De Cuba a la piel de Marilyn, la actriz del momento Ana de Armas habla de la polémica por imitar el acento norteamericano
Entrevista exclusiva con la actriz, que cuenta detalles de su papel en Rubia, el film que retrata el otro lado de la fama de Monroe y que generó polémica, justamente, por el origen de la protagonista
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Otoño de 1954, Nueva York. En la esquina de Avenida Lexington y la 52, Marilyn Monroe se prepara para filmar la escena más icónica de su carrera. Es alrededor de la una de la mañana, pero cientos de fanáticos se agolpan en la calle para verla. Ahí está ella: vestido blanco con escote hasta el esternón, cintura ultra ajustada, labios rojos, pelo enrulado, corto y platinado. Billy Wilder, el director de La comezón del séptimo año, grita: “¡Acción!”. La cámara empieza a rodar.
Marilyn camina con la gracia de una diosa que bajó del paraíso para deleitar a la humanidad. Su personaje, que no tiene nombre, es una aspirante a actriz y modelo de comerciales. Acaba de ir al cine con su vecino, un hombre aburrido de la rutina del matrimonio. La chica dice: “Me dio pena la criatura, en el desenlace. Su aspecto daba un poco de miedo, pero no era mala. Creo que solo quería un poco de afecto. Ese sentimiento de sentirse amado, necesitado, deseado…”. Entonces, sucede ese momento mágico, inolvidable: Marilyn se para sobre una alcantarilla y, cuando el subte pasa por debajo, la brisa hace flotar su vestido. Ella ríe y deja que sus piernas queden enteramente al descubierto. El equipo de producción aprueba, la gente alucina. Todos caen bajo su hechizo excepto un hombre retraído que ahora está ciego de ira y celos: Joe DiMaggio.
El ídolo del béisbol y la estrella de Hollywood se habían casado en enero, después de 18 meses de noviazgo. A la mañana siguiente, ella aparece en el set con moretones en los hombros, pero nada que un buen maquillaje no pueda disimular, al menos para continuar filmando. La ilusión se mantiene intacta. Su matrimonio, en cambio, se derrumba a los pocos días. Cuando se miraba al espejo, ¿quién estaba detrás de esa imagen que generaba tanta admiración y deseo? ¿Quién era realmente Norma Jean Baker cuando no encarnaba a Marilyn Monroe, el papel más prolongado y demandante de su corta vida?
Una de las estrellas más legendarias del cine. La persona más fotografiada del siglo XX y una de las cien más influyentes en la historia de los Estados Unidos. Un ícono pop eterno, a quien artistas como Andy Warhol, Elton John y Madonna le rindieron homenaje. Carne de cañón para teorías conspirativas y cuestionamientos, que nunca llegaron a determinar si era feminista, lesbiana, comunista, o nada de todo eso. Objeto de estudio y musa de incontables libros y películas sobre su vida, entre los cuales ahora se destaca Rubia, largometraje tan perturbador como poético de casi tres horas. Protagonizado por Ana de Armas y dirigido por Andrew Dominick, debutó en el Festival de Cine de Venecia y, desde fines de septiembre, está disponible en Netflix. Eso sí, con una restricción: es solo para mayores de 18 años.
Puede que, como se quejó Dominick, el rating de la Motion Picture Association sea algo exagerado. Pero el film no escatima en escenas crudas, violentas: en los primeros 20 minutos, la protagonista ya sufrió un intento de ahogo en la bañera por parte de su madre y fue violada por un alto ejecutivo de un estudio cinematográfico. Sin embargo, puede que la escena más inquietante no sea otra que la que Dominick eligió para su enigmático teaser: filmada en blanco y negro, como buena parte del film, Ana de Armas se pone en la piel de una mujer que llora desconsolada frente al espejo de su camarín. Junta las manos en forma de rezo y pide en voz alta: “Por favor, vení. No me abandones”. Su estilista le retoca la cara, todavía cubierta de lágrimas, y le responde: “No te preocupes. Ya está llegando”. De repente, la expresión abatida transmuta en una mirada felina y una sonrisa explosiva.
A 60 años de la muerte de Marilyn Monroe, todavía quedan más interrogantes que certezas. Y lo que creemos saber a ciencia cierta podría ser solo la punta del iceberg de una lúgubre existencia.
