Juan José Campanella: “Extraño una Argentina que no está más”
Alejado del cine, apuesta por su propio teatro para recuperar el acervo cultural de país. Y no quiere hablar de política hasta las elecciones: “Ahora que hablen los políticos”
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“Pero, che, ¡¿será posible?!” La alfombra roja y nuevísima del Politeama amaneció este lunes con un camino de pisadas blancas, huellas crueles de algún distraído. “¿Alguien me puede explicar de dónde sale tanto polvo?”
La pregunta de Juan José Campanella no tiene respuesta. Nadie, jamás, pudo explicar de dónde sigue cayendo esa nieve perversa de mugre después de una construcción porque, como bien indica el manual de sabiduría popular en su apartado albañilería, “el final de una obra es siempre lo peor”.
Al menos, en materia edilicia. Paradójicamente, en el otro tipo de obras, lo que más le gusta al director es el cierre. Ese momento en el que la luz baja, el telón cae de un golpe y el público se eyecta de las butacas para aplaudir de pie eso que acaba de disfrutar. “La audiencia es una droga”, dice. “Odio los estrenos, lo reconozco. Pero la risa de 700 personas es alucinante”.
Tres días después es la primera función del regreso de Parque Lezama, la obra que debutó hace una década con Luis Brandoni y Eduardo Blanco en los protagónicos, tal como hoy, pero unas tres cuadras hacia el sur, en el teatro Liceo. Faltan minutos para el desenlace y, escondido en el fondo de la sala, ligeramente a un lado de la consola de sonido, Campanella mira hacia el auditorio con ojos pícaros, cual chico que anticipa, con el billete en la mano, ese helado que va a pedir.
La dupla magistral de intérpretes funciona como un reloj –uno de los fieles–, y el público celebra, asiente ante alguna línea conmovedora del texto, lagrimea, pero por, sobre todo, ríe. Sí, ríe. Y ahí la mirada del director, incluso en la oscuridad, resplandece. La droga pega.
La flamante sala de Paraná 353, un espacio que albergó al viejo Politeama de la ciudad entre 1879 y 1958 –cuando fue demolido–, y que hoy es propiedad de Campanella y sus socios, no envidia a sus pares de 42nd. Street en Midtown Manhattan, el corazón de Broadway. Tiene 2750 metros cuadrados, foso para la orquesta, una parrilla de luces que abarca toda la platea como si fuese un cielo a cuadrillé y camarines en suite.
“Todos los chiches”, dirían León (Brandoni) y Antonio (Blanco), los personajes sobre el escenario, dos veteranos con diploma de honor de porteños que también conversan –perdón: chamuyan– de purretes, zaguanes, chantunes, fatos y tanto más; todo un glosario colorido de antaño.
De nuevo en este lunes con la alfombra del foyer salpicada de polvo, Campanella habla, curiosamente, de añorar una Argentina que ya no existe. “Ayer estábamos acá, después del ensayo –cuenta–. Una de las actrices tenía que versear algo y yo le dije: ‘Hacete un Fidel Pintos’ [el actor considerado popularmente como inventor de la sanata]. Pero cuatro personas del elenco, y casi todo el equipo técnico, no sabían quién era Fidel Pintos. No solo no sabían, sino que no lo habían oído nombrar nunca… Yo antes ponía este ejemplo: ‘A mí me gusta estar en este país, porque si digo patapúfete, mi interlocutor sabe de dónde viene y quién lo dijo’. Eso ya no es verdad. Ahora extraño una Argentina que no tengo ni en Argentina. O sea que, lo que extraño, no está más. Es una entelequia”.
-Parque Lezama estuvo años en cartel en el Liceo, después salieron de gira, montaron en España… ¿Por qué alguien que ya la vio entonces querría reincidir ahora?
-Depende de cada uno. A mí me encanta volver a ver lo que me gusta. Qué bello es vivir la vi 104 veces; All that Jazz, más de 60 –ríe–. Esta obra trata de dos personajes, no es una premisa de argumento de esas que, si ya sabés el final, no te va a volver a interesar. Uno se olvida los diálogos, los climas… Entonces, al volver a verla, emociona de nuevo.
