Héctor Abad Faciolince: “Hay cosas que deben saberse”
El escritor colombiano narró la muerte de su padre en un libro que ya es un clásico y que, de la mano de Fernando Trueba, acaba de ganar un Goya
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Falta una hora para el mediodía y la luz de la mañana ilumina esa voz tan serena. Un rayo de sol acaricia su escritorio ubicado junto a una puerta de vidrio. Desde allí se ven las matas que él riega con amoroso cuidado, el jardín y la pileta donde todos los días del año se sumerge para buscar silencio y calmar el galope de ideas que lo invaden y laceran. El clima tropical de Medellín es uno de los grandes atractivos de la ciudad que este cronista de la paz y de la violencia ha retratado en el primer clásico –por consenso de la crítica y de los lectores– de la literatura hispanoamericana del siglo XXI: El olvido que seremos (Seix Barral, 2006). Esta novela sin ficción hoy, con los látigos de una pandemia, se lee de modo diferente. En ella se narra la vida de su padre, Héctor Abad Gómez, un médico epidemiólogo que luchaba por la salud pública, un hombre bueno que fue asesinado por grupos paramilitares. Fernando Trueba dirigió la adaptación de esta biografía protagonizada por Javier Cámara que acaba de obtener el premio Goya a la mejor película iberoamericana, un íntimo homenaje que el autor colombiano vio “detrás de una cortina de agua”, impregnada con su dolor y emoción. Abad Faciolince ha heredado de su padre el legado de la bondad y lo defiende en el trato con los demás, en sus acciones y en cada renglón que escribe. Este escudo no es la ingenuidad. Es la inteligencia. Es su legado.
Abad Faciolince, discípulo del boom latinoamericano, antes un insolente periodista, además se atrevió a lo que nadie jamás se animó a efectuar: marcarle un error a Gabriel García Márquez. También se animó, al menos lo intentó, a acercar posiciones y a tramar un reencuentro entre Gabo y otro titán de las letras latinoamericanas: Mario Vargas Llosa. Columnista del diario El Espectador y presidente del jurado de la última edición del premio Alfaguara, Héctor Abad Faciolince conversó con LA NACION revista desde su casa en Medellín.
¿Cómo vivís la pandemia?
Al principio estuve muy encerrado. Era todo muy angustioso. Pero tengo mi carnet de periodista, así que a veces por la noche me desvelaba, cogía el carro y me iba a ver la ciudad. También estuve tocando guitarra, porque me costaba mucho escribir. Después encontré algo que fue maravilloso. Me puse a traducir unos cuentos infantiles de Kipling. Fue muy bonito, estuve como dos meses y medio totalmente clavado con el libro. Eso me salvó.
El olvido que seremos es también una película. ¿Cómo es la experiencia de ver en pantalla tu vida y tu tragedia?
En diciembre de 2019, cuando estuve en España, la pude ver. No estaba terminada completamente, faltaba la música, algunos ajustes de color, pero la vi en el estudio donde estaban haciendo la edición definitiva. Fue muy raro. Quedé totalmente apabullado, atolondrado, detrás de una cortina de agua, aunque yo no sentía que lloraba. No sabía ni qué pensar. En enero, en el Hay Festival de Jericó, y luego en el de Cartagena, Fernando Trueba quiso hacer una presentación para mi familia. Ahí estuvo mi madre, todas mis hermanas, mis sobrinos y un par de actores. La película ya estaba totalmente terminada. La pude ver, no como un espectador normal, porque nunca lo voy a ser, pero ya un poco más distanciado, sin el shock de la primera vez. Me pareció una película muy bonita. Quedé muy contento con el trabajo de Javier Cámara.
¿Fuiste vos quien quiso que Cámara interpretara a tu padre?
Sí. Estaba en la primera carta que le escribí a Fernando [Trueba] proponiéndole hacer la película luego de que aparecieran unos productores colombianos. Ellos querían que todos los actores fueran colombianos y lo único español podría ser el director, porque siempre quise que la dirigiera Fernando. Javier Cámara se parece físicamente a mi padre y, además de ser un gran actor, me gusta su manera de ser. Es muy cálido y tierno. Aquí hay un actor bastante conocido el que hizo El patrón de mal, Andrés Parra, pero él no podía hacerlo por motivos de agenda, así que aceptaron mi opción. Luego yo no intervine en nada. El guion lo hizo David Trueba [adaptó y dirigió Soldados de Salamina, basada en la novela de Javier Cercas], hermano de Fernando, que estaba un poco indeciso. Cuando David hizo el tratamiento y el guion, Fernando aceptó de inmediato.
La novela tiene dos aspectos de gran vigencia hoy: la salud pública y la epidemia.
La película fue además hecha antes de la pandemia. Hay dos escenas donde se enseña a lavarse las manos. Es increíble, como si lo hubieran hecho a propósito.
Antes de escribir la biografía, sin ficción, como definís esa novela, ¿quisiste escribir una novela con ficción sobre la vida de tu padre?
Sí, hice muchos intentos, desde mi primera novela, en 1994, Asuntos de un hidalgo disoluto, donde había un par de capítulos donde se contaba un poco la historia de un médico al que mataban. Recuerdo que mi editor me dijo: “La novela está muy bien, la queremos publicar, pero estos dos capítulos no tienen nada que ver con el resto”. En 2002 salió Angosta, una novela medio futurista, que tiene elementos de ciencia ficción. Allí aparece también un médico, el doctor Burgos, que trabaja por los derechos humanos y lo asesinan. Nunca quedaba satisfecho cuando contaba mi historia con las herramientas de la ficción. Pienso que mi papá vivió su vida de un modo tan estético. Él quiso hacer de su vida una obra de arte y cuando me di cuenta de esto, pensé que lo mejor era contar cómo fue todo, no inventarme nada. Me demoré mucho para descubrirlo.
En tus diarios personales [Lo que fue presente 1985-2006] hay una entrada pocos días después del asesinato de tu padre escrita con una emoción desgarradora. ¿Leíste o tomaste algún modelo para escribir luego El olvido que seremos?
Cada 25 de agosto, el día que lo asesinaron, está siempre esa emoción que es muy íntima. Me daba mucho pudor al comienzo escribir sobre él, pero al final sí usé esa emoción y el lenguaje de mi casa para darle el tono a esa novela. Es algo que aprendí de Natalia Ginzburg, Léxico familiar, el italiano de Turín, un libro de su propia familia, sin ficción, con los nombres reales. En mi caso utilicé el español antioqueño.
Esta es una novela sin ficción sobre la política colombiana, pero, ¿considerás que es una novela política?
Esta obra es sobre una persona muy cercana para mí, la más cercana. Escribir sobre mi padre es casi como escribir sobre mí. El modelo era: “Hay cosas que deben saberse”. Si no hubiera sido mi padre, yo no habría escrito un libro de ese tipo, porque yo nunca me he considerado un escritor comprometido en el sentido político, no vivo obsesionado con la realidad política, es más, tengo cierta resistencia. En mis libros se habla muy poco de política.
Se le exige mucho al escritor latinoamericano, fuera de la región, que se exprese políticamente, algo que no ocurre quizá con otros autores de otras regiones. ¿Sentís este imperativo?
Sí, se les exige a los escritores, también a los cineastas, que sean siempre activistas sociales. Que siempre se refieran a situaciones complejas y duras de nuestra realidad y, si no es así, es decepcionante. Yo no digo que esté mal, que nos ocupemos de lo que ha sido y sigue siendo tan dramático en nuestras sociedades, pero que sea obligatorio sí me parece un peso con el que no tenemos que cargar. ¿Por qué no podemos escribir sobre una crisis psicológica, de una crisis amorosa, de una cosa que no existe? A Borges se lo critica porque casi nunca escribió sobre cosas reales, pero era su manera de enfrentarse a la realidad. Salirse de ella. Tal vez sobre Cortázar se ejerció una presión enorme para que lo hiciera y cuando lo hizo fue menos bueno que cuando hizo ficción, como cuando escribe sobre Nicaragua. La literatura se vuelve más una demostración que un ejercicio artístico.
Abad Faciolince abandona su escritorio por unos instantes y regresa con una caja que él mismo confeccionó. Allí dentro hay un ejemplar de Historia de un deicidio, la tesis doctoral de Vargas Llosa donde estudió la obra de García Márquez. Ese ejemplar está firmado tanto por el autor de la tesis como por el autor analizado. Hace algunos años intentó junto con el editor y autor español Juan Cruz Ruiz unir, al menos en un saludo, a quienes habían sido tan amigos en un momento de efervescencia. “Hicimos una especie de complot”, comienza su relato. El primer impulso partía de la mítica editora Carmen Balcells, quien convenció a Mercedes Barcha, esposa de Gabo, para que fuera cómplice de este reencuentro que tendría lugar en un restaurante chino de Cartagena. A ese restaurante llegaría como por casualidad Vargas Llosa, quien se acercaría a saludar a su colega y le daría la mano. “La idea era lograr una reconciliación simbólica, que ellos, que habían sido tan amigos no se murieran sin haberse saludo una última vez”. En la casa de Daniel Samper Pizano, aquella velada, el plan fue develado a Vargas Llosa. “Posiblemente no me reconozca”, dijo el autor de La ciudad y los perros. Era cierto que la memoria de García estaba deteriorada, pero no del todo. Finalmente, todo quedó en la nada.
¿Cómo fue tu primer encuentro con García Márquez?
Lo conocí en Cuba. Fue muy incómodo, porque él acababa de publicar Noticia de un secuestro y yo había criticado este libro. Me humilló bastante en público cuando lo conocí. Aunque lo admiraba, y lo admiro profundamente, fue muy duro conmigo. Pero tampoco era una crítica hacia lo político, sino que tenía que ver con una experiencia íntima. García Márquez había despachado en el libro muy rápidamente a uno de los abogados de Pablo Escobar, un tipo abominable, una mala persona. Pero esa mala persona vivía en el mismo edificio donde vivía mi madre. Fueron a buscarlo a su casa con un comando paralimitar y salió su hijo de 16 años: “A mí padre no se lo llevan”. Entonces se lo llevaron a su hijo también. Lo torturaron y lo castraron delante de su padre y después los mataron. Esa historia tan digna, tan valiente, hablaba mucho de las elites bogotanas que habían sufrido la persecución de Escobar, pero la historia es siempre más compleja. Es como si entre los que perseguían a Pablo Escobar no hubiera habido también una maldad infinita. Soy muy poco ideológico, me nutro mucho de mi experiencia. Si compadezco a alguien, no es tanto porque es pobre o es rico, sino porque conozco que ha sufrido.
Luego se recompuso la relación entre ustedes.
Sí, García Márquez compró la revista Cambio. Yo trabajaba en otra revista y escribía unas columnas que, de alguna manera, querían ser como las que él había escrito cuando era joven, donde hablaba de varios temas, casi nada de política. Nos hicimos más amigos, pero no éramos amigos.
Nadar es uno de los bálsamos de tu vida. ¿Qué encontrás en esta actividad?
Te iba a decir que a las 12 tenía que irme porque tenía una cita con mi psiquiatra: la piscina. No medito, solo nado. Vivir en Medellín tiene muchas desventajas, por la angustia, la pobreza, la ira, porque este es un país enfermo de resentimiento, de rabia, de ganas de venganza. Pero una de las pocas ventajas de vivir a 1500 metros sobre el nivel del mar, en el trópico, es que puedo nadar todo el año al aire libre.
Viviste fuera de Colombia, en Italia, y regresaste. ¿Por qué quisiste volver?
En los últimos años me preguntaba muchas veces: ¿se puede sentir nostalgia del infierno? Yo la sentía. Yo quería volver. Este sol…, estas montañas verdes y la voz de mis hermanas, porque lo que oigo cuando escribo mis libros es la voz de mis hermanas. Sin su voz nunca hubiese sido escritor. A mí me habían amenazado, pero aún así quise volver, porque aquí están mi mamá y mis hermanas. También volví por un motivo más profundo. Estaba en Italia y se me estaba olvidando el español. Estaba empezando a escribir en italiano, una novela epistolar con un amigo, y aunque escribía correctamente en otro idioma, lo escribía sin gracia. Faltaba algo: la lengua de mi casa. Volví para recuperar mi lengua.