Como director de la galería del Centro Cultural Ricardo Rojas, en la década de 1990, el artista fallecido hace un mes abrió canales para que sus colegas pudieran crecer
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Cuando vio que el abejorro había chocado contra el mosquitero, él no dudó: tomó un cuchillo y lo clavó varias veces sobre la rejilla metálica, para permitirle el paso. Así era Jorge Gumier Maier en el recuerdo de Marcelo Pombo, el amigo que lavaba los platos a su lado en aquella casa isleña de Tigre. Un hombre que, aún en su aislamiento, seguía abriendo canales para que otros pudieran crecer.
“La revolución del Rojas consistió en darnos una pared blanca, un foco y un marco de espacio a los artistas que exponíamos en los bares de moda o en las discotecas. Nos jerarquizó. En las penumbras del underground no teníamos la legitimación que encontramos cuando empezamos a exponer primero allí, y después en espacios como el ICI, Ruth Benzacar, la Fundación Banco Patricios”, recuerda Pombo sobre el artista y curador fallecido semanas atrás.
Ambos se conocieron en 1983, cuando Gumier Maier militaba en el Grupo de Acción Gay (GAG) y escribía columnas contra la discriminación en El porteño. Con espíritu de líder, a fines de esa década y hasta mediados de la siguiente asumiría un rol clave para la escena del arte argentino: la curaduría de la galería del centro cultural de la UBA, un pasaje hacia otra forma de ver el mundo.
“Hizo el trabajo de recortar una estética que se liberaba de la carga posdictatorial: del dolor, la pérdida y la bronca de los años 80. Llenó la escena de aire, de perfume y del amor que se necesitaba”, señala Alberto Goldenstein, creador y curador durante casi un cuarto de siglo de la fotogalería del Rojas. La primera vez que vio a Gumier Maier, confiesa, quedó impactado: “Muy alto, con pelo largo y túnica blanca, tenía unos 33 años y parecía un druida”. Más retrataría incontables veces, incluso travestido como “Brunilda Bayer”.
También Facundo de Zuviría registró imágenes memorables una noche de 1988, cuando desfiló vestido de mujer junto a Alejandro Urdapilleta, Batato Barea y Fernando Noy. “Eran las reinas de la murga”, asegura el fotógrafo. Con su correspondiente carácter, claro. Eso comprobó Marcos López cuando tomó fotos de obras de Omar Schiliro, pareja de Gumier Maier, sobre fondos que este último desaprobó con vigor. Décadas más tarde, convocado por el museo Macro para curar una muestra de la colección, López le pidió permiso para integrar una obra suya en una instalación. “Hacé lo que quieras, el arte es libre”, dice que le respondió, ya melancólico, desde su refugio en Tigre. Sus amigos, en cambio, aseguran que se enfureció.