-El momento personal habilita relecturas del arte…
-Claro. Y este texto trata de tantos temas… No es la cuestión de la edad solamente. Yo vi esta obra a los 25 años por primera vez, en Nueva York [se refiere a la original, I’m Not Rappaport, de Herb Gardner, que él luego adaptó] y me enamoré. El libro habla de lo universal. Porque, en el fondo, no ha cambiado nada. Tenemos los mismos problemas de siempre: el conformismo, la lucha por la vida, los inconvenientes que se presentan para los hijos cuando los padres son mayores… El mejor teatro habla de lo universal, de los temas de hace 40 o 400 años, que son los mismos en todo el mundo. Ahora, pensando específicamente en la Argentina, donde están estos personajes, también seguimos teniendo los mismos vicios. Nos gusta creer que, cada vez que pasa algo grave, cambia todo. Yo lo viví con la dictadura, con la Guerra de las Malvinas. Entonces se decía mucho: “Es muy difícil lo económico”. Yo creo que nadie se mete en esto por la plata. Siempre puede haber algún pesetero, pero el teatro no es para ganar guita.
-Entonces, ¿qué estás viendo vos ya, acá adentro, que el resto no ve? Porque, por algo te metiste…
-Sí… (sonríe). Yo veía que el cine iba desapareciendo, a medida que las plataformas mejoraban la experiencia del espectador de televisión. Con esto quiero decir que el cine iba perdiendo los grandes temas importantes y se convertía en un espectáculo de acción… Esto estaba pasando hace tiempo, pero con la cuarentena se hizo muy evidente. Y yo veía que cada vez iba a ser más difícil juntar una audiencia. Veía que las ventanas de distribución [el tiempo de un film en cartelera, ese famoso “solo en cines”] se iban a ir achicando cada vez más, algo que ahora ya es ridículo, porque son de dos semanas.
-Antes en la Argentina quizás se esperaba un año para el estreno de una gran película extranjera…
-Por supuesto. Y era un gran acontecimiento, y duraba en las salas hasta que el público no iba más. Ahora el estreno es universal y dura dos semanas en cines, o quizás un poco más, pero en simultáneo la suben a una plataforma, o sea que la matan. Y yo venía observando todo eso, porque a mí me gusta mucho el público. Entonces, yo hice esto para juntar una audiencia… Además, hay una situación personal. He dormido un promedio de cuatro horas por día en toda mi carrera. El cine y la televisión son muy… (duda). Estoy cansado. Estoy cansado de levantarme a las cinco de la mañana, a veces con tres grados bajo cero y lluvia. La paso bárbaro, pero no me veo así a los setenta y pico [tiene 63]. Por otro lado, me gusta hacer cosas que tengan un impacto en la sociedad. Y ahora ningún programa de TV lo tiene. Hay tantos, hay tanta cosa… No existe más eso que en inglés se llama el appointment viewing [ver un contenido en el momento de su transmisión original]. La gente hoy va viendo todo desperdigado, a su tiempo; ya no existe el éxito del cual todo el mundo habla, ya no hay estrellas.
Romance popular
A media mañana del lunes, acomodado sobre un Chesterfield de terciopelo que atestigua con indiferencia los últimos retoques antes del debut, Campanella se adentra en la charla con comodidad, como si esto de repente fuese un bar de esos que tanto le gustan [su productora se llama 100 Bares en tributo a todos esos locales donde engendró proyectos] y la conversación vehemente tuviese, como siempre se cree desde la mesa de un café, el poder de cambiar el mundo. O al menos de torcerlo un rato, en una pulseada entre el ayer y el hoy, entre lo efímero y lo perdurable; la lucha de una nostalgia bien entendida, que tiene proyección de futuro.
