Inmigración rusa: la joven guardia
Frente a las barreras idiomáticas y sociales, los recién llegados suelen unirse y ayudarse para una rápida integración. También, para sortear los prejuicios, lejos de las noticias sobre gestorías para el ingreso en el país
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Entendía el lingüista e intelectual Ígor Melchuk en los años 70 que sólo existían dos maneras de quitarle apoyo al régimen: ir a la cárcel o irse de la entonces Unión Soviética. Cinco décadas más tarde, una muchacha de vestido floreado y sonrisa afable, también lingüista y filóloga, dice algo muy parecido en una cafetería de Almagro: irse de Rusia fue, para ella, una forma de protestar contra el gobierno de Vladimir Putin. Regina Ganieva, ese es su nombre, fue arrestada por manifestarse en San Petersburgo contra la invasión a Ucrania. “Por suerte, pasé sólo una noche en la comisaría”, le quita hierro a la ingrata experiencia la joven disidente de 32 años, que tras ser notificada de que su caso iría a juicio, tomó la decisión de partir. No por miedo, insiste: en señal de protesta.
En Rusia, cualquier gesto que pueda interpretarse como un intento de desprestigiar al Kremlin se sofoca con castigos draconianos. No sobra refrescar de qué modo crónicas recientes reportaban que han acabado tras las rejas hombres y mujeres por expresarse de manera decididamente pacífica, por ejemplo, depositando flores a los pies de estatuas de artistas ucranianos, como la escritora y dramaturga Lesya Ukrainka, en Moscú, y la del poeta Taras Shevchenko, en San Petersburgo.
“Pasamos una semanas en Kirguistán, luego unos meses en Turquía, y en mayo del año pasado llegamos a Buenos Aires”, relata Regina, que mudó de vida junto con su novio, “alpinista industrial, hace trabajos en altura”, marchándose casi con lo puesto: apenas dos mochilas con un puñado de pertenencias que, de alguna manera, recuerdan a La maleta, esa célebre novela de Serguéi Dovlátov, de 1986, donde –en registro despojado, corrosivo, tragicómico– el escritor se recreaba con las pocas pertenencias de la valija del exilio. “Fue una decisión muy emocional, no planificamos nada”, admite quien actualmente reside en el barrio de San Cristóbal y se gana el pan como profesora de castellano, enseñando el idioma a compatriotas que, como ella, ahora residen en el país.
La nueva ola inmigratoria rusa ha recibido especial atención estos últimos meses, porque se ha intensificado y, en simultáneo, se ha vuelto tema de encendidos debates. Luego de la retención de seis de mujeres embarazadas en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, en el marco de una investigación judicial sobre una “gestoría dedicada al tráfico de migrantes y a la falsificación de documentación”, algunas fuentes que ya habían participado de esta nota pidieron no ser incluidas. Pero otras lo hicieron sin problema, para no abonar a la confusión, a la paranoia, incluso a la intolerancia.
Ganieva sigue dispuesta a romper barreras. Entre otras, una fundamental: la idiomática. Viene estudiada de San Petersburgo, no así la mayoría de sus alumnos: personas con entre 18 y 80 años que sufren mucho, muchísimo… las vocales. “Nosotros tendemos a reducirlas, prestamos más atención a las consonantes. En ruso, por ejemplo, leche es moloko, palabra que tiene tres O, pero sólo pronunciamos una”, pone de ejemplo. En su lengua natal, tampoco hay artículos, otro gran escollo para sus estudiantes, al igual que las preposiciones y los subjuntivos. “De todas maneras, con un nivel muy básico de español ya puedes expresarte con formas que, aun siendo simples, te permiten manejarte en el día a día. Lo más importante es sacarse el susto de hablar y equivocarse, un miedo que a muchos les dificulta adaptarse”, añade esta aficionada a la lectura, que pondera igual a Borís Pasternak que a Julio Cortázar.
Precisamente a los fines de brindar un apoyo a sus compatriotas es que Regina también modera encuentros de conversación, donde los novatos no sólo “entran en la lengua”: también empiezan a familiarizarse con aspectos de la cultura argentina. En el club de charlas del que participa, cada reunión gira en torno de una temática: la historia del mate y las formas de beberlo; los referentes más queridos del rock nacional; un vocabulario útil para resolver problemas domésticos; cómo ir de compras a un supermercado (y saber qué corte de carne de cerdo pedir para preparar un bortsch); juegos de cartas con la baraja española, distinta de los naipes tradicionales rusos…
Vale mencionar que, a diferencia de lo que podría suponerse, aún cuando su alfabeto sea el cirílico (que toma mucho del griego, con orígenes que se remontan al siglo IX), las letras latinas no suponen una complicación añadida, un choque abismal para los recién llegados, en tanto “suele enseñarse algo de inglés, español o alemán en las escuelas de Rusia y, por tanto, es un abecedario que está muy visto”. Lo que sí despierta cierto desconcierto, añade la joven, son ciertos usos y costumbres locales, como los socorridos “¿Qué tal?” o “¿Cómo estás?”, a modo de saludo. De hecho, resulta habitual que sus estudiantes le consulten cómo responder a estas preguntas en, digamos, una farmacia, y cómo sostener una charla trivial, ligera, algo que aparentemente no es moneda corriente en tierra rusa, donde “puede interpretarse como hacerle perder el tiempo al otro y, en consecuencia, una falta de respeto”.
Aunque parezca mentira, tanto ella como otros emigrados resaltan que los porteños son tantísimo más relajados que, por caso, los moscovitas. En Buenos Aires, esgrimen, el ritmo de vida es mucho menos acelerado.
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En un mundo global, a veces se pierde de vista cuán difícil es el desarraigo, pero una charla con Aziza –nacida en Siberia, de 25 años– pone en perspectiva lo arduo de la situación. La chica, que prefiere no decir su apellido por evidente temor, planea tomar lecciones de idioma en breve. “Es lo mínimo que puedo hacer, una manera de mostrar respeto por la cultura local”, dice –en inglés– esta morocha de ojos claros, que todavía mira todo con asombro. Se asentó en Buenos Aires hace apenas unas semanas con su marido, un programador de 28 que trabaja en forma remota para una firma rusa, después de pasar siete meses en Estambul. De Rusia, escaparon por un pelo: al poco tiempo de marcharse, la policía visitó el domicilio de sus suegros preguntando por el paradero de su esposo. Lo requerían en el frente de batalla.
Se fueron por el conflicto bélico, pero también “buscando libertad”. “Un amigo, que es maestro de escuela, tuvo problemas por no querer enseñarles a chicos de primaria que la guerra es buena, como demanda el gobierno. Y, aunque somos muchos los que quisiéramos manifestarnos en las calles, no lo hacemos por temor a las represalias contra nuestras familias, contra seres queridos”, revela quien se recibiera como psicóloga en Moscú.
Aunque Aziza trabajó con chicos autistas en hospitales, está lista para pasar de página profesional: ahora aspira con desempeñarse como tatuadora, oficio en el que también se ha formado. “Tenemos ese prestigio, somos especialmente buenos en esterilizar”, asegura, y pronto aclara que no deja de ser una ilusión en un momento en el que todo es desconcierto: “Estoy tan perdida, tan desorientada ahora mismo que no puedo proyectar nada, ni siquiera qué hacer la semana próxima”. Sin ir más lejos, admite que, aunque la ciudad es muy bonita, aún no tiene claro si está mejor o peor que antes. “Todo está tan mezclado en mi cabeza”, manifiesta mientras prende un cigarrillo… Y luego, absorta, con la mirada perdida en el humo: “Noto que acá la gente fuma muy poco. Allá es al revés, quizá para canalizar el estrés”. ¿No se analizan en sus pagos para lidiar con la ansiedad, el agobio, el nerviosismo? “Ni hablar, todavía hay muchos tabúes en torno a mi profesión. A la gente le da vergüenza atenderse, piensa que son problemas que deben resolver por su propia cuenta. Controlan su salud física, no así la mental”.
Aziza anda mucho en una bicicleta, fue lo primero que compró cuando llegó a Buenos Aires y le permite despejarse mientras conoce tramo a tramo la ciudad que hoy llama casa. También le da tema de conversación cuando, varias veces a la semana, charla con su mamá, que permanece en Rusia. “Aunque hablamos a menudo, duele pensar que no la veré en mucho tiempo”, se sincera, y añade que nunca debaten sobre política: “Ella vive en su propia realidad y no le encuentro sentido a explotar su burbuja. Nosotros, los más jóvenes, podemos apañarnos con la tecnología y buscar fuentes alternativas para informarnos, pero la gente mayor escucha la radio o mira el noticiero, que están controlados por el gobierno”.
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“Nunca trabajé en programas de noticias: mi último empleo fue como productora de un talkshow que se emitía por Piervy Kanal, el Primer Canal, uno de los más grandes de Rusia”, cuenta Elizaveta sobre su pasado en Moscú, cuando aún no había decidido cortar amarras con el ambiente tóxico en torno de este tipo de contenido televisivo, y con una jornada extenuante, tan exigente que finiquitaba a altas horas de la madrugada. Liza, como la llaman sus allegados, veía también cómo toda la tevé viraba hacia la política y el control se recrudecía. Entonces, dejó el puesto, probó suerte un tiempo organizando eventos culturales, y al cabo de unos meses, dijo sanseacabó: a conocer otro mundo. Así fue cómo, hace cuatro años, tomó sus petates y voló a la Argentina, país que ya había visitado durante unas vacaciones en las que la había pasado de mil maravillas.
Liza trabaja en una firma de marketing, pero es su proyecto personal el que despierta en ella genuino entusiasmo: se llama Ojo Argentina, y se trata de una iniciativa que, ante todo, abona a la integración. La propuesta –que lleva adelante junto con Misha y Andrei, socios y amigos que llegaron a Buenos Aires hace poco más de un año– tiene varias aristas; la principal es una guía gratis y abierta, confeccionada a partir de aportes colaborativos y fuentes confiables, que incluye toda suerte de información: desde el costo de vida en el país hasta cómo manejarse con el transporte público; de recomendaciones de restaurantes y bodegones a talleres de castellano con buenas referencias, consejos para lidiar con aspectos burocráticos, buenos hospitales, etcétera. De todo, en fin, en este generoso esfuerzo mancomunado. También hay contactos para quienes requieran de plomeros, DJ, psicólogos, traductores, guionistas, compositores, actrices de doblaje…
“No es un proyecto comercial: simplemente queremos ayudar a la gente; ofrecerles recursos que puedan facilitarles las cosas”, aclara Andrei, que antaño fuera compañero de colegio de Liza, desmarcándose de propuestas similares que –promocionándose con un marketing muy agresivo– andan detrás del billete, llegando a veces a brindar datos falsos que prometen lo imposible (o posible, con atajos) y juegan con la desesperación de algunas personas; por ejemplo, cómo conseguir el pasaporte argentino en sólo seis meses.
“Lo que intentamos ofrecer es un espacio que reúna toda la data posible que pueda servir a los recién llegados para acelerar la adaptación, a sabiendas de que la gente tiende a cerrarse no bien arriba”, explica con genuino entusiasmo Liza, blonda en sus 20 que también organiza escapadas para practicar surf a unos cuantos kilómetros, en Chapadmalal, propuesta bautizada –siguiendo la marca ocular– Ojo Surf Camp, tan completa que incluye además clases de yoga, ejercicios de improvisación para el autoconocimiento, paseos por bosques energéticos y after-party; con instrucciones, dicho sea de paso, tanto en “castellano argentino” como en ruso. También existe Ojo Cultural, la pata artística, con la que han organizado ya unas cuantas fiestas un poco trash, “pos-irónicas pero amorosas”, dicen, siempre temáticas: la música más cringe de los 2000, el rock ruso, etcétera.
