Imprenteros. El impresionante éxito surgido de la historia real de una pyme y el drama de una familia argentina
Lorena Vega estrenó hace cuatro años la pieza teatral basada en la historia de la imprenta de su padre y logró un éxito impensado. Junto a sus hermanos Sergio y Federico construye el territorio de la infancia, entre papeles y tinta, la historia del taller y el recuerdo de Alfredo Ernesto Vega
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“Diez días después de su muerte, que fue un 11 de septiembre, el mismo día del atentado a las Torres, pero años más tarde [2014], mis medio hermanos, nuestros medio hermanos… Nosotros somos tres del primer matrimonio y él tuvo tres hijos más con su segunda pareja. Ellos, los de la segunda relación, cambiaron la cerradura del taller y nosotros no pudimos volver más. Ellos se apropiaron del lugar”, cuenta Lorena Vega cada vez que pisa el escenario con Imprenteros, el biodrama que escribió 2018, y que desde hace cuatro años gira por las más disímiles salas del país con entradas agotadas, la misma pieza que en 2021 se presentó en Madrid y en la avenida Corrientes y que en octubre próximo lo hará en Uruguay. En cada función, Lorena, Federico y Sergio abren las puertas de la imprenta paterna, aquella que funcionaba en Lomas del Mirador, en el conurbano bonaerense. “Desde el barrio de Flores para ir al taller, tomaba el 113 en Nazca y Rivadavia, en la puerta de Alpina Skate, un lugar donde se podía patinar sobre hielo”.
Palabras, imágenes, olor a tinta, las cotidianidades del taller gráfico reviven a través de papeles, carpetas, folletos, videos en VHS, entrevistas y coreografías marcadas por el sonido de las máquinas. Resmas, rotativas, guillotinas, una historia familiar que caló profundo, un boca en boca que transformó en fenómeno a una pieza del teatro independiente que acaba de lanzar su libro (el miércoles 7, a las 19, los presentan en la Federación Gráfica Bonaerense), que será, a su vez, el eje de un documental.
“Pensé que me encontraría con la dramaturgia de Imprenteros, que es una pieza inolvidable y muy extraña en sí misma. Sin embargo, me encontré con un libro que bien podría ser una novela de iniciación escrita con maestría, un asunto de verbos que no detienen y recuerda a las máquinas que imprimen sin pausa día tras días –destaca Camila Sosa Villada, la actriz y autora de Las malas, en la contratapa–. También es un libro sobre los padres, los hermanos, los amigos, las madres y el perdón. También, un libro fotográfico y de poesía. Y es un elogio al arte de Lorena Vega y sus hermanos Sergio y Federico”.
Sentados en una de las mesas largas, comunitarias, que están distribuidas en paralelo en el comedor de LatinGráfica, la imprenta en Almagro donde Sergio trabaja desde hace 25 años y donde se imprimió el libro, los hermanos Vega recuerdan el pedido de Lorena para ser parte de un ejercicio experimental en el Centro Cultural Rojas. “Al comienzo lo sentí como un favor hacia ella, no imaginaba lo que iba a suceder. Lo que está pasando ahora con la gente, que te dice que quiere venir, pero que no consigue entradas, que se agota –cuenta Sergio vestido con su ropa de trabajo, la misma con la que después se sube al escenario–. Lore me invitó al curso de biodrama que estaba haciendo con Vivi Tellas, yo fui a dos de sus clases. Ella me había avisado que me iba hacer preguntas frente a sus compañeros sobre el tiempo en que trabajé con papá. Fui, me senté y las contesté, como las contesto ahora en el teatro. Otro día, me dijo: ‘Che, no te animás hacer los movimientos como cuando manejabas la máquina de papá’. Lo hice primero en casa, después en lo de Vivi. Se fue armando. Al comienzo iban a ser solo tres, cuatro funciones, para amigos, familiares, compañeros de trabajo. ‘Che, me dicen de seguir’, y seguimos y pasa lo que pasa ahora. Hasta juego menos al fútbol, porque tengo miedo de lastimarme y que tenga que suspender la función”.
Federico, el hermano del medio, contador de profesión, dispara: “Yo no acepté. No tengo preparación actoral para eso”. Su testimonio aparece en video: “Cuando me propuso grabar, lo hice como favor, para participar, era la forma más cómoda para mí”. En el libro, Lorena lo cuenta así: “No quiso estar en vivo en la obra. Entonces, organizamos que filmaríamos en su casa una entrevista. Canceló los encuentros en tres oportunidades. Después cuando se vio filmado en el estreno, se quejó de los encuadres que habíamos usado. Decía que estaba ‘desfavorecido’ en la imagen”.
Imprenteros es un trabajo sobre la memoria, que a modo de reconstrucción permite que quien se encuentre con esta historia pueda completarla con la suya. “La obra nombra y relata esta célula social que identifica mucho a nuestra masa trabajadora, que son los pequeños emprendimientos de núcleos familiares –analiza Lorena, dramaturga, directora y protagonista–, cómo esos lazos familiares, afectivos, están atravesados por el dinero, en un país donde el ritmo económico no es estable, al contrario, es muy cambiante. De la misma manera que altera la caja, el bolsillo, altera los vínculos. Eso nos pasa a la gran mayoría, sobre todo a los que no tenemos una situación laboral estable. Condensa una postal familiar de la clase trabajadora obrera y los oficios que se fueron perdiendo, como en este caso el de los imprenteros”.
La gráfica es una actividad con la que hay mucha identificación, de eso están convencidos los Vega. “Atraviesa todos los trabajos –analiza Lorena–. Si imprimís algo, si tenés que hacer una foto, una caratula, una tarjeta, un folleto... Hay una relación permanente con la fotografía, con la impresión, se teje una especie de hermandad en la que casi nadie queda afuera. Es alucinante que se acerque la gente y te cuente que trabajó en una imprenta antigua como la de mi papá”.
En blanco y negro se luce la gran estrella de la imprenta Ficcerd, de Alfredo Vega. Una máquina de marca Harris, norteamericana, de 1942. “Es de un solo color. Hicimos muchos trabajos con papá ahí –cuenta Sergio–. Especialmente, etiquetas para la industria alimentaria. Recuerdo la de Parrillero Verónica, de quesos provoleta, que salió perfecta. En impresión y corte, era una obra de arte”.
En julio pasado, se imprimió el libro en LatinGráfica con la coordinación del propio Sergio, que estuvo atento a cada detalle, esos que hacen de Imprenteros una obra mixta de textos e imágenes. “El libro amplió mucho más el horizonte, se convirtió en un nuevo espacio de revisión de nuestra historia, de nuestra voz, donde seguimos investigando más sobre el arte y el oficio gráfico. Tiene un abordaje antropológico, porque va mucho más allá del texto de la obra. Está armado con mucho material de archivo –agrega Lorena y señala que tanto la obra como el libro fueron declarados de interés cultural por el Ministerio de Cultura de la Nación–, incluye las fotos del taller que hizo el artista César Capasso, a quien denominamos el cuarto hermano por ser alguien tan cercano. Es amigo mío desde los 17. Años más tarde, en 2006, hizo las fotos del taller, de las máquinas. Fuimos un día que no había nadie y fotografiamos todo. Esas fotos son parte de la obra”.
“Cuando empecé con todo esto, una de las primeras cosas que hice fue mandarle un mensaje a mi amigo César diciéndole si tenía los originales de las fotos que habíamos hecho de las máquinas del taller de mi papá. Él me contestó que no creía tenerlas porque las había sacado hacía más de diez años. Al otro día me mandó un audio que decía: ‘Anoche revisé unos cajones con discos rígidos viejos. Los puse en el freezer porque si los enchufas congelados prenden mejor. El primero que probé tenía las fotos. Decime más’” –cuenta Lorena en el escenario y el texto se reproduce en las páginas–. César Capasso es mi cómplice artístico en la recuperación del territorio de la infancia”.
Esas mismas fotos son ahora parte de libro que se escribió en estos últimos tres años, proceso que quedó registrado en el documental que se conocerá pronto. “El film muestra cómo se hizo el libro escrito por tres hermanos que, junto con la editora Gabriela Halac (de Ediciones DocumentA/Escénicas), pensamos cómo iba a ser, qué forma, qué cuerpo, qué tipo de papel iba tener. El concepto lo propuso Gabriela y parte del proceso lo realizamos en la residencia editorial en Ascochinga, Córdoba. Nosotros creamos junto con ella y todo ese trabajo quedó plasmado por Gonzalo Javier Zapico, con quien codirijo el documental. Gonzalo es mi pareja, el papá de mi hijo; además, es quien filmó los audiovisuales que aparecen en la obra de teatro, como la entrevista a mi hermano Federico. El guion es mío –aclara Lorena–. Con Gonzalo hicimos varios audiovisuales juntos, él como director y yo como actriz, desde que empezamos como novios, como el corto Vicente Casares, que recibió algunos premios. La humedad también fue premiado y lo protagoniza Pablo Brichta. En este corto trabaja nuestro hijo, Dante Zapico, que en ese entonces tenía 2 años. Después, hicimos El bosque de los perros, primer largometraje, con Guillermo Pfening y Marcelo Subiotto. Somos una pareja creadora y este proyecto nos permite dar un paso más. Ahí estoy, poniéndome a la par de él, para armar esta historia. Me animo, porque es un material tan propio que siento que soy la que tiene que contar lo que estamos haciendo”.
El sonido de las máquinas en la imprenta donde trabaja Sergio remite a esa coreografía que hacen en escena, la que simula la secuencia de impresión de la Harris. Aquí son otras las máquinas. Lorena y Federico saludan a cada uno de los imprenteros a su paso. Sonríen, son parte del equipo. Sergio va y viene, mueve las cosas para que puedan hacerse las fotos para esta nota. Hay guiños detrás de cámara, los que están ahí son testigos de lo que sucede con los hermanos Vega, partícipes de la impresión del libro, protagonistas del documental. “Estoy feliz por mí, por mis compañeros. Les copó que se venga a filmar acá, están copados con Imprenteros –se entusiasma el menor de los Vega–. No dejamos de ser obreros en una fábrica, y que nos vengan a filmar, a sacar fotos, es un mundo nuevo. Para mí todo esto es nuevo. Yo lo que hacía era trabajar, ir a mi casa, a jugar fútbol, a la cancha, salir a comer, ir al teatro a algún estreno, salir con mi mujer, y entro en un mundo al que a mis compañeros también les llega. Esta [hace referencia a la imprenta] es como mi segunda casa, siempre me sentí acompañado, apoyado, más allá de lo laboral, como persona. La imprenta todavía mantiene algo familiar, y eso que esta es grande, no es un taller, pero tiene esa cosa que, a pesar de que no somos familia, hay algo. Y no deja de haber un empleador y empleados, obreros que hacen su trabajo de la manera más profesional. Nos conocemos, sabemos quiénes somos, si a alguien le pasó algo... Son muchas horas de trabajo. Compañeros que viajan dos horas para llegar a las 6, hacen tren, subte, colectivo para llegar a horario y no perder su premio. Hay toda una masa de gente que vive de esta manera y yo siempre respeté mucho al laburante. Cuando hicimos el libro, vinieron a filmar las jornadas, estaban chochos, mostrar cómo se hace, cómo hacemos el laburo. Para mí, compartirlo con ellos es maravilloso, jamás imaginé que iba a vivir algo así”.
A los 16 años, Sergio dejó el secundario. “Papá me dijo: ‘Vení al taller, pero vení a aprender bien’ –recuerda en un fragmento del libro–. Llegué a la imprenta cuando había muy poco trabajo, y vi cómo papá entró en una crisis por no tener plata, y no saber cómo pagar los impuestos; una situación muy dolorosa y angustiante. Empezamos juntos a buscar clientes. A arrancar de cero (…) De pronto las máquinas estaban funcionamiento (…) Papá estaba activo. El taller empezó a salir adelante.”
La relación con el papel, el amor por lo impreso, ya sea un folleto, etiquetas, tarjetas personales y para fiestas de 15 (como la de Lorena que sirve de programa), se transmite desde el escenario y cobra vida, por así decirlo, en el libro. Una sobrecubierta desplegable aporta datos de Cómo diseñar una etiqueta sin computadora y el fotomontaje, que ya es un sello, de los hermanos Vega con la ropa de trabajo de Ficcerd, con la máquina detrás y el cartel: Talleres gráficos. Etiquetas, folletos, estuches, calidad y servicio.
“En Ficcerd se imprimieron 33 millones de etiqueta de aceite de la caja PAN (Programa Alimentario Nacional) –cuenta Sergio en la sobrecubierta–. Era un plan de emergencia implementado por Alfonsín a seis meses de asumir la presidencia donde se repartían cajas con alimentos de primera necesidad para los sectores más pobres (…) No encontré una imagen de la etiqueta del aceite. Si encontré de la caja PAN. En el diseño de la etiqueta del aceite estuvo metido ‘el cráneo de papá’”.
Una plancha de siete etiquetas que se imprimían en el taller de Alfredo Ernesto Vega forman parte del libro. “En miniaturas, a color y autoadhesivas”, comenta Lorena para destacar el hermoso trabajo gráfico de la edición, muestrario de algunas que se exhiben en escena. Etiquetas hechas en esas máquinas de los años 40 que, aún hoy, están impecables. En casa de Yeny, la mamá de los tres Vega, Sergio tiene guardada una. Fue el primer trabajo que hizo solo, sin que su papá interviniera. “Yo corté el papel, preparé los colores. Lo hice todo solo”, describe orgulloso. Como si fuera un mago, Sergio acepta el desafío, en cada función, de contar de que está hecho el material que alguien del público le acerca, puede ser cualquier pieza gráfica: revistas, tarjetas, estampitas, folletos… “En estos cuatro años, creo que me pasó una sola vez, se me nubló la mente y no me salía el nombre del doblez. Porque cada doblez tiene un nombre: cruzado, paralelo, cilindro, despegable, díptico…y uno de los chicos, de tanto escucharme, por reconocer el doblez me dijo ‘cruz’. Era cruz… Por lo general descifro de qué material se trata, los colores, el corte, si está impreso en digital o en offset.”
Federico mantiene distancia, pero conoce el oficio, pasó tiempo con su papá en el taller y lo ayudó en alguna que otra ocasión y, a pesar de asegurar que no es gráfico, su primer trabajo en Europa, cuando se fue en 2001, fue en un taller gráfico. Atravesados por el papel y la tinta, los tres se emocionan cuando otros arman su propia historia con la obra. “Hace poco, una chica me contó que su abuelo trabajaba con una linotipo (es una máquina inventada por Ottmar Mergenthaler en 1886): ‘Me acordé y le pedí a mi papá que revise unos cajones con fotos. Te mando la foto de mi abuelo con la lino’, me escribió –cuenta Lorena–, y me envió la foto. Estas cosas nos pasan muchísimo, comparten sus historias”.
“Como el hombre que se acercó y nos dijo que era el último de los tipógrafos vivos –agrega Federico–, hay un documental que se llama Los últimos (codirigida por Nicolás Rodríguez Fuchs y Pablo Pivetta) que habla de él y de las máquinas de este estilo. ‘Quería agradecerles porque lograron meterme de nuevo adentro de un taller’, nos dijo”.
“Era taurino. Tenía una colección de camisas con distintos estampados. Una colección de perfumes y se ‘hacía las manos’. Algo polémico para la época –bromea Lorena en escena– (…) Sus amigos decían que tendría que haber sido actor de cine por su parecido con Enzo Viena y Claudio García Satur, en su mejor momento, cuando hacía Rolando Rivas, taxista”.
Como Alfredo, sus hijos son hinchas de Independiente. “La camiseta no se negociaba, en eso era muy firme –apunta Sergio, que siempre jugó con el número 16–. Si me preguntás, me hubiera gustado ser jugador de fútbol, pero terminé de gráfico. Alfredo era muy de eso de ‘los hombres no lloran’, ‘sos hincha de Independiente, no podés cambiar’... Era, como se dice ahora, muy patriarcal”. “En los últimos años estaba más deconstruido –asegura Federico–, iba a ver a Lore al teatro y la entrada a ese mundo lo cambió”.
En algún momento Imprenteros, la obra va a llegar a su fin (las fechas confirmadas son 4 y 6 de octubre en el Festival Internacional de Uruguay; el 19 de octubre en el Festival Semana Anfibia, en la Unsam; el 21 y 22 de octubre en el C. C. 25 de Mayo; y el 9, 10, 16 y 17 de diciembre en el teatro El Picadero). “Pero el libro queda –arremete Lorena, que ganó un Premio Ace por su actuación en la obra–, con póster incluido, por las tantas veces que a la salida la gente se quiso llevar las imágenes, esas que invitamos a colgar al final de cada función”.
El taller familiar en Lomas del Mirador sigue cerrado. “Pero las puertas de la imprenta de mi papá están más abiertas que nunca –asegura Sergio con una sonrisa gigante–. ¿Cuánta gente ya entró? La vida nos regaló esta obra de teatro, ahora este libro, son distintas maneras de abrir puertas. Estuve muchas noches sin dormir, enojado, dolido, expulsado, pensando en ese lugar, en las tantas madrugadas que estuve ahí con mi viejo. Y ahora, cada vez que hago esa coreo, siento que estoy con él, ahí, laburando”.
Desde que el padre murió, un 11 de septiembre, no poder entrar en Ficcerd les fue quitando el sueño a los hermanos Vega. Tiempo después del estreno de Imprenteros, luego de una función en España, Sergio escribió en su Instagram: “Hermanita, gracias por enseñarme a tirar ese portón de una manera diferente de la mía”.