Inocencia interrumpida
Norma Jean Baker nació el 1° de junio de 1926 en Los Ángeles, California. El primer recuerdo de su infancia –el primero al menos que cuenta en su biografía, que empezó a escribir cuando se casó con DiMaggio, pero que nunca terminó– es de cuando tenía 7 años. Por entonces, creía que las personas con las que vivía eran sus padres. Hasta que un día, la mujer a la que llamaba “mamá” le dijo: “No me llames así. Ya sos grande como para saber la verdad. No somos parientes, estás acá porque recibimos dinero a cambio de cuidarte. Tu madre va a venir a verte mañana. Podés llamarla ‘mamá’ a ella si querés”. A lo cual Norma Jean respondió: “Gracias”.
A su verdadera madre, Gladys Pearl Baker, la había visto algunas veces antes, creyendo que era una amiga de la familia. Cuando la saludó con un “Hola, mamá”, Gladys se quedó mirándola en silencio. Marilyn, de grande, contaría no recordar gestos de cariño de parte de su mamá, con quien vivió unos pocos meses.
En aquella casa que compartieron había una foto de un señor elegante, con el sombrero levemente inclinado y un bigote finito, como lo usaba Clark Gable. La pequeña se quedaba como hipnotizada frente a esa foto colgada en la pared, siempre desde abajo hasta que un día Gladys la alzó para que pudiera apreciarla mejor. “Ese es tu papá. Murió en un accidente de auto”. Su hija no le creyó, y tenía razón. Recién en 2022, un estudio de ADN corroboró la teoría más fuerte: Charles Stanley Gifford era su padre biológico; había tenido un romance con Gladys cuando era jefe suyo en un estudio de filmación, donde ella cortaba negativos de películas. Norma Jean nunca llegó a conocer personalmente a su padre, aunque de grande diría saber su nombre y algunos datos personales, como que estaba casado y tenía otra familia. Aun así, recordaba el día en que descubrió quién era el misterioso hombre de la fotografía como el primer momento feliz de su vida.
La vara no estaba demasiado alta. Durante su niñez y adolescencia, Norma Jean pasó por una decena de familias que la acogían a cambio de los 5 dólares por semana, que su mamá les pagaba, pero también tuvo, al menos, dos estancias en orfanatos. La primera vez que terminó en uno de ellos, cuando Gladys fue internada en un hospital psiquiátrico –el mismo en donde habían encerrado a su abuelo y bisabuela maternos–, se pasó noches llorando y gritando: “¡No soy una huérfana!”.
Hizo todo lo que pudo por mantenerse lejos de ese tipo de lugares, incluyendo no decir nada cuando el vecino de una familia que la acogía la encerró en un cuarto y abusó de ella. Sabía que quejarse, de lo que fuera, la convertía en un problema. Aprendió a hacer las tareas del hogar y a mantenerse en silencio. En la escuela, se burlaban de ella porque era retraída y por siempre llevaba la misma ropa, el uniforme del orfanato: una blusa gastada y un vestido azul. “Parecía una niña boba gigante”. Tenía una imaginación enorme. Amaba ir al cine, y soñar despierta hacía que sus días fueran un poco menos miserables. No llegó a tener un amigo imaginario, pero sí solía hacerse la película de que su papá la estaba esperando en su casa, para preguntarle cómo le había ido en la escuela. Anhelaba tener en su vida a una persona que se interesara por ella. A veces, su deseo de captar la atención de alguien, de quien sea, la llevaba a fantasear en medio de la misa del domingo que se desnudaba en medio de la iglesia.
La mejor amiga de su mamá, a quien llamaba “tía Grace”, fue la única que le demostró cariño y, cuando fue evidente que Gladys no saldría jamás del psiquiátrico, llegó a adoptarla legalmente. Pero tenía tan pocos recursos que no podía llevársela a vivir con ella. Cuando la visitaba, Norma Jean no le contaba nada acerca de sus ganas casi diarias de dejar de existir, para no preocuparla.
¿Hay algo más desgarrador que un niño desamparado? ¿Hasta dónde pueden llegar la soledad y las heridas de la infancia a calar hondo, perforando un agujero en el corazón que no se puede remendar con nada? Eso fue lo que Dominick se propuso explorar con Rubia, que se basa en el bestseller homónimo de Joyce Carol Oates –una obra ficcionalizada, vale aclarar–. El realizador neozelandés pasó casi una década obsesionado con llevar el libro a la pantalla y es también responsable del guion. “Es una novela de unas 700 páginas, y tenía que condensarla en unas 100. En el proceso, me di cuenta de que el hilo conductor de todo era el lente con el que iba a examinar el drama de su infancia, cómo ella tuvo que protegerse de ese mundo interno siendo adulta. Y cómo eso también la llevó a separar tajantemente su vida pública de quién era ella en su vida privada”, cuenta el cineasta en exclusiva a LA NACION revista.
