La mitología de la infusión nacional
Aunque me reconozcan como un cafetero fanático (“soy un drogadicto: tomo diez cafés por día”, es el comienzo de mi primer libro), no me tiembla el pulso para decir: vivimos en el país del mate. Lo acreditan los números, porque se consume seis veces más yerba que café, y las palabras: el mate es la sustancia madre para componer nuestras mitologías. Con inspiración barthesiana, la autora misionera Carmen M. Cáceres acaba de publicar Al borde de la boca, un libro que se lee en lo que dura un termo. Es un ensayo brillante sobre la infusión escrito en la primera persona de la identidad nacional: masculino y amargo, pero también bastardo y mestizo.
Si en la metáfora el mate es una ceremonia que requiere de instrumentos, horarios y lugares parecidos, en la alegoría el mate es una representación a escala de las dos cuestiones que desvelan a los humanos: tiempo y espacio. “El primer rasgo importante de la naturaleza del mate es su continuidad, que convierte a la ceremonia en una experiencia de la duración”, distingue Cáceres: “El segundo es su premisa de quietud. Mientras dure el agua, hay que saber habitar el espacio que se ocupa”. Heredado de los guaraníes, popularizado por los jesuitas y bautizado por los quechuas, el mate conduce a un consumo pausado, porque es un ritual que se interrumpe y se reanuda constantemente, y llena un lugar más funcional que ornamental. “¿Notaste que uno nunca se prepara un mate para disponerse a observar un paisaje hermoso o mientras disfruta del mejor sillón de su casa?”, me preguntó Cáceres en una charla mediada, claro, por un mate: “No hace falta. Uno toma mate en el lugar donde lo necesita, como al lado de la cañería que cruza la cocina, para ver pasar el tiempo”. Hábito realista y epítome de lo criollo, qué quedará del mate compartido, pregunto yo, en esta época en que la asepsia nos convierte en cebadores individuales, pertrechados al modo sirio: con un termo, una calabaza y una bombilla propios porque intercambiar saliva es cosa riesgosa.
El mate tiene caras dobles: es una receta sencillísima que entraña cierta complejidad y se presta a la comunicación jocosa o el silencio meditativo. En Al borde de la boca, Cáceres escribe sobre su monotema y uno la puede imaginar acompañada en el madrugar misionero por una yerba aguantadora. Síntesis del ser nacional, y por lo tanto irremediablemente contradictorio, el mate es presente puro: “No produce una modificación de la percepción, no admite la fantasía, el desvarío o la hipérbole. No ensancha la imaginación, sino que la reduce a la enunciación más simple: estoy”.
Cinco datos históricos sobre la infusión más bebida en el país
1. Ilex paraguariensis
El nombre científico de la yerba mate se le debe al botánico francés Augustin Saint-Hilaire, que la describió por primera vez en 1822.
2. Origen guaraní
Los guaraníes la llamaban caá, una palabra que designa a todo el reino vegetal, y la usaban con fines farmacológicos para aliviar dolencias.
3. Negocio jesuita
En 1610, el padre Diego de Torres quiso prohibir la yerba por “diabólica”; después, los jesuitas organizaron su producción y venta.
4. Bautismo quechua
Durante el apogeo jesuita se le empezó a decir mate, que era como los quechuas llamaban al fruto de la planta que da la cabalacita.
5. Misiones potencia
La provincia norteña, unida con el resto del país por apenas 30 kilómetros de frontera seca, produce el 90% de la producción de yerba.