Ese estilo de costumbrismo con redención que lo distingue como realizador es lo que salva, casi siempre, a los protagonistas de sus historias; mujeres y hombres que son hacedores, pese a –o con– las circunstancias, a mitad de camino entre la risa y el llanto. Entendido así, Campanella es, también, uno de sus personajes. Por algo es fan de la commedia all’italiana, aunque algunos profesores de la escuela de cine menospreciaban lo popular, la cosa cotidiana. “Saber caer es media victoria”, dice León en Parque Lezama. “Saber rajar es la otra mitad”, le devuelve Antonio, más tarde.
-En los últimos años te corriste del cine… ¿Es deliberado, entonces?
.Sí. Terminé El cuento de las comadrejas en 2019. Es normal que pasen tres años entre una película y otra. Ya sería hora. Pero no creo que haga cine si no me dejan pasarla en las salas con una ventana más grande. Y eso es difícil. Por eso no estoy preparando nada. A ver, yo no me quejo de las plataformas, fueron un upgrade enorme para la ficción de TV. Pero para el cine no. Y el teatro sigue teniendo un proceso muy artesanal, incluso en los procesos de decisión. Si yo tengo ganas de hacer algo, aquí (se refiere al Politeama), lo hago. Listo. En cambio, en una plataforma tengo que pasar por 80 mil ejecutivos, 50 niveles de la cadena, todos opinan… Es un trabajo en conjunto.
-Buen eufemismo: “Un trabajo en conjunto”.
-Exactamente (risas). A mí igual me divierte estar en un set, el cine sigue siendo una gran parte mía. La TV también me gusta [dirigió casi 30 episodios de La ley y el orden; cinco de Dr. House; 17 de 30 Rock y varias ficciones propias, como Vientos de agua, El hombre de tu vida, etcétera]. Pero yo ya sé que, como están dadas las situaciones, hoy la televisión no es la visión de nadie y es la visión de todos. Hay excepciones. A mí en Paramount+, con Los enviados (2021), me han dado bastante rienda suelta y eso lo aprecio mucho. Pero la TV es un trabajo de muchos.
-¿Tener un teatro fue una decisión de autonomía?
-Autonomía total, independencia. Acá el que manda es el público, y eso es noble. Igual, tengo esperanza de que la situación con el cine se revierta. Hay una cosa muy fuerte, de la que se habla muy poco: este sistema no crea estrellas. No hay nadie convocante. Los que convocan siguen siendo los mismos de hace 20 años. Y ya están pasaditos de edad para ciertos personajes. DiCaprio tiene casi 50 años, y es el más joven. Abajo de eso, no tenés nada. Hoy no hay un Tom Cruise de 26 años, como en Rain Man (1988). La plataforma eliminó el público masivo. Pensemos en un gran éxito de una plataforma. El más grande equivale a dos o tres puntos de rating. Pero para formar una estrella necesitás 25, algo que el sistema no permite.
-Parece un absurdo, porque este paradigma empezó de la mano de la nueva era dorada de la TV, con Los Soprano, The Wire, o Twin Peaks unos años antes…
-Exacto. Y Breaking Bad después. Ahí empezaron las grandes ficciones en TV nuevamente, pero también la cosa muy de nicho. El tema de no tener estrellas jóvenes hoy responde a que no hay productos que se vean masivamente. Sigamos hablando de los Estados Unidos, para no herir susceptibilidades acá. Jennifer Aniston sale de Friends, una serie de aire que la ve la mitad de ese país y del mundo. Lo mismo ocurrió con Hugh Laurie y Dr. House. Ahora no hay nada así. No hay series de aire. Y, particularmente, no hay grandes comedias. Las de las plataformas son lastimosas.
-¿Y eso no tendrá relación con que el humor ahora está más amordazado?
-Sí… Otro tema aparte. Hay algunos a los que envidio, porque no sé de dónde sacaron el permiso para decir lo que quieren. Por ejemplo, Larry David [de Curb Your Enthusiasm y creador de Seinfeld], Seth MacFarlane [Family Guy] o Ricky Gervais, o el equipo de la serie Veep. Eso es un respiro. De hecho, la escasez de ese humor hace que esta gente sea valorada mucho más. A ver, no quiero que esto se malinterprete. En la Argentina, actores excelentes siguen saliendo. Lo que creo es que ninguno se va a convertir en Darín o en Francella. Y no falta talento, falta un programa que tenga 30 puntos de rating, algo que no va a ocurrir en una plataforma con 200 mil suscriptores. Falta que una película lleve dos millones de personas al cine, algo que no puede suceder en dos semanas. Insisto: ya no hay un star system.
Historias del extranjero
Fundido encadenado hasta que aparece Manhattan. Con una Argentina todavía en dictadura, Juan José Campanella sale del secundario en el San Gabriel, de Vicente López –donde en quinto año quiso convencer a sus compañeros de cambiar el viaje de egresados por el rodaje de una película, “un proyecto que no prosperó”–, cursa cuatro años de Ingeniería y pasa por dos escuelas locales de cine, en Capital y en Avellaneda. A principios de 1983 llega a la Universidad de Nueva York en pleno invierno boreal, bajo un cielo de celuloide tan lleno de astros que encandila. “Habían salido Dustin Hoffman, Al Pacino, Robert De Niro, Gene Hackman, Christopher Walken… Eran todos geniales. Yo siempre amé a los actores”.
Sí, “a los actores”, dice, pero quien le cortaba el aliento cada vez que aparecía en pantalla, con su acento sureño y esa voz grave y sibilante, era una mujer: Holly Hunter. “Mi gran amor de los 80 –se ríe ahora el director–. Todavía me muero de ganas de trabajar con ella. Será que lo platónico no caduca”.
.Los 80 fueron una época vibrante en Nueva York. ¿Qué recordás? ¿Qué percibiste al llegar allá?
-La similitud. Creo que Nueva York y Buenos Aires son muy parecidas. Por eso Woody Allen pegó tanto acá, pero en el interior de los Estados Unidos no lo entienden, no lo ve nadie. En ese momento solo veía los parecidos. Después estuve allá 20 años. Digamos que la pasé bien, pero hubo de todo. Mucho trabajo, mucha malaria; me costó. Mis viejos me pudieron ayudar al principio, pero después acá explotó el dólar y se cortó la ayuda. En la universidad me dieron una beca, como asistente de cátedra de montaje. Eso me permitió terminar la facultad. En el 88 volví acá unos meses, pero no conseguí nada de trabajo. Allá me ofrecieron algo y regresé. Después, no volví ni de visita a la Argentina hasta el 97. Extrañaba muchísimo, muchísimo. Se convirtió casi en una enfermedad. Así empezamos a planear El mismo amor, la misma lluvia (1999), con Ricardo Freixá, Eduardo Blanco y Fernando Castets, que son tres hermanos de la vida. Yo hice esa película todavía viviendo afuera. Pero pasaba acá más tiempo. Ahí conocí a mi mujer [la escenógrafa y vestuarista Cecilia Monti, con quien tiene dos hijos]. Hice El hijo de la novia (2001), y al terminar esa película, me dije: ‘Listo. Me vengo para acá’. En el medio del quilombo. Con [Adolfo] Rodríguez Saá de presidente lo decidí, me acuerdo. En esa semana.
-¿Es cierto que a Darín lo conociste en una calle de Nueva York?
-¡Sí! Iban caminando con Susana Giménez. No nos conocíamos. Me presenté y nos pusimos a charlar, así, en la calle. Después, por años, no nos vimos más. Hasta que le mandamos el guion de El mismo amor, la misma lluvia. Porque para mí ese personaje siempre había sido él.
-Esa tetralogía (El mismo amor, la misma lluvia, El hijo de la novia, Luna de Avellaneda y El secreto de sus ojos) te cambió la vida. A Ricardo le cambió la carrera; le dio dimensión internacional…
-Sí, él ya era considerado un gran actor, especialmente de teatro y televisión. Había hecho con mucho éxito Mi cuñado (Telefe, 1993), con Beto Brandoni. Y en cine venía de hacer una de (Alberto) Lecchi [se refiere a Perdido por perdido, de 1993] y un gran papel secundario en El faro, la película de Eduardo Mignona (de 1998). Pero a mí siempre me gustó Ricardo y quería trabajar con él, al igual que con Guillermo [Francella]. Son tipos que manejan un humor muy sutil. Como público, yo siempre disfruté de que en los guiones haya escenas para el lucimiento de quien actúa.
-Y como realizador, ¿lo hacés deliberadamente también?
-Me gusta que se luzcan, sí. Me remito a la historia: Jack Lemmon, James Stewart, Luis Sandrini… Me gusta verlos a ellos; la sonrisa de la que me enganché, el tono, un gesto. Eso es una estrella. Los demás, son actores. Por eso ya casi no voy al cine; ¡si los que actúan no me interesan! De repente viene alguno y dice: “Ah, hay que ver a Sheganigaang Duponteeer” [inventa], porque encima tienen todos nombres raros… (ríe). ¿Y quién es ese tipo? ¡¿Qué pasó con John Wayne?! (Más risas).
-Los muchachos de antes...
-John Wayne se quedó en los cines de barrio. En las extintas pantallas del Electra, el Roxy y el Avenida, todos en Vicente López; en el York, de Olivos, o en el Ritz, de Belgrano, donde, colectivo mediante, el Juan José de 8 añitos vio Chitty Chitty Bang Bang (1968) unas 50 veces. Todos los sábados iba. En ese entonces ya era fan del cine, reconoce, pero no lo pensaba “como un estilo de vida”. De ganarse un Oscar [que ocurrió en 2010, por El secreto de sus ojos], ni hablar.
Junto con el rudo vaquero americano, arquetipo del atrincherado, y con ese excéntrico Dick Van Dyke que crea un auto volador en la película de Ken Hughes, también quedaron Niní Marshall, Luis Sandrini, Pepe Biondi (¡patapúfete!) y otros tantos héroes nuestros que ahora, dice, los más jóvenes ignoran.
“Acá tenemos cero respeto por nuestra cultura. Le venden cualquier buzón a la gente porque de historia se sabe muy poco –afirma–. Vuelvo a hablar de los menores de 40; no saben nada de los grandes cómicos que hemos tenido. Es una pena; tenemos un pasado cultural enorme, que no se conoce y que a nadie le interesa rescatar. Las copias de esas películas se perdieron, se rompieron. […] En YouTube hay algunos clips del Polémica en el bar original. Ves cinco minutos a Fidel Pintos y te meás de la risa. Es tremendo. Ese programa tenía 60 puntos de rating. En cambio, en Estados Unidos veneran la historia. Entonces, Lady Gaga hace un dueto con Tony Bennett, que tiene 96 años. A Barbara Walters [que murió el 30 de diciembre pasado] le rindieron un homenaje en vida, al que fueron todas las periodistas para celebrarla. Imaginemos si acá sería posible homenajear a un periodista considerado importante, un grande. En un país que, encima, está dividido.
-Dijiste que no querés hablar más de política…
-Bueno, sí. Al menos hasta las próximas elecciones. Me cansé de ser conocido por eso. Ahora que hablen ellos, los políticos. Que digan qué van a hacer. Yo creo que la Argentina está en un problema muy, muy serio. No soy economista ni político, entonces no veo la salida. Me gustaría que, alguien que sepa, me la muestre. Y que sea una salida en la que podamos creer; no con fe, con amistad y con esperanza. De la grieta estamos cansados todos, pero existe y tiene motivos. Es una grieta de valores. Y lo que trajo esta división al país fue el kirchnerismo, claramente. Antes de ellos, todos pensábamos distinto y se trabajaba bien. Tenías una charla enriquecedora, de café. Estábamos hasta las tres de la mañana pensando en cómo hacer las cosas, discutíamos y teníamos distintos puntos de vista. Ahora eso lleva a una pelea y a un juzgamiento del otro. Brandoni me habla con mucha nostalgia y cariño de Carlos Carella, con quien trabajó codo a codo en el sindicato. Luis, un radical de toda la vida, y Carella, peronista desde siempre. Y no había grieta entre ellos. Ahora, quizá no se hablarían. Es un país dividido; no sé cómo se sale de eso.
-Con el Mundial redescubrimos la posibilidad de otro país, unido. Fue un triunfo colectivo, en muchos sentidos. ¿Podrá ser un tiro por elevación?
-Esperemos. Creo que puede ser un catalizador. Puede ser que el Mundial acelere algo que ya venía formándose antes, porque a menos que alguien esté muy fanatizado, tiene que haber un desgaste en las convicciones de muchos. El kirchnerista también se está quedando sin ganas de pelear. O muchos de ellos, al menos, que quizá no se sienten tan fuertes para defender algo que es… indefendible. Porque acá han hecho un sapo de proporciones bíblicas; es una invasión de sapos, como la plaga de Egipto. Eso quizá va diluyendo la cosa. Por otra parte, lo del Mundial fue muy bueno como ejemplo, porque fue un triunfo merecido, de un grupo en donde todos son admirables. Y, además, lo de Scaloni, particularmente, me encanta. Yo, que alguna vez fui desautorizado por las voces autorizadas, lo viví como un triunfo personal. Que les hiciera así (hace un corte de manga y se emociona) a todos los que decían que no servía para nada. Me conmueve que hayan ganado ellos, por los que muchos no daban un mango. Un tipo como Messi, que jamás dijo nada irritante, nada polémico en el mal sentido… Es cierto que tuvo otras características esto, además de ganar la Copa. Acá se nos juntaron todas las buenas”.
-En la camiseta ya hay tres estrellas. Volviendo al cine, ¿se viene la tercera estatuilla para el país?
-¡Ojalá! Creo que Argentina, 1985 tiene grandes posibilidades en los Oscar. La película es excelente, está muy bien hecha, más allá de las polémicas que pudo haber suscitado en algunos sectores. A Santiago Mitre lo admiro y quiero. Si gana, lo voy a festejar mucho. Y la película tiene condimento político, que creo que, para el votante argentino, en este momento, es importante.
-La última sale de tu escena más memorable: “Un tipo puede cambiar de todo (…), pero hay una sola cosa que no puede cambiar”. ¿Cuál es tu pasión?
-Esto. Es mostrarle al público. Es compartir algo, una historia que emocione y que haga reír, sobre todo. Oír la risa de la gente es droga absoluta. Como canta Sinatra en “That’s Life”: ‘Muchas veces quise borrarme, pero mi corazón no lo acepta’. Mi pasión es esa: contarle un cuento al público. Y oír la reacción.
Cinco obras claves en su carrera
- El mismo amor, la misma lluvia. En 1999, se estrenó el film que marcaría el inicio de una fructífera relación cinematográfica entre Ricardo Darín y Campanella. La tetralogía se completa con El hijo de la novia [película del 2001, nominada al Oscar], Luna de Avellaneda y El secreto de sus ojos.
- Vientos de agua. La superproducción argentino-española, de 13 capítulos , se centra en el fenómeno de la inmigración a través de dos hilos narrativos. Con Héctor Alterio, Eduardo Blanco, Ernesto Alterio y Valeria Bertuccelli. Se estrenó en 2006 y está disponible en Netflix.
- El secreto de sus ojos. Basada en la novela de Eduardo Sacheri, quien escribió el guion junto con Campanella, se convirtió en la segunda película argentina en ganar un Oscar. Estrenada en 2009, es una de las más taquilleras de la historia del cine argentino.
- Parque Lezama. A 10 años de su estreno, la obra que ya fue vista por miles de espectadores en Argentina y en España inauguró la sala Politeama. La comedia de Herb Gardner cuenta la improbable amistad entre un histórico militante comunista y un eterno cultor del “no te metás”.
- Metegol. En 2013, luego de cuatro años de trabajo, llegó a los cines el film animado en 3D. Inspirado en el cuento “Memorias de un wing derecho”, de Roberto Fontanarrosa, fue una de las películas con mayor presupuesto de la historia del cine local.