“La persona más genial”. A 50 años del suicidio de Alejandra Pizarnik, el recuerdo de su amiga Ivonne Bordelois y el encuentro con Borges
“Le gustaba provocar”, dice con afecto la escritora, y rememora aquellos días junto a la gran poeta en París, donde se conocieron
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“Vestida de camionero, puteando, carajeando, un tanto lumpen, así la conocí a Alejandra en París”, evoca Ivonne Bordelois, poeta, ensayista aquellos años, los 60, en la ciudad francesa. “Le gustaba provocar, incomodar”, dice de su amiga, con la que compartió una intensa correspondencia hasta la muerte de Pizarnik, ocurrida hace 50 años, el 25 de septiembre de 1972, en Buenos Aires.
El encuentro entre Alejandra e Ivonne fue planificado por Lulú. “Viajé a París en 1960, porque obtuve una beca del gobierno francés. Allí estaba mi tía, Lucía Bordelois, hermana de mi padre, una de las mujeres más importantes de mi vida. Lulú pertenecía a un grupo de artistas, del que formaba parte Alejandra. Sí o sí quería que la conociera. Nos encontramos en un pequeño restaurante en las cercanías del Luxemburgo –narra Ivonne el momento–. Alejandra claramente estaba en el papel de niña rebelde. Era una forma de decir ‘yo no tengo nada que ver con ustedes’. A mí me divirtió su pose. Yo tenía todo el aspecto de niña burguesa, era la niña que había hecho bien todos los deberes: estudiaba, tenía un novio abogado, que también estaba en París. Estaba en las antípodas de lo que ella representaba –se ríe Ivonne de aquella situación, de espaldas a una de las ventanas en la que puede verse una de las hermosas cúpulas del barrio de Congreso–. A lo largo de ese almuerzo me di cuenta de que había algo más. Empezamos a conversar, ella no paraba de decir palabrotas, pero detrás de esos chistes, de las obscenidades, se develaba que era una persona de enorme talento, con gran sentido crítico y humor. Cuando hablaba de literatura daba en el clavo, lo hacía con incisión, con una perfección extraordinaria. Siempre fue muy original. Allí mismo intercambiamos las direcciones y nos empezamos a ver”.
El último día de 1959, Alejandra escribió en su diario: “Iré a París, me salvaré”. De 1960 a 1964 (“el único periodo de mi vida en que conocí la dicha y la plenitud”), se instaló en la ciudad francesa, donde trabajó como traductora, correctora y crítica literaria para la revista Cuadernos y formó parte del comité de colaboradores extranjeros de Les Lettres Nouvelles y de otras revistas europeas y latinoamericanas. “He andado publicando algunas cosas en revistas de por aquí: en la Nouvelle Revue Française y en Les Lettres Nouvelles (…) mientras trabajo en sitios infames para ganarme el duro pan de cada noche”. Tradujo autores como Henri Michaux, Antonin Artaud, Aimé Césaire e Yves Bonnefoy, conoció a Jean-Paul Sartre y a Simone de Beauvoir. En una carta que le escribió a su amigo Antonio Requeni, periodista y poeta (incluida en Nueva correspondencia Pizarnik 1955-1972, edición Bordelois y Cristina Piña, Lumen) narra el encuentro con la filósofa y autora de El segundo sexo: “Conocí a Simone de Beauvoir. Nos encontramos en Les Deux Magots (clásico café parisino) y hablamos varias horas. Es muy encantadora y accesible. Terminé hablándole de mi piecita y de mi exaltada adolescencia. Tal vez la vea de nuevo. También conocí a Octavio Paz, a quien veo con cierta frecuencia”. En París, cosechó grandes amistades que mantuvo durante toda la vida: Julio Cortázar, Octavio Paz (que prologó su cuarto libro de poemas Árbol de Diana, de 1962), Roberto Yahni, Ivonne Bordelois, Rosa Chacel. “¿Y qué puedo decirte de París que ya no sepas? –le confiesa a Requeni–. Estoy enamorada de esta ciudad y de las callecitas que dicen, que cantan. No hago más que caminar y ver y aprender a ver; he conocido algunos jóvenes poetas y pintores franceses; reconozco que siento alguna nostalgia del castellano, tanto hablar francés me deja idiota. Para consolarme escribo algunos poemas –se me escriben–”. Cortázar y Paz la ayudaron a sumarse a la revista cultural Cuadernos, dirigida por el escritor colombiano Germán Arciniegas. Fue también en aquella ciudad que entrevistó a Marguerite Duras para La República, de Caracas, en 1963.