Uno de los motivos por los cuales la película tardó tanto en llevarse a cabo fue que Dominick no encontraba a su Marilyn/Norma Jean. La búsqueda cesó en los primeros segundos de la audición de Ana de Armas, una de las actrices más requeridas de Hollywood de los últimos tiempos. Su performance es exquisita al punto que no parece actuación: se siente casi como una reencarnación. Sobre su trabajo, que ya cautivó a la crítica especializada y al público –y, claro, ya generó Oscar buzz–, De Armas confiesa: “Pasé casi nueve semanas siendo ella. Creo que, en esencia, se trataba de una mujer con la necesidad de ser amada y rescatada. Es más simple y fácil de lo que la gente suele pensar. ¡Tuvo experiencias tan viscerales, que la marcaron tanto...! Mi trabajo fue intentar cargar con todo ese dolor durante la película, intentando sobrevivir a cada escena con lo que intuía que ella tenía en su kit de supervivencia, que no era mucho. Tuvimos infinitas conversaciones con Andrew para descubrir quién era Norma y en qué persona adulta se convirtió, al tiempo que lidiaba con todo el peso que tenía sobre sus espaldas, en su corazón. Pienso que logró llegar muy lejos considerando todo lo que le pasó”.
Deseo, ambición y desconsuelo
Marilyn Monroe apareció muerta el 4 de agosto de 1962 en su casa en Brentwood, Los Ángeles. La historia oficial dice que la encontró la empleada doméstica a eso de las tres de la mañana, en su cama, con el teléfono en una mano y un frasco de pastillas sobre la mesa de luz. La policía concluyó que se trataba de un suicidio o, al menos, de una sobredosis accidental de barbitúricos. Sin embargo, dado el nivel de intimidad que la diva había tenido con los hermanos John y Robert Kennedy –quienes, por entonces, eran el presidente y el fiscal general de EE.UU. respectivamente–, los rumores de un posible involucramiento del FBI en su muerte empezaron a correr.
En 1982, cuando la Corte de Los Ángeles reabrió el caso para indagar si podría haberse tratado de un asesinato, el periodista irlandés Anthony Summers arrancó una investigación que le terminó llevando tres años. Contactó a amigos, colegas, empleados, empleadores y demás allegados a la estrella. Al principio, casi nadie quería hablar con él, pero terminó realizando unas 650 entrevistas. Ese trabajo excepcional fue la materia prima para su libro Las vidas secretas de Marilyn Monroe, que publicó en 1985. Ahora, otras casi tres décadas más tarde, las grabaciones de esa investigación son las protagonistas del documental El misterio de Marilyn Monroe: Las cintas inéditas, también disponible en Netflix.
En él, Summers, hoy de 80 años, rememora esos primeros meses en los que no lograba ningún avance. “Hice entonces lo que hay que hacer cuando cualquier investigación se estanca: empezar por el principio”. Así fue que reconstruyó la prolífera red de vínculos y relaciones, amorosas y no tanto, que Marilyn Monroe había tejido a lo largo de su carrera.
Norma Jean llegó a Hollywood con 19 años, cuando ya tenía un matrimonio fallido en su pasado. A los 16, para dejar de ser una huérfana cuyo destino dependía del estado de California, aceptó casarse con Jim Dougherty, un conocido de su tía Grace, un muchacho de 21 años. Por entonces, ella ya había desarrollado sus precoces curvas y los chicos de la escuela la cortejaban o acosaban, según el caso: el patito feo se había convertido en sirena. “Mi matrimonio no me trajo ni felicidad ni dolor. Con mi marido casi no hablábamos. No estábamos enojados, simplemente no había nada que decirnos. Lo más importante que hizo mi matrimonio fue sacarme de la orfandad. Y los chicos dejaron de perseguirme”, escribió en su autobiografía.
Mientras Jim servía en la Segunda Guerra Mundial, ella trabajó en una fábrica de paracaídas, en donde un fotógrafo la retrató y gracias a eso consiguió varios trabajos para posar en publicidades y avisos. Fue el primer paso para animarse a separarse de Jim e intentar vivir de algo parecido a la actuación. Apenas le alcanzaba para el alquiler y rara vez comía las cuatro comidas. No le importaba saltearse una cena o un almuerzo, pero sí le dolía la soledad en el cuerpo. Irse con uno de los tantos hombres que la piropeaban cuando salía sola por la noche a caminar por las calles de la ciudad no era una opción: ella intuía que lo único que querían era dominarla. “A veces me daban lástima. Me daba la impresión de que estaban tan solos como yo. Lo que me pasaba es que Norma Jean ya había sido usada y después ignorada: hacé esto, hacé aquello, no digas nada o de vuelta al orfanato otra vez. Y no quería nunca más sentirme así”.
