Esnobismo y moda. Estilo es elegir y rechazar
El esnobismo es una forma de superstición. Sirve de talismán y guía de conducta a quienes se confían a sus códigos para verse bien, es decir tal como se sueñan, y a salvo de toda metida de pata, ante los espejos –y en las selfies– de la burbuja social, léase categoría, clase, camarilla, a la que pertenecen o aspiran a pertenecer. Sistema que rota en torno a un principio de inclusión y exclusión, el esnobismo está hecho de aceptaciones y rechazos, usos y abstinencias, ésto sí y ésto no, ambos gestos de validez e importancia parejas. Definen al personaje esnob tanto lo que elige como lo que desdeña. Diana Vreeland, terrible esnob si las hubo, proclamó alguna vez: “Elegance is refusal”. Todo dicho, perfecto resumen.
Aunque su escozor afecte a todo el mundo, es en las esferas de la mundanidad y de la moda donde el esnobismo crece con mayor fuerza, se repande con rapidez, se manifiesta urticante. Es natural: no solo esnobismo y moda funcionan según los códigos selectivos ya mencionados, también los respetan con idénticas solicitud y sumisión. Aún cuando se presentan díscolas y se pretenden rebeldes las modas, obedecen a una lógica política, económica y cultural estricta y estructuradora. Todas las moda, anti-modas incluidas, asumen un rol preciso en el juego de las identidades colectivas, donde sirven de señales explícitas de la altitud de cada cual en la pirámide social. Socios de una misma empresa, esnobismo y moda habitan la misma cápsula, donde tiene lugar una representación continua ¿Qué se pone en escena? La vida en versión de luxe, ahora según la concibe, o la contrae, nuestra sociedad del consumismo, pero con gran fidelidad al ya antiguo guion original. Es un relato en el que las apariencias cuentan ante todo y por sobre todo y según dos al menos de las acepciones del verbo contar: como relato –me cuento, me la cuento, soy tal personaje– y como expresión de importancia –soy un personaje que cuenta.
Para contar hay que distinguirse y para distinguirse resulta imprescindible conocer las reglas que ordenan el juego, poseer los códigos de acceso. Los cuales, para que la exclusividad no se vea invadida, han de cambiar según se acerca la amenaza exterior. Renovar las claves garantiza la continuación del juego. Lo de los valores in aeternum ya fue. Lo que se privilegiaba y se consumía con empeño –dietas, deportes, objetos, comidas, cosméticos, autores, artistas, vehículo, vestidos, palabras, peinados, pareja o prácticas espirituales– es desdeñado y reemplazado por la secuencia de nuevas prioridades que propone la moda. (Es oportuno leer a Zygmunt Bauman para entender hacia donde nos lleva semejante, tanta futilidad derrame. Maestro lúcido, él la llamó, con nitidez gráfica. modernidad líquida)
Cuando comenzó la crisis de la que aún no hemos salido, hubo quién, yo por ejemplo, quiso creer que se atenuaría la frivolidad de la que se alimenta el esnobismo y que la moda superficial, confrontada a la realidad desoladora, recurriría a algún programa de desintoxicación ¡Qué va! Ha redoblado el culto de un lujo cada vez más berreta a simple vista, pero no menos discriminatorio. Hay excepciones, y crece una cultura del vestir que propone el lujo de la simplicidad, de lo genuino, de lo sano. En lo que es del esnobismo, nadie está exento: confieso haber padecido hasta estas últimas líneas el verme forzado a anteponer una e fastidiosa a lo que para mí, ha siempre sido y será, con una seductora s sibilante inglesa, snobismo.