Cuenta Misha, un aficionado al senderismo que solía trabajar como docente en su tierra natal, que no hay ningún sitio que nuclee y oriente a la gente que va llegando. De hecho, aclara que, si bien ahora empieza a abundar la información, antes era poco lo que se sabía de la Argentina. Así las cosas, donde hay una necesidad, nace un grupo de Telegram, que sirve como red de apoyo dando consejos sobre cómo asentarse y desenvolverse en la nueva cultura a quienes, en su gran mayoría, han venido por cuenta propia, sin ayuda de organización alguna. Estos chats grupales han proliferado y surgen de manera espontánea; son ideales para personas con ciertos trabajos o aficiones que quieran unirse a una comunidad de habla rusa afín a sus intereses. Los hay para generar encuentros literarios para gente adulta, o educativos para los niños; para hablar de criptomonedas; para salir a hacer running o picnic en parques públicos; sobre charlar sobre mate, maternidad, trabajo remoto; sobre cursos, carreras y universidades; sobre noticias de la actualidad argentina, que permitan estar más o menos al día… La lista resulta inagotable y, a cada rato, se acrecienta.
El trío de Ojo Argentina, sin más, tiene presencia en Telegram con un chat homónimo que goza hoy de más de mil seguidores, que acceden de este modo a la famosa guía plena de variopinta data. Asimismo, en lo personal, Andrei y Misha forman parte de otro chat grupal, específicamente dedicado a Mafia, que nada tiene que ver con un grupo delictivo que pretende conseguir el monopolio de sus actividades espurias en una zona definida. Mafia es un juego de rol muy popular en sus pagos, y ahora encuentra a cantidad de aficionados en Buenos Aires, que han trasladado la pasión de juntarse una vez por semana para desplegar deducción, análisis y picardía.
Aunque existen distintas versiones con diferentes nombres, según las geografías, la autoría de esta versión suele atribuírsele a un tal Dimitry Davidoff en los años 80, cuando se volvió en un recurrente juego entre jóvenes universitarios soviéticos. El punto de partida es un conflicto entre una minoría informada (los mafiosos) y una mayoría desinformada (los ciudadanos), cuyos roles son asignados de manera azarosa y secreta, vía naipes. Dentro de cada bando, hay además papeles específicos; por ejemplo, un comisario, un maníaco… A lo largo de 60 minutos, que es lo que aproximadamente dura la partida, los asesinos matan encubiertamente durante “la noche”; luego los supervivientes deliberan durante “el día”. La meta es ponerse de acuerdo, después de las argumentaciones, sobre los sospechosos, para así votar democráticamente quién sería el culpable. “En lo que dura el juego, usamos números en lugar de nuestros nombres, para no mentirnos entre nosotros, sino entre los personajes ficticios que, por este rato, interpretamos”, aclara Misha, que ha invitado a esta cronista a presenciar una partida un caluroso viernes estival.
La cita es a las 19 horas en un PH cerca de Parque Centenario; el anfitrión, un moscovita de 16 años llamado Platón, que se ha instalado hace casi un año en Buenos Aires con sus padres, sus cinco hermanos (una recién nacida) y dos perritos. A pesar de su juventud, el muchacho de barba tupida cuenta –en inglés, no habla aún castellano– que trabaja a distancia produciendo canciones para varios artistas rusos, especialmente de la escena hip-hop; Scriptonite y Morgenshtern, por caso. No dice mucho más porque su rol de moderador es exigente, organizando y musicalizando la partida de Mafia.
Viktor, de 25, también conversa en una minúscula pausa: recuerda su ciudad de clima cálido, agradable, Rostov-on-Don; subraya que está en desacuerdo con las políticas de Putin y no quiere saber nada con la guerra; explica que es informático, que trabaja en forma remota para firmas extranjeras; que, como tampoco sabe español, se da maña con Google Traslate en el supermercado, la verdulería. Mientras fuma un cigarrillo esperando que termine el primer juego para sumarse al segundo, Eugenia, de 22, comenta que ella también se formó en ciencias de la computación y programación. Estudió en Minerva University, en los Estados Unidos, aunque su familia permanece en Siberia, donde ella pasó su niñez y adolescencia. “Amo Mafia”, recalca la colorida y pizpireta dama que quiere echar raíces en la Argentina: “Se me dan estupendamente las argumentaciones; el aspecto lógico es lo más divertido”, asegura.