Suena paradójico que, con tal aversión a la dominación masculina, haya creído que el secreto de su felicidad podría estar en Hollywood, una de las industrias más machistas de esa época. Los productores solían tener una libreta negra: no anotaban las personas que querían desterrar del ambiente cinematográfico, sino que la llenaban de nombres de aspirantes a actrices con las que querían acostarse. Las mujeres eran explotadas a la orden del día.
Pero Marilyn no era fácil de manipular y sabía muy bien lo que quería: ser la estrella de cine más reconocida del mundo. Tenía una enorme confianza en que podía lograrlo, no por su talento ni su belleza, sino porque estaba convencida de que se esforzaría más que nadie. Y algo más: actuar no era para ella un arte, sino un juego que le permitía salir de su mundo desesperante hacia otros más brillantes.
Pasó casi cinco años deambulando entre audiciones, siempre al borde de la quiebra, la inanición y la depresión. En medio de una especial mala racha, aceptó posar desnuda para la producción de un calendario; la convencieron diciéndole que no se preocupara, que un trabajo así solo podría traerle problemas si alguna vez se hiciera famosa, cosa que no iba a pasar. “En Hollywood, es mucho menos importante la virtud de una mujer que su peinado. No sos juzgada por lo que sos, sino por cómo te ves. Te pagan mil dólares por un beso y 50 centavos por tu alma”, reflexiona en sus memorias.
Logró algunos papeles chicos y apariciones, e incluso un contrato de seis meses con 20th Century Fox, que no le renovaron por no considerarla fotógénica. En paralelo, empezó a frecuentar fiestas VIP, con la mira puesta en hacer contactos y autogenerarse algo de publicidad. Hubo al menos dos pesos pesados de la industria a los que conquistó: Joe Schenck, un alto ejecutivo de Fox, y Johnny Hyde, vicepresidente de la agencia de talentos William Morris. Todos la consideraban la amante de ambos, aunque ella negó haberse acostado con ellos. O con cualquier otro, dicho sea de paso: Marilyn llegó a confesar que, hasta que se enamoró por primera vez, ya grande, era tal su poco interés en el sexo que, influenciada por lo que leía en revistas femeninas de la época, se cuestionó si no sería “frígida, despechada o lesbiana”.
Eso no quiere decir que no fuera consciente de lo que generaba. De hecho, lo supo desde chica. Andrew Dominick relata: “Tendría unos 13 años cuando, ya desarrollada, se encontró con que no tenía ningún suéter que le entrara, entonces tuvo que usar uno prestado que le quedaba bien al cuerpo. De repente, en la escuela todos la notaron, y ella lo disfrutó enormemente. Pero no había nada de sexual en ella. Era solo el hecho de pensar: ‘Dios mío, al fin se dan cuenta de que estoy acá’. Ese fue siempre el problema: la atención que recibía no era la que necesitaba”.
Fue Hyde el que se tomó como cruzada personal convertir a Monroe en una estrella. Le consiguió papeles secundarios, aunque aclamados, en Mientras la ciudad duerme y Eva al desnudo, ambos films estrenados en 1950. A finales de ese mismo año, Hyde le obtuvo un nuevo contrato con Fox por siete años. Días después, murió de un ataque al corazón y esa pérdida la devastó. Pero no tendría tiempo de llorarlo: la fama le llegó de repente y, casi de la noche a la mañana, se convirtió en el símbolo sexual de una nación entera.
El público, sobre todo el masculino, la amaba. En las oficinas de Fox, Marilyn Monroe empezó a recibir cinco veces más cartas que Betty Grable, la actriz más exitosa del estudio. Consiguió por fin los protagónicos que tanto había deseado. Estrenó tres films legendarios en un solo año, 1953: Niágara, Los caballeros las prefieren rubias y Cómo atrapar a un millonario. Empezó a ganar 1200 dólares a la semana por su trabajo, más de lo que recaudaba antes en seis meses de changas. “Me gustaba tener ese dinero, la fama, la ropa, el futuro, la publicidad. Incluso tenía algunos amigos y siempre algún romance en el aire. Pero, en vez de hacerme feliz como soñaba, me deprimí más y más”.
¿Qué fue lo que pasó? Ana de Armas arriesga una respuesta: “Creo que el deseo que generó fue peligroso para ella, porque no tenía las fuerzas de dar demasiado a cambio. La gente tomaba más y más de Marilyn Monroe, y la persona detrás de la estrella quedaba más y más exhausta por ese intercambio. Ser un símbolo sexual era la demanda, y ella sabía que tenía que cumplirla para sobrevivir. Pero no creo que haya sido su elección ni que estuviera cómoda con esa situación. Era lo que se esperaba de ella, y la alternativa de no cumplir con esas expectativas significaba más soledad y desamparo: ella no podía permitirse volver a eso”.
Ser digna de ser
Ana de Armas es cubana y su lengua materna es el español. Por eso, hubo varios cuestionamientos cuando se dio a conocer que ella protagonizaría Rubia. ¿Podría imitar el acento norteamericano y estar a la altura del papel más importante de su carrera? “Todo lo que puedo decir es que hice lo mejor que pude. Estoy orgullosa, porque creo que uno puede hacer un acento perfecto, pero carecer de alma en su interpretación, y yo no estaba interesada en eso. En mi opinión, un acento no es más que eso. No es la voz de una persona. La voz tiene muchas cualidades, el acento es una sola de ellas. Me concentré más en sus emociones, en su vulnerabilidad. Si me hubiese obsesionado con lograr el acento perfecto, no habría podido dejarme llevar por todos los sentimientos que me atravesaron el cuerpo. Cuando actuás, una parte distinta de tu cerebro toma el control, como creo que tiene que ser. Algo más que un acento se vuelve esencial y lo que queda es una voz verdadera, una emoción”, comparte a LA NACION revista.
Norma Jean quería ser una actriz genuina, digna de cualquier papel. Se rebautizó cuando consiguió su primer papel en una película. Su agente le sugirió el nombre Marilyn, y el apellido fue idea de su tía Grace: era el de soltera de Gladys, su mamá, quien era descendiente directa del quinto presidente de los Estados Unidos, James Monroe. Ese debut en el set le resultó transformador: estaba como hipnotizada, mirando todo lo que pasaba alrededor de ella. “¡Eso era lo que quería hacer! No quería hombres ni amor ni sexo ni plata. Quería la habilidad de actuar y estaba decidida a aprender. Marilyn Monroe estaba naciendo, y lo quería hacer bien esta vez”, escribe en su autobiografía.
Se gastó toda el dinero de ese trabajo en clases de actuación, canto y baile. Además, se pasaba horas leyendo y recitando para sí misma guiones que se robaba. “Me pasó algo raro: me enamoré de mí misma. No de quién era, sino de quién iba a ser”.
A pesar de su anhelo profundo y su aparente determinación, era tremendamente insegura de su capacidad actoral. No ayudó para nada que Fox, en pleno auge de su carrera, la encasillara en papeles de rubia tonta. Cansada de estar mal paga y ser subestimada, en 1954 decidió rechazar el siguiente proyecto que el estudio le asignó (por esa época, ella no tenía ni voz ni voto en las películas que hacía; de hecho, recibía el guion poco antes de arrancar a filmar). Acto seguido, fundó su propia compañía, Marilyn Monroe Productions, y se convirtió en alumna del mítico Lee Strasberg en el Actors Studio, la academia de actuación más prestigiosa del mundo.
El método de Strasberg implicaba una identificación extrema del artista con el personaje que tenía que interpretar, y solía aconsejar a sus discípulos que se psicoanalizaran y trabajaran con el inconsciente. Para un alma frágil con tantos traumas sin sanar como Norma Jean, este enfoque le trajo herramientas para la profesión, pero también mucho sufrimiento y angustia. Strasberg y su mujer, Paula, vieron en ella un enorme potencial y la tomaron bajo su ala. Al mismo tiempo, conoció al célebre escritor y dramaturgo Arthur Miller, con quien contrajo matrimonio, en 1956, por tercera vez. Él también la apoyó en su reivindicación como actriz.
Finalmente, en un acuerdo histórico para un individuo en la industria de Hollywood, logró un nuevo contrato con Fox, que incluía coproducir las películas desde su empresa, tener más poder de decisión sobre ellas y cobrar un mejor salario, además de sacarse la obligación de filmar varios títulos al año. Se empezó a posicionar como una actriz en serio gracias a Bus Stop (1956), El príncipe y la corista (1957) y Una Eva y dos Adanes (1959), y hasta obtuvo un Globo de Oro por esta última. Pero, en paralelo, se había ganado una reputación de difícil –o directamente imposible, según quién hablara de ella– en el set. Su excesiva impuntualidad, el abuso de sustancias para calmar sus nervios –por entonces, ya tomaba barbitúricos– y un perfeccionismo obsesivo que la llevaba a pedir que volvieran a filmar las escenas una y otra vez, significaron, por ejemplo, que se perdiera el papel de Holly Golightly. Pese a las protestas del mismísimo Truman Capote, el protagónico de Desayuno en Tiffany’s fue para Audrey Hepburn: los productores no quisieron arriesgarse a trabajar con una Marilyn cada vez más descarrilada.
Había, casi con toda seguridad, algo más que la perturbaba: según el libro de 1993 Marilyn Monroe: La biografía, de Donald Spoto –que escribió también sobre Laurence Olivier, Alfred Hitchcock, Elizabeth Taylor y Grace Kelly–, ella había sufrido al menos un aborto espontáneo y un embarazo ectópico. Así, su sueño de formar una familia y vivir una vida más tranquila con Miller se rompía en mil pedazos.
En 1960, se fue a Nevada para filmar Los inadaptados. Era la versión cinematográfica de un cuento de su marido, que él había rescatado del olvido para que su mujer pudiera lucirse en un drama. Lo coprotagonizaba con Clark Gable, ese hombre deslumbrante con el mismo bigote finito que su padre ausente. Marilyn dio una gran performance en la pantalla, pero el rodaje fue insoportable. Llegaba tarde a casi todas las jornadas, en ocasiones como atontada: ya mezclaba barbitúricos como tranquilizantes con anfetaminas como estimulantes; y, por las noches, tomaba pastillas para dormir. En esos meses, su matrimonio se terminó de derrumbar. Se divorciaron oficialmente en enero de 1961.
Los inadaptados tuvo poco éxito comercial y tampoco recibió grandes críticas. Fue la última película que Marilyn pudo completar: mientras hacía Alguien tiene que ceder, Fox rescindió su contrato cuando se cansó de sus faltazos por enfermedad. El estudio generó incluso los rumores de que estaba mentalmente enferma, los cuales se confirmaron cuando pasó casi cuatro semanas hospitalizada por un cuadro depresivo. Quien estuvo cerca entonces fue su ex Joe DiMaggio, que nunca dejó de interesarse por ella.
Otro apoyo importante era su psiquiatra, Ralph Greenson, que la trató durante sus últimos dos años de vida y, en su único vínculo poco ortodoxo con un paciente, la invitaba a cenar a su casa, con su esposa e hijos. En sus apuntes, a los que el periodista Anthony Summers pudo acceder luego de la muerte de ambos, Greenson anotó que Marilyn era una mujer desamparada, con reacciones paranoicas y masoquistas, propias de una niña huérfana que siempre se había sentido rechazada. Una mujer privada de su infancia que necesitaba una familia.
Su abrupto final shockeó al mundo entero y, al mismo tiempo, no podría decirse que fue una sorpresa. Ella misma lo auguró, de alguna manera, cuando, a propósito de una de sus primeras experiencias con un poderoso productor que intentó abusar de ella, escribió en sus memorias truncas: “Sí, hay algo especial en mí. Soy el tipo de chica que encuentran muerta en una habitación con un frasco de pastillas en la mano”.
Y, aunque nuestra imaginación y el morbo se enciendan al pensar en sus últimas horas, es probable que la muerte de Marilyn Monroe/Norma Jean haya sido más como la imaginó Andrew Dominick en Rubia: el lento y sutil apagón de un cuerpo y un alma que ya hace rato estaban sin vida, aunque todos pretendieran lo contrario, porque así les convenía. Sobre su poética y cruda visión de ese desenlace fatal, el director advierte: “Cuando se cuenta la historia de Marilyn, siempre pasa algo que nos pone en una posición casi de salvadores, porque la adoramos y no queremos que se muera. No queremos ver lo que ya sabemos que va a pasarle. Lo diferente en Rubia es que se evidencia el mecanismo psicológico que subyace en todo esto. Se trata de la presentación de una fantasía, pero también se evidencia el problema de esa fantasía, que tiene que ver con dividir al mundo en víctima, victimario y salvador. La película, en definitiva, es una especie de cuento que advierte sobre el peligro de ver la realidad de esa manera”.