la fascinación que el poeta chileno, Pablo Neruda, sentía por este animal venerado por los egipcios. El ganador del Premio Nobel en 1971 dejó al descubierto su encanto en “Oda al gato”: “(…) Oh pequeño/ emperador sin orbe,/ conquistador sin patria, / mínimo tigre de salón, nupcial / sultán del cielo/ de las tejas eróticas,/ el viento del amor/ en la intemperie/ reclamas/ cuando pasas/ y posas / cuatro pies delicados/ en el suelo,/ oliendo,/ desconfiando/ de todo lo terrestre,/ porque todo/ es inmundo/ para el inmaculado pie del gato./ Oh fiera independiente/ de la casa, arrogante/ vestigio de la noche,/ perezoso, gimnástico/ y ajeno,/ profundísimo gato”, dice en sus versos.
En la casa situada en la isla de Key West, en Florida, Ernest Hemingway llegó a tener más de 30 gatos. La mayoría de ellos sufrían de un trastorno genético llamado polidactilia (anomalía que hace que nazcan con más dedos de los habituales). En la actualidad, en la casa que funciona como museo residen entre 40 y 50 gatos con seis dedos, descendientes de Bola de nieve (Snowball), pequeño felino que le regaló un capitán de mar. Los marineros preferían a los gatos polidáctilos, porque creían que eran de buena suerte. El cariño del autor de Por quién doblan las campanas hacia estos animales fue reflejado por la periodista estadounidense Carlene Fredericka Brennen en el libro Los gatos de Hemingway, donde cuenta curiosidades como que, en la casa en Cuba, en la Finca Vigia, tuvo 57 de estas criaturas deambulando por sus terrenos. “Un gato simplemente lleva a otro –escribió Ernest en una carta a su primera esposa, Hadley Mowrer–. El lugar es tan malditamente grande que en realidad no parece que hubiera muchos gatos hasta que los ves moviéndose como una migración masiva a la hora de comer”.
Descrita como la “mujer de los gatos”, la francesa Sidonie-Gabrielle Colette, más conocida como Colette, fue una pionera en la lucha de los derechos de los animales, desde muy chica intentó ver la vida a través de sus ojos. Los gatos fueron sus verdaderos compañeros en la vida y la escritura. En La Chatte, Colette narra el compromiso y la luna de miel de una joven pareja dividida por la devoción del hombre hacia Saha. “No era solo un gatito lo que llevaba en ese momento, reflexionó Alain. Era la nobleza encarnada de toda la raza felina, su indiferencia ilimitada, su tacto, su vínculo de unión con el aristócrata humano”. En la reseña publicada en The New York Times, en 1936, Margaret Wallace destaca: “Hay algunos escritos en esta novela que serían difíciles de igualar por su delicadeza y exactitud, y hay docenas de deliciosas imágenes de Saha. Nadie que sea aficionado a los gatos puede permitirse el lujo de perder a este conocido”.
Del escritor Charles Bukowski, su biógrafo Howard Sounes aseguró: “Se volvió sentimental con respecto a los gatos en su vejez”. Lo cierto es que el poeta maldito, símbolo del realismo sucio, sentía cierta debilidad por estos animales. “En mi próxima vida quiero ser gato. Dormir 20 horas al día y que me den de comer. Pasarme el día lamiéndome el culo. Los humanos son demasiado miserables e iracundos y siempre están haciendo cosas”. En Gatos, publicado en la Colección Visor de Poesía (Ediciones Continente) y editado por Abel Debritto se ofrece un compendio de poemas y prosas de Bukowski dedicado a estos seres. “Cuando los elementos me atenazan y paralizan, me limito a mirar a mis gatos. Tengo nueve. Miro a uno de ellos, dormido o medio dormido, y me relajo. Escribir también es mi gato. La escritura me ayuda a plantarle cara a todo. Me apacigua. Aunque solo sea durante unos instantes. Luego se me cruzan los cables de nuevo y vuelta a empezar de cero.”
En Muy lejos de Kensington, la insomne señora Hawkins, alter ego de la novelista británica Muriel Spark, ofrece un preciado consejo a quienes quieren escribir y tienen problemas de concentración: “debe adquirir un gato. A solas con el gato en la habitación en que trabaja, le expliqué, el gato invariablemente se subirá en la mesa y se instalará plácidamente debajo de la lámpara de la mesa (…) El gato se acomodará y estará sereno, con una serenidad que escapa a toda comprensión. Y la tranquilidad del gato gradualmente se le transmitirá a uno mientras está allí sentado, de tal modo que todos los elementos excitables que impiden la concentración se apaciguarán y le devolverán a su mente el autodominio que ha perdido. No hace falta mirar al gato todo el tiempo. Su simple presencia es suficiente. El efecto que tiene un gato en la capacidad de concentración es extraordinario y muy misterioso”.
La imagen de Edgar Allan Poe acompañado por Catarina, la gata de Virginia Clemm, su esposa (algunos biógrafos sugieren que mantuvieron una relación más fraternal que conyugal), se recreó en miles de ilustraciones. Más allá de la discusión de la versatilidad de que el animal se sentara en su hombro mientras escribía, a Poe le gustaban los gatos, tuvo otros, pero Catarina era distinta, y compartía en sus cartas a sus amigos el cariño que sentía hacia ella. Aparentemente fue aceptada en la casa en 1839, antes de que se mudaran a Cates Street. La gata fue una fiel compañera de Virginia hasta el día de su muerte y el consuelo de Poe en los momentos más dolorosos.
“Pluto –así se llamaba el gato– era mi mascota y mi compañero de juegos preferido. Solo yo lo alimentaba, y él me seguía por toda la casa. Era complicado impedirle que me siguiera por las calles”, inmortalizó Poe en el cuento “El gato negro”, una de las mayores obras de la literatura. Pluto es uno de los felinos más famosos (es cierto que su nombre también nos lleva a pensar al fiel compañero de Mickey) junto al Gato con botas, héroe de los Cuentos de mamá ganso de Charles Perrault; al alto, travieso, vestido con un sombrero de copa a rayas rojas y blancas y una corbata de lazo rojo de Dr. Seuss; al gato de Cheshire, también llamado Gato Risón o Gato Sonriente de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll y a Church, el felino que Stephen King hace volver de la muerte en Cementerio de animales.
“A los escritores les gustan los gatos porque son criaturas tranquilas, adorables y sabias, y a los gatos les gustan los escritores por las mismas razones”, intentó echar luz el novelista, periodista y dramaturgo canadiense Robertson Davies la obsesión que despiertan los felinos en el universo literario. Ray Bradbury en Zen en el arte de escribir devela la clave a la hora de crear, imaginar: “Este es el gran secreto de la creatividad. Trata a las ideas como a los gatos: haz que te sigan”.
Pensemos en Mark Twain y sus numerosos compañeros a los que llamó Apollinaris, Beelzebub, Blatherskite, Buffalo Bill, Satan, Sin, Sour Mash, Tammany o Zoroaster; en Patricia Highsmith, que se sentía a salvo entre sus gatos (tuvo seis). La prolífica autora de El Talento de Mr. Ripley y Extraños en un tren encontraba en ellos el equilibrio emocional y la inspiración para sus historias, como “Lo que trajo el gato”, maravilloso relato que forma parte de La casa negra: “El gato hizo un ruido más prolongado en su trampilla y, ya con la negra cola y los cuartos traseros a manchas dentro de la casa, retrocedió tirando de algo hasta que pasó por el óvalo de plástico. Lo que había metido en casa era blancuzco (…) ¡Son dedos humanos!, dijo Phyllis. Todos miraron incrédulos acercándose despacio desde la mesa de juego. El gato miraba, orgulloso, las caras de los cuatro humanos que estaban contemplándolo. Gladys contuvo el aliento. Los dos dedos estaban muy blancos e hinchados, no había rastro de sangre, ni siquiera en la base de los dedos, que incluía unos cinco centímetros de lo que había sido la mano”.
Era frecuente que Truman Capote fuera fotografiado abrazado a sus gatos, a su bulldog y en algunas ocasiones, cuando lograba la paz, junto a ellos como si fuera una gran familia. En Desayuno en Tiffany’s, el gato sin nombre de Holly Golightly se convierte un símbolo clave en la novela que Audrey Hepburn inmortalizó en el cine: “Somos un par de seres que no se pertenecen, un par de infelices sin nombre, porque soy como este gato, no pertenecemos a nadie –dice Holly en una escena del filme–. Nadie nos pertenece, ni siquiera el uno al otro”.
Los ejemplos abundan y forman parte de la propia historia de la literatura y de la humanidad. Haruki Murakami es uno de los tantos escritores que confesó su obsesión. Asimismo, el poeta, novelista, dramaturgo y cineasta francés Jean Cocteau bromeaba cuando le preguntaban por afición: “Si prefiero los gatos a los perros, es porque no hay gatos policía”.
En una de sus irónicas y llamativas declaraciones, Garfield proclamó: “Tigres, leones, panteras, elefantes, osos, perros, focas, delfines, caballos, camellos, chimpancés, gorilas, conejos, pulgas... ¡Todos han pasado por ello! Los únicos que nunca hemos hecho el ridículo en el circo... ¡somos los gatos!”. Jacques Sternberg, el novelista, cuentista, guionista y periodista belga-francés, prefirió resumir la obsesión en estas palabras: “En el principio, Dios creó el gato a su imagen. Y, bien entendido, encontró que estaba bien. Pero el gato era perezoso, no quería hacer nada. Entonces, más tarde, después de algunos milenios, Dios creó al hombre. Únicamente con la finalidad de servir al gato, de servirle de esclavo hasta el fin de los tiempos”.