En segundo plano. Las pioneras y olvidadas del rock argentino
Un libro aborda la historia de las mujeres en un género en el que históricamente no les daban lugar; algunas de ellas apenas dejaron rastros
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El mar, los bares, la gente, lo nómade. Se podría seguir con la lectura (legado de familia y unas elegantísimas tías comunistas), el campo, las letras, el exilio, la radio y una lista de amores que nunca lo convirtieron en marido.
Estaban ahí, aunque nadie las veía. Tenían sus instrumentos, hacían sus canciones, escribían sus letras. Y eran muy buenas y cantaban muy bien y tocaban muy bien. Pero nadie las veía: no había lugar para ellas en los escenarios. La escena del rock argentino, cuando empezó a aparecer, poco espacio les dejó a esas chicas rebeldes y un poco hippies. Con el transcurrir de los años, las historias de estas mujeres se fueron olvidando y encontrar sus discos o algún archivo sobre ellas es casi imposible. Sin embargo, con la aparición de Brilla la luz para ellas, un libro de la periodista Romina Zanellato que narra la historia de las mujeres en el rock nacional, esos relatos que habían quedado en el olvido volvieron a aparecer.
Cristina Plate, Gabriela, María Rosa Yorio y Mirtha Defilpo fueron algunas de las artistas que participaron de la génesis del género que marcó, como ningún otro, la música popular del país. Muchas de ellas tuvieron que hacerse un espacio en una escena que solo tenía lugar para los hombres, luchar contra una supuesta prensa especializada que no hacía más que desmerecer sus canciones.
Hasta que ellas aparecieron no había registros de mujeres haciendo música, excepto dentro del folclore o el tango. Sin embargo, no había chicas rockeras. Y cuando aparecieron lo único que encontraron fueron opiniones sesgadas emitidas por hombres.
La primera mujer en grabar sus canciones en lo que se conoce como “rock nacional” fue Cristina Plate. Su propuesta era realmente particular e interesante: mezclaba su voz lírica con acordes de rock. Sus canciones irrumpieron en una escena configurada en otra clave que no la dejó tener un lugar en un mundo de chicos rudos que tomaban anfetaminas en La Perla de Once. Como escribe Zanellato, “su canto era tan distinto, tan inesperado y original, que fue rechazada”.
Cristina Plate se había formado como actriz y cantante. Estaba más vinculada al mundo de las letras y las artes visuales que al de la música. Frecuentaba a los artistas del Instituto Di Tella, participaba de sus performances y, además, estaba casada con Roberto Plate, un artista que fue ícono del Instituto cuando en 1968 realizó su obra Baños públicos: la instalación simulaba dos puertas de baño, las que hay en los bares, con los símbolos de hombre-mujer. Pero, cuando una persona ingresaba veía que del otro lado no había nada, solo un rectángulo vacío. La ausencia de inodoros, piletas o mingitorios apuntaba a que las personas redefinan su identidad sexual.
Sin embargo, en la escena de aquellos años no había espacio para un proyecto como el de Cristina Plate. Por eso, ella siguió ampliando su carrera como artista en otras áreas y disciplinas. Antes de que termine la década del 60 –y en tan solo dos años– grabó dos simples, consiguió que otros músicos graben sus músicas, participó en una película y decidió probar sus canciones por fuera de la ciudad de Buenos Aires.
En una entrevista publicada en 1970 en Semana Gráfica –y rescatada en Brilla la luz para ellas– Cristina Plate contó su experiencia en su gira por otras provincias: “La experiencia del interior me confirma que allí hay más respeto, no más desconocimiento, como se cree. No juzgan por lo que uno es o ha sido (modelo y actriz en mi caso), sino por lo que está haciendo en ese momento”. Sin embargo, esos espacios donde era bien recibida, no generaron que pueda seguir con su carrera y una vez que empezó la década del 70 abandonó la escena y al día de hoy está exiliada en Italia.
La luz que apagaron los medios
Al poco tiempo de que el rock empezara a sonar en este país aparecieron diferentes revistas especializadas. Los medios tradicionales no incluían secciones o suplementos que se ocuparan de la cultura joven, así que algunos periodistas y autores empezaron a reunirse para fundar sus propias publicaciones. De ese espíritu fundacional aparecieron dos revistas: Pelo y Expreso Imaginario.
La primera se fundó en 1970, lanzando su primer número en febrero de aquel año y duró hasta diciembre del 2001. La segunda llegó seis años después, al igual que el último golpe cívico militar, y duró unos pocos años: en enero de 1983 dejó de editarse.
Estas revistas ocuparon un rol central dentro de la cