La historia de Trocca. Exporta la impronta argentina de la gastronomía a Londres
Veinte años después de inaugurar el reducto que le cambió la cara a la cocina porteña, abre Sucre en Londres y Dubái
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Fernando Trocca aprendió a cocinar con su abuela. Ella lo cuidaba de pequeño, pues su madre padecía una enfermedad terminal. Fernando comía todos los mediodías en la pensión que su abuela tenía en San Telmo. “Almorzaba con mi abuela todos los días, y como era el menor de los nietos, fue a quien cuidó más. Con mi hermano le pedíamos lo que queríamos comer, y ella nos hacía entrada, plato y postre, así que ahí comenzó todo. Ella me enseñó a cocinar”, recuerda Trocca a su abuela, una argentina de origen italiano.
Aquellos almuerzos con su abuela le indicaron el rumbo que debía seguir. Cuando creció, se dedicó a cocinar. Primero, para sus amigos, sin saber más que lo que había aprendido con la abuela, cocinaba lo que le gustaba. “Tenía un grupo de cuatro amigos en el secundario que, como no nos gustaba la onda de la puerta de los boliches, los fines de semana nos quedábamos jugando a las cartas y yo cocinaba”.
Eran los años ochenta y la movida cultural de Buenos Aires estaba en plena ebullición, algo que le resultó seductor para sus búsquedas personales y su carácter un poco anárquico. Junto con su amigo Humberto Tortonese vivió la gestación del maravilloso semillero del Parakultural porteño.
“Con Humberto éramos amigos desde la primaria, vivíamos a una cuadra y teníamos una historia familiar muy parecida –cuenta–. Tres hermanos, una hermana mayor, él que es el menor, igual que yo; y su mamá que murió casi al mismo tiempo que la mía. Cuando tocó la secundaria, mi papá mandó a mi hermana al [colegio] Carlos Pellegrini, a mi hermano al Nacional de Buenos Aires y conmigo ya no intentó nada más. Fui a tres colegios distintos, y pasé por todos los turnos: mañana, tarde y noche. Llegué a la mitad de quinto, me faltaban seis meses y no lo terminé. No me gustaba el estudio, no me gustaba la institución. Mucha gente recuerda con mucho cariño ese momento de la vida, otros no. Yo no. Para mí fueron momentos horribles. Se me hacía muy duro, tenía muchos conflictos con mi papá y terminé dejando. Tuve mucha suerte de haber vivido la movida del Parakultural de adentro, porque mucha gente no se enteró de lo que pasaba a nivel cultural. Fue Humberto el que nos introdujo cuando lo íbamos a ver actuar”.
Años más tarde, y de manera profesional, comenzó a trabajar en el restaurante La Tartine, de Paul Azema, su primer maestro. Después continuó su formación al lado del Gato Dumas durante dos años y luego con Francis Mallmann.
Trocca ha estado detrás de los fuegos de reconocidas cocinas del mundo y fue uno de los que marcó el rumbo de la gastronomía argentina. Además de los nuevos proyectos para Sucre, tiene dos restaurantes en el país, uno en Uruguay, uno en Nueva York, otro en Miami y está a punto de sacar un nuevo libro. A los 55 años, desde el Soho londinense, donde encaró la apertura de un nuevo restaurante, el chef repasa su vida y revela sus hobbies y nuevos proyectos.
¿Cómo llegás de lo más under de la cultura a tener Sucre, el restaurante al que los turistas llegaban con reservas anticipadas especialmente para probar tus platos?
Cuando pude juntar el dinero, en 1991, me fui a Europa y trabajé en varias pasantías en Madrid, en Firenze y en Módena, dónde conocí a Massimo Bottura; y en ese mismo viaje fui a conocer Nueva York. Europa me encantó, pero Nueva York me voló la cabeza. A partir de ese momento viajé todos los años, porque además tenía, y aún mantengo, un grupo de amigos. Me gustaba mucho la multiculturalidad, la diversidad en la cocina, los sabores de todas partes del mundo, de todas las etnias, algo que en Argentina no pasaba. Los bazares, el equipamiento, las compras, los condimentos, todo era espectacular. Seguí viajando durante cinco años, hasta que, en 1997, decidí que quería ir a vivir allá. Mi hijo tenía un año, yo tenía 30, y sentí que si no lo hacía, iba a ser algo que me iba a quedar atragantado. Por suerte no lo pensé mucho, y sin demasiados planes ni hablar una palabra de inglés, tomé la decisión y lo hice. No tenía trabajo, ni casa, ni visa, nada. Tenía estos grandes amigos que me dieron un lugar para aterrizar. Vendí todo lo que tenía; hice una feria americana donde vendí hasta mi ropa. Junté plata por donde pude. Primero me fui solo, a la semana ya estaba trabajando y al mes, vinieron mi hijo y su mamá. Pensé que me iba a quedar un año y me quedé casi cuatro. A los seis meses de estar allá, me contrataron como chef de un restaurante que fue suceso allá en esa época y yo aún no hablaba inglés ni tenia papeles. Tuve una entrevista, mediante un traductor, hice una prueba y me contrató un francés que ya tenía varios restaurantes. Me dio una oportunidad que no me hubiera dado otro. Había muchos aspirantes a ese puesto de trabajo, todos tenían papeles, experiencia y más condiciones que yo.
-¿Cómo era ese restaurante en Nueva York?
-El restaurante se llamaba Vandam y estaba en el Soho neoyorkino. Fue el restaurante de moda en los noventa, adonde iban todos los artistas, famosos y músicos. Le di de comer a mucha gente que admiraba, le di de comer a Bowie. Era un lugar que tuvo mucha prensa, de esos de moda a los que hay que ir. Fue una experiencia increíble, y creo que mucho de lo que hoy me pasa tiene que ver con haber vivido ahí, trabajado y sembrado todo lo que hice. Nueva York me dio mucho más de lo que imaginaba. No me dio plata, la gente va a eso, pero yo nunca lo busqué. Por suerte nunca fui con la intención de ganar mucho, porque me hubiera decepcionado. Tuve la suerte de volver con la misma plata con la que me había ido, pero con mucho aprendizaje, un nuevo idioma. Volví para abrir Sucre.
-Hace veinte años, Sucre propuso algo que no existía en la ciudad, con una cocina, una barra y una cava tan impactante.
-Los que hicimos Sucre, éramos un grupo muy potente en ese momento en Buenos Aires. Martín Pittaluga [La Huella, Uruguay]; Freddy Green, Luis [Morandi] y Pato [Scheuer] del Danzón, cada uno aportó lo suyo. Volví con la idea de esa cocina abierta al salón, algo que era muy novedoso, un espiedo como el que tenía allá, pero a leña. Una barra y los vinos en medio del salón. Eso fue Sucre. Volví para eso, no tenía la plata, pero iba a ser socio y para mí era muy importante. Me prestaron la plata para entrar y dos meses más tarde vino la crisis de 2001. Sin embargo, Sucre, por esas cosas raras que tiene la Argentina, en una de las peores crisis que hemos vivido, recuperó su inversión en un año y en dólares, algo totalmente inesperado. Sucre fue una bomba durante seis o siete años, un restaurante de muchísimo éxito. Hoy, mirando hacia atrás, entiendo por qué Sucre fue el suceso que fue, y con total humildad entiendo que no hubo restaurantes que nos pegaran de cerca durante mucho tiempo. No había proyectos en Buenos Aires que impactaran tanto. Quizá Casa Cruz, pero vino muchos años después y duró poco. Durante los primeros siete años de Sucre estuve muy metido, después abrimos un restaurante en México y me fui a vivir un año y medio, y pude absorber su cultura y meterme en la cocina latinoamericana. En Nueva York, había empezado a hacer algo de cocina latina y Sucre también tuvo esa influencia de cocina latina que no existía en Buenos Aires. No había ceviche ni nada, creo que solo había un colombiano en Las Cañitas.
-En tus propuestas siempre estuvo presente la calidad del producto, el respeto a los productores, pero nunca hiciste marketing de eso. Simplemente estaban en el plato. Lo hiciste, pero siendo un outsider desde su comunicación.
-Es porque soy así. Nunca planeé mucho mi vida profesional, más bien nunca la planeé, ni mucho ni poco. Las cosas se fueron dando y yo iba siguiendo el instinto. Siempre me fue bien de esa manera, sin cálculos. Tuve mucha suerte. También soy de una generación donde somos pocos cocineros, contados con las manos. Éramos pocos, había mucho trabajo, era un momento en que la gastronomía empezaba a tener cierta ebullición en Buenos Aires, y tuvimos mucha prensa. Eso de no ponerme objetivos a largo plazo es un poco lo que el mundo hace ahora, y yo lo hice siempre. Nunca planeé mi vida más de seis meses hacia adelante. Ahora, que estoy un poco más grande y tengo dos hijos, puedo planear un poco más. Pero siempre me gustó viajar porque me hace muy bien al alma y a la cabeza. Hoy agradezco mucho haber abierto siempre una puerta afuera, conocer cocineros y mantener los contactos, porque, aunque Argentina me dio mucho, si tengo que decir la verdad, he tenido más trabajo afuera que adentro. Me pude hacer una casa y tener ciertos desarrollos gracias a mi trabajo en el exterior. Crecí económicamente, tampoco tanto, pero se lo debo a las puertas que abrí.
-En estos años, muchos cocineros se fueron a vivir al exterior, pero vos siempre fuiste el cocinero que se iba pero que volvía. No se te asocia como el cocinero argentino que vive afuera.
-De hecho, los ocho años que trabajé en Londres para la cadena Gaucho, vivía acá, iba y volvía. Y eso es porque me gusta Argentina, me gusta la gente, tengo mis amigos, familia. Nunca me costó irme, nos soy de los que extrañan el mate. Hoy, que estoy en Londres, puedo extrañar a mis hijos, pero nunca me costó. Otra cosa que pasaba es que los argentinos que salían, iban a mostrar la carne y las empanadas afuera, pero ya con Orilla en Miami, o con los Sucre que estás abriendo, lo que mostrás es cierto estilo de cocina, la tuya; y no la cocina argentina. De hecho, lo que estamos comunicando para este lanzamiento de Londres es “no somos un restaurante argentino, nos somos un restaurante de carnes”. Somos un restaurante que tiene un cocinero argentino, que va a tener un bartender argentino, que es Tato Giovannoni. Por supuesto que vamos a tener una carne y va a haber una pequeña influencia de Argentina en el menú, pero no queremos ser un restaurante argentino. No porque no queramos ser argentinos, sino porque el concepto es otro.
-Cómo surge la idea de abrir Sucre en Londres.
-Después de que trabajé ocho años para Gaucho, quien era su dueño en ese momento [el holandés Zeev Godik] les compró a mis socios la marca Sucre, pero yo me quedé con él. Fue hace unos cuatro años, un momento en donde cada uno tenía sus proyectos personales y de alguna manera habíamos abandonado un poco el barco. Él me propuso comprar la marca para hacer Sucre en Londres y para mí era un sueño increíble. Nunca hubiera venido solo a abrir un restaurante, porque Londres es una de las cuatro mejores ciudades del mundo para comer y hay mucha competencia. Pero Zeev, con quien trabajé mucho tiempo, es alguien a quien respeto y admiro. Por eso pensé que si yo iba a abrir un restaurante en Londres tenía que ser con él. Cuando trabajamos juntos tenía ocho restaurantes Gaucho, y cuando me fui tenía veintisiete. Él se fue a vivir a Dubái y un día me llamó y me dijo: “Ya tengo el local en Londres y quiero que lo hagamos juntos”. Viajé un par de veces y a fines de 2019, que había empezado la obra, se paró todo y el proyecto fluctuaba. Finalmente, no sólo no murió, sino que ahora abrimos Sucre en Londres y en octubre en Dubái.
-¿Cómo sentís el desafío de abrir en uno de los polos mundiales del comer?
-Siempre hacer algo afuera es un desafío. También es verdad que ya lo he hecho. En México, en Miami, en Uruguay, ahora abrimos Santa Teresita en la playa de Montauk, en Nueva York. Por el tipo de ciudad, las características y el tamaño del restaurante y la inversión, Sucre Londres es quizá el proyecto más importante que me ha tocado hacer. Tengo que ser fiel a mí mismo y hacer lo que me gusta hacer, lo que me gusta cocinar, lo que me gusta comer, porque creo en esto. Después veré si le gusta a la gente o no. Porque pretender algo que no soy o no hago sería el peor error que podría cometer. La locación está ubicada en una zona muy potente, con muchos restaurantes y movimiento alrededor. Es un desafío muy grande. Estoy nervioso, ansioso, y tengo miedo en el buen sentido, pero estamos haciendo las cosas muy bien y somos un equipo muy sólido. En Londres se hacen las cosas de manera muy seria, muy profesional, desde cómo se planea y se desarrolla la obra, la elección de la gente, hasta cómo se comunica. Cuando entraba en la obra me parecía increíble porque casi que se podía comer en el piso, todo ordenado, prolijo, limpio. Es increíble. Es un edificio de estilo, muy lindo, que era una vieja escuela de música. Lo hizo un estudio de arquitectos japoneses que trabajaron desde Tokio sin venir, y quedó increíble. Es un restaurante grande para Londres. Tiene 200 metros cuadrados en la planta baja y otro tanto de bar en el subsuelo. Unos 100 cubiertos de restaurante y 55 abajo.
-Después de tantos años de viajar y volver, ¿cómo ves la relación del comensal del exterior con la propuesta de “lo argentino”?
-En general, nos siguen poniendo el sello de restaurante de carnes, por eso es que nosotros no queremos que nos identifiquen así. A pesar de que muchos no están de acuerdo, nunca fui detrás de la bandera de la cocina argentina, o de esta nueva cocina argentina. Es cierto que existe, pero no somos México, Perú, Brasil o Colombia. Argentina tiene una raíz mucho más europea que latinoamericana. Entonces, querer levantar una bandera de una cocina argentina es difícil, porque más allá de las empanadas, el asado, el chimichurri, la salsa criolla, el locro y algunos platos del norte, no hay. Nosotros comemos milanesa, pastel de papas, pastas, lo que se come en España e Italia. Por eso siempre traté de defender a los cocineros argentinos más que a la cocina argentina. La figura del cocinero, más que la cocina argentina. Viajar y llevar al mundo a los cocineros argentinos que pueden hacer platos más o menos locales. Por supuesto que muchas veces me invitan, como cuando fui a Japón, a hacer un festival de cocina argentina, y bueno, trato de buscar qué hacer para representar al país. Pero te das cuenta que hubiera sido mucho más fácil si hubiera nacido en México, porque podría estar una semana pensando cuál de los miles de platos típicos hacer para representar a tu país. Cuando te toca hacerlo para nosotros, la lista de platos es muy corta. Por eso hay que representarla como cocinero, al que se le suman esas pequeñas cosas que nos hacen muy típicos.
-Sos un gran fan de la carne. ¿Cómo manejas el tema con las tendencias veganas y de “lo saludable”?
-No siento que tenga que justificarme en absoluto. Sucre va a tener una cocina abierta, con un pequeño horno de barro y un grill a leña. Es una parrilla simple, que se sube y se baja, igual que la que tengo en mi casa. Cuatro patas y un brasero. Igualmente, tenemos muchas opciones vegetarianas y algunas veganas. Respeto todos los gustos y, de hecho, hace dos meses estoy comiendo muy poca carne por un tema de colesterol. En pandemia, venía comiendo carne casi todos los días y para tratar de cuidarme un poco le bajé a la carne.
-Durante la pandemia estuviste muy presente en las redes con videos desde tu cocina. ¿Lo sentiste diferente de cuando hacías televisión?
-A pesar de que durante quince años hice programas en televisión, nunca me sentí un personaje de la TV. Y lo mismo pasó desde casa. En los programas siempre hice lo que me gusta hacer, que es cocinar. Por eso cuando me ofrecieron dos veces ir a Master Chef no quise ir como protagonista. No me siento a gusto en un papel de algo que no soy. Sin criticar a los que lo hacen, porque les sale naturalmente y está buenísimo. En la pandemia fue todo muy accidental. En el primer video que subí estoy en pijama, no lo tenía ni siquiera planeado. Tenía pollo que había quedado del día anterior y dije: hagamos una receta y la subo. Fue tan impactante la repercusión que tuvo que lo seguí haciendo porque me pareció que había un lugar que ocupar. Estábamos todos muy encerrados, todos estábamos comiendo, todos estábamos cocinando y fue algo que me hizo muy bien para despejar la cabeza y a mucha gente también. A mí me encantaba hacerlo y sentía que la gente esperaba que subiera mi receta todos los días. Fue una bomba. Me subían los seguidores de a mil por día. Algo que, una vez más, no estuvo planeado. Ahora estamos sacando un libro que se llama Trocca en casa, que son las recetas que hice y algunas más. Está todo hecho en mi casa, en conmemoración de ese momento. Era todo real, cocinaba y subía la receta siempre a la misma hora, porque cuando terminaba nos sentábamos a comer. Fue impresionante, porque las redes se prestan para muchas cosas y también para descargar el odio y la rabia, pero lo que más me emocionó durante ese tiempo fue que hubo muy pocos que hicieron comentarios negativos. Fue todo lo contrario: la gente daba mucho amor y buena onda. Incluso, cuando llegué a Londres y lanzamos Sucre, todos subimos cosas en las redes y tenía un poco de prejuicio. Sé que Argentina está en un momento muy difícil y yo, al subir cosas de Londres, sentía que estaba contando plata delante de los pobres, pero fue al revés. Diez mil vistas, mil comentarios de gente, sin comentarios negativos, impresionante las cosas lindas que todos me dijeron.
-¿Cómo te sentiste cuando finalmente llegaste a Londres, luego de ver que el mundo había cambiado tanto?
-En pandemia, como muchos, pasé momentos felices y de angustia, de no saber qué iba a hacer, para dónde iba a ir, y el proyecto que no salía. Me gasté casi toda la plata que tenía guardada. O sea que esto de Londres me llega en el mejor momento justo, ya no tenía resto. Después de un año y medio durmiendo mal, desde que llegué duermo bien toda la noche. Creo que es porque finalmente acá estoy. Sucre abrió, con todo lo que significa eso luego de tanta angustia. Volver a trabajar, volver a tener un proyecto, volver a ganar dinero, estar vivo, tener a la gente que quiero bien.
Trocca eligió a la gente clave para esta aventura gastronómica. Uno de ellos, como ya mencionó, es el bartender Tato Giovannoni, que trabajó con él en sus inicios en Sucre. Giovannoni es un nombre de peso en el universo de la coctelería, pues en 2020 fue elegido como el mejor bartender del mundo, por el 50 Best Bars, y su bar, Florería Atlántico (ubicado en el barrio porteño de Retiro), fue galardonado como el mejor de América del Sur.
-¿Cómo surgió la asociación con Tato Giovannoni para el bar?
-Tato fue una persona muy importante en Sucre, fue el que armó la barra y quien estuvo a cargo durante los primeros cinco años, por eso forma parte de este proyecto. El bar se llama Abajo, y tiene un concepto de lo que pasó en Buenos Aires en los años ochenta. Tato va a recrear un poco los tragos y la música de ese momento. Está buenísimo y la disposición es como una barra al revés. Vos te sentás en los sillones y ves al barman trabajando de espaldas, como si estuvieras atrás.
-¿Cómo va a ser la oferta de vinos de Sucre Londres?
-La carta de vinos la hizo el reconocido sommelier inglés Phil Crozier, que es un capo total. La carta va a estar inspirada en Argentina y sus inmigrantes. Sólo hay vinos argentinos, italianos, españoles y alguno uruguayo. Ni americanos, ni australianos ni franceses.
-La gente que trabaja en tu equipo, al tiempo suele destacarse individualmente y vos los dejás brillar.
-Para mí, un restaurante es un equipo, no es el cocinero. Sin el equipo no existe. Es un concepto que todos los cocineros deberíamos tener muy claro. Me formé trabajando, y mucho de lo que aprendí fue porque alguien me lo ensenó, y eso tiene que seguir transmitiéndose. Muchos cocineros se enojan o se ofenden cuando alguien de su equipo se va; yo me pongo muy contento. Sobre todo, si se van para crecer. Si siento que se están yendo a un lugar donde considero que no van a crecer, se los voy a decir y tomarán su decisión. Además, a mí me gusta relacionarme con la gente con la que trabajo de manera muy afectiva. Creo que hay muchas maneras de hacerse respetar dentro de una cocina, una de ellas es siendo un tirano, gritando, y otra manera es transmitiendo confianza y entablando una relación. A veces te defraudan, pero la mayoría, no. Recibo muchos mensajes lindos de cocineros que trabajaron conmigo luego de muchos años. Eso tiene un valor muy grande y trabajo mucho para que pase eso. Ahora, nuestro jefe de cocina de Orilla, Santiago Pérez, es uno de estos cocineros que aparecen uno en un millón, y no lo quiero perder. Es alguien con quien quiero mantener una relación que no quiero perder.
-Tenés otras inquietudes: la música, la pintura...
-Me gusta mucho la música, leo, aunque en los últimos años me cuesta conectarme; y desde hace tres años, pinto mucho, mucho, mucho. Empecé cuando tuve un accidente muy tonto, me fracturé un pie en Uruguay, pero lo pasé muy mal con dos operaciones y diez clavos. Durante dos años sufrí dolores que jamás pensé que iba a sentir, fue horrible, y en ese momento empecé a pintar como hobby, porque cuando lo hacía me olvidaba de todo. No existía el dolor. Dibujar y pintar me ayudaron mucho y lo sigo haciendo. Pinto con acuarelas. Las trabajo de una manera rara, porque no soy artista. Pero la mesa del departamento la transformé en un minitaller. Pinto mucho, hay días que hago diez por día. Me enseñaron unos amigos, que son artistas y en el nuevo libro, Trocca en casa, están sus ilustraciones. Viven en Palmas de Mallorca y son quienes pintaron los murales de Orilla.
Fernando armó en su mesa del departamento londinense un pequeño taller donde con un orden perfecto, emulando una mesa de cirugía o su impoluta cocina, alinea las acuarelas, los pinceles y sus materiales de dibujo. En esta charla virtual, muestra con la cámara sus obras y el sagrado espacio creativo. “Soy muy prolijo, soy obse. Pero lo hago totalmente amateur, porque me hace muy bien. Mi psicoanalista me dijo que las mejores terapias para liberar la mente son la cocina, la pintura y la jardinería”, comenta.
-A nivel mundial, la gastronomía está viviendo un gran interés por la cocina del lejano oriente ¿A qué lo asociás?
-En Londres hay gran cantidad de restaurantes coreanos, de ramen, baos. Creo que era algo que todavía no se había explorado. En Argentina todo llega, más lento, porque está lejos y atrás, pero todo va llegando.
-¿Qué te llevás cuando viajás?
-Ahora que me quedo seis meses, traje algunos cuchillos, libros y viajé con algunos materiales para pintar. Siempre llevo algún cuaderno donde escribo cosas y lugares que me gustan. Hago listas de las ciudades y sus restaurantes, y después se las paso a mis amigos. Como el restaurante St. John de Fergus Henderson, un cocinero que ha influenciado a muchos en el mundo. Cuando abrió en 1994 fue de los primeros en hacer una cocina muy simple, casi minimalista, con una estética muy despojada. Está en un edificio muy lindo, y se accede por lo que debió ser una entrada de carruajes; tiene un bar de vinos y panadería, y fue de los primeros que hacían el menú impreso con fecha, porque lo cambiaban todos los días. Su logo es un chancho y el concepto es que va te va a dar de comer todo el animal, desde el morro hasta la cola. Y es verdad. Siempre hay algún plato atrevido con las partes internas del animal, una comida muy potente. Es un chef inglés, muy personaje, siempre vestido con trajes hechos con las telas de los delantales de los cocineros clásicos ingleses, azules rayados. Es muy inglés, un personaje muy reconocido. Tiene también otro lugar que se llama Bread and Wine, y me encanta.
¿Cómo es vivir hoy en Londres?
-Los restaurantes abrieron unos días antes de que llegara. La ciudad está más tranquila, pero falta el turismo. Los restaurantes están llenos, explotados, es difícil conseguir mesa. En teoría, hay un aforo, pero no sé si lo cumplen todos. La gente sigue con barbijo en el transporte y los lugares públicos; en la calle, no. Se respira distinto, se siente que es una ciudad que está volviendo a vivir.