“Sus padres hicieron grandes sacrificios para que Alejandra viajara a París –reconoce Ivonne–, incluso su madre, con la que nunca tuvo una buena relación. Alejandra resplandeció en París, en un lugar que no tenía nada que ver con su familia. Yo la conocí en ese momento y tuve suerte de compartir ese tiempo cenital de su vida. Me deslumbró”.
Durante los primeros meses en Europa, Alejandra Pizarnik vivió en la casa del tío paterno en Châtenay-Malabry. Luego se trasladó a diferentes cuartos, hoteles. Un departamento de la calle Saint-Sulpice, en el barrio de Saint-Germain, fue la residencia más constante en París. “Ella vivía cerca de La Sorbonne y yo iba hasta su casa. Así que alternaba mis clases en La Sorbonne con visitas al departamento de la rue St. Sulpice –pronuncia Ivonne en un perfecto francés–. Lo tenía destruido, era un caos. El desorden de ese departamento era indescriptible, una jungla, en la que no sabías por dónde caminar, hacía frío. Pero cuando te sentabas y ella comenzaba hablar, te olvidabas de todo. Era maravilloso escucharla hablar de literatura, de poesía, decía cosas que yo no había escuchado antes, tenía una conversación fascinante. Fue allí donde escuché y disfruté de sus poemas. Era muy interesante todo lo que hablábamos, porque Alejandra se salía de lo académico, del análisis formal. Era agudísima en sus juicios. Revisábamos los clásicos franceses como Valéry, Rimbaud, Mallarmé, su mirada era tan atenta, tan profunda, rompía con las estructuras, con las lecturas. Tenía un humor increíble, delirante. Todos los que la conocían quedaban fascinados. Y esa forma de hablar… esa voz tan especial. Hay algunas grabaciones en las que se la puede escuchar”.
- ¿Qué era lo que le llamaba más la atención de esa voz, de ese hablar?
- Era una voz muy vacilante, tenía un corte de sílabas muy raro. No hablaba continuo, fluido. Se forzaba, como si fuese a deletrear y ese esfuerzo, en vez de aclarar, confundía. Tenía un ritmo que desconcertaba, de palabras entrecortadas imprevisiblemente. Acababas hipnotizada. En alguna parte llegué a comparar su elocución [lo hace en el prólogo de Correspondencias] con aquel retrato de Wittgenstein, en el que se dice que su hablar recordaba el estilo de quienes hacen carrera de bicicleta a la inversa, procurando recorrer, en el mayor tiempo posible, una distancia mínima. Su dicción estaba plena de ambigüedades, su lentitud le daba al lenguaje efectos insospechados, quiebres, asociaciones. Lo mismo ocurre cuando uno lee sus cartas, repletas de desvíos… Pero en su mirada profunda y jocosa se evidencia esa capacidad de reflexionar, de señalar lo que parecía obvio. Esa libertad, despojada de toda costa académica, le permitía delatar las erratas de un escritor célebre y también celebrarlo o detenerse en un verso callejero, en una nueva voz. Autores como Octavio Paz, Julio Cortázar no podían no rendirse ante la lucidez y la originalidad de Alejandra. No exagero cuando digo que una acabada hipnotizada, hablaba desde las tripas, con una plasticidad extraordinaria. Era capaz de meter a Borges, citar al Antiguo Testamento, contar un chiste obsceno, recitar un poema surrealista de Bretón y, por qué no, colar un tango… En ella todo adquiría significado. Era un festín. Seducía a la gente, tenía una particular manera de ver, de verte”.
- ¿De qué forma?
- Lo veía todo como en otra dimensión, era una especie de psicoanalista, lo hacía de manera espontánea. Vos le hablabas de algún aspecto trivial de tu vida y ella, inmediatamente, le daba una especie de interpretación, otro significado, mucho más interesante. Te escuchaba con toda el alma, y te proyectaba otras dimensiones que vos no sabías de vos mismo.
- ¿Cómo empezaron a trabajar juntas?
- Es lo más lindo que puedo contar, porque vi los originales de Árbol de Diana, luego los poemas de Los trabajos y las noches. Me hacía bastante caso [ríe]. Me leía sus cosas, discutíamos. Afirmó nuestra amistad, nunca anulé su pensar. La obra de Alejandra es extraordinaria, cambió la poética. También pienso que a veces es muy regular y otras, a veces tiene caídas. Como sucede con otros autores. Cuando uno se hace de cierta fama, se suele halagar lo que el otro dice y escribe, yo le decía sin problemas esto me gusta, esto no y así nos peleábamos. Recuerdo cuando hablamos de Los trabajos y las noches, discutíamos por el orden de publicación. Para mí es importante el ordenamiento de los poemas, porque influye mucho en el conjunto. Era muy obsesiva con la corrección. Ella misma decía que se pasaba horas “estudiando un adjetivo”. Buscaba el sentido…
Sobre la mesa, Ivonne tiene apilada varias carpetas con folios en las que guarda cartas y fotos de su amiga (en conmemoración a Pizarnik, Ivonne participó de la presentación del libro Alejandra Pizarnik. Biografía de un mito en el Centro Cultural Borges y brindó cartas, dibujos y collages para la muestra que se exhibe en Biblioteca Nacional Mariano Moreno). La letra pequeña y redonda de Alejandra juega con algunos de los dibujos que esbozaba en el mismo papel. “Queridísima gorda: No me maldigas por lo del domingo. Tenía unos vértigos tan horribles que llamé a C.G (Marie Jeanne Noirot, amiga de Alejandra que trabajaba entonces en el grupo directivo de Éditions du Seuil) y le pedí que te avisara de mi imposibilidad somática de estar de pie en la puerta del teatro a tu espera. Trataré de pasar el viernes alrededor de las 13 hs. Por tu guarida amparadora (…) Si querés y si te puede servir hablaremos de mi librito (hace referencia al manuscrito de Árbol de Diana) para tu comentario. O sea: explicarte el porqué y el etc. Aunque no creo que te haga falta. No sé si te dije lo bien que me sentí después de haber descargado sobre la pobrecita Ivonne mis obsesiones del otro día –las cuales cuyas (Esta redundancia de pronombres relativos es habitual en la correspondencia de Pizarnik) obsesiones desaparecieron– y no sé si te lo agradecí. Le ciel sait cómo puede salvarte a veces dos ojos humanos que “escuchan” con profunda atención. Veámonos y besos a ti y a Queta de Alejandrita”.
- Para la revista venezolana Zona Franca entrevistaron juntas a Jorge Luis Borges en su departamento de la calle Maipú.
- Estas entrevistas las cobraba muy bien, en dólares. Alejandra se vestía de una manera diferente y ella sabía que producía escozor en ciertos círculos y Borges era un señor bien. Ella en esos ambientes no se sentía muy cómoda, por lo que me pidió que la acompañara, quería paliar ese efecto que causaba. Nos organizamos. “Yo voy a hacer las preguntas, vos podés preguntar también lo que quieras. La vamos a grabar”, me dijo. Cuando llegamos al departamento, Alejandra se enroscó como un gatito en el sofá. La que hizo las preguntas fui yo, que tenía el machete con el cuestionario que había preparado ella y con otras mías. Desde el rincón, intercalaba alguna pregunta.
En blanco y negro se las ve a Ivonne y a Alejandra. “Parecemos dos niñas, pero no lo éramos tanto”, bromea la amiga que se abraza al recuerdo a través de las fotos. “Me irrita mucho quienes dicen que Alejandra era un personaje o que jugaba al personaje. Borges también lo era y nunca nadie le dijo que lo hacía. En cambio, a ella le caen encima, como lo hizo César Aira. Si solo fuera un personaje, no hubiera escrito lo que escribió y hecho lo que hizo. Me parece injusto ignorar hasta qué punto la persona auténtica en ella desborda el disfraz. El personaje que hicieron de ella amenaza con sofocarla. Ese disfraz, máscara, personaje, como quieran llamarlo, no se trata de una impostura, sino de una necesidad, de un manotazo de ahogado, pero en todo eso, sobresale el instinto autocrítico de Alejandra, una faceta más de su espíritu crítico. Tenía un extraordinario don de lectura y de crítica, que a mí me marcaron y contagiaron para siempre. Fue la persona más genial que he conocido. Y tuve el privilegio de compartir experiencias con Borges y Noam Chomsky (se doctoró en lingüística en el Instituto Tecnológico de Massachusetts con Chomsky). Alejandra era totalmente revolucionaria, en su manera de descubrir verdades evidentes, pero escondidas en cuanto al lenguaje de la literatura. Lo que decía parecía absolutamente sensato, lo he dicho en otras oportunidades, podía resultar obvio, hasta que uno se daba cuenta de que nadie lo había dicho hasta entonces”.