La vida buena. Aislados en la globalidad
La realidad es infinitamente más rica y compleja, que aquello que vemos en plataformas y redes. Y requiere de nuestra atención y nuestra presencia encarnada
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Íbamos a vivir en una comunidad global, con el planeta convertido en un espacio donde las fronteras conocidas hasta entonces, tanto físicas como mentales y culturales, desaparecerían. Pero el paraíso anunciado nunca fue tal, y hoy nos encontramos conque cada uno es una isla, un fragmento solitario cada vez más ajeno a la realidad corpórea, tangible. La globalización, ese fenómeno tecnológico y económico con resonancias sociales y culturales, nació como utopía en el tercio final del siglo XX y se va convirtiendo en distopía, su opuesto, a medida que avanza la tercera década del siglo XXI.
La promesa de una humanidad única y fraternal no fue tal. La meta real de aquella propuesta se reveló a la luz de los hechos. Se trataba de convertir al mundo en un mercado único, en una mina de oro para los buscadores de nuevas y jugosas rentabilidades. Con la globalización, el capitalismo ingresó en una nueva etapa. Lejos de su ciclo industrial y productivo, y dejando atrás su tramo financiero, entró en la era del capitalismo de datos.
Las innovaciones tecnológicas tienen menos que ver con el real bienestar, con la felicidad y con la eliminación de problemas y desigualdades, aunque se vendan como panaceas para todo eso, que con crear un nuevo modelo de negocios en el cual la materia prima son los usuarios de esa tecnología. Como describe en su libro Capitalismo de plataformas, el economista canadiense Nick Srnicek, profesor en el King’s College de Londres, aislados en nuestras pantallas, con la ilusión de estar comunicados con todo y todos, cuando en realidad solo estamos conectados pero cada vez más incomunicados desde el punto de vista humano. Somos esas nuevas fuentes que proveen incesantemente material a los verdaderos beneficiarios de la globalización.
Cada usuario es una isla y debe permanecer como tal, engañado por la ilusión de la comunicación. Cuantas más horas esté conectado y aislado del mundo, explica Srnicek, más tiempo trabaja gratis para las grandes y monopólicas plataformas, que mientras le “regalan” aparentemente un servicio, le encarecen otro.
En una investigación publicada en la revista digital Psyche, Teodora Stoica, becaria posdoctoral en el Departamento de Psicología de la Universidad de Arizona, informa que hoy las personas permanecen un promedio de 82 horas semanales ante pantallas, consumiendo información a través de redes sociales, buscadores y plataformas en general, mientras son a su vez consumidas por vía de los datos que ofrecen durante esa actividad. Tal cantidad de horas significa el 69% del tiempo de vigilia. Es decir, queda apenas un 30% para vivir en el mundo real: contacto y conversaciones presenciales con otras personas, lectura de libros y diarios físicos, comer, hacer el amor, jugar con los hijos, pasear por la naturaleza, prestar atención a los propios procesos y necesidades interiores. La vida, diría hoy John Lennon, es eso que pasa mientras estás secuestrado por una pantalla. Una vez adentro, la atención se va dispersando y fragmentando. Esa navegación resulta cada vez más obsesiva y adictiva y, dice Stoica, “aunque el cerebro es una maravilla de la ingeniería neurobiológica, no puede soportar este tipo de ataques de datos”. Entre 90 y 120 minutos después suele olvidar aquello con lo que fue cargado.
Hace 20 años, en un ensayo premonitorio titulado ¿Cuánta globalización necesitamos?, el pensador alemán Rudiger Safranski advertía contra la compulsión de ser global aunque la realidad no lo sea. La realidad es infinitamente más rica y compleja, que aquello que vemos en plataformas y redes y que confundimos con ella. Y requiere de nuestra atención y nuestra presencia encarnada, no virtual. Porque, como decía José Ortega y Gasset, “la atención es la función encargada de dar a la mente su estructura y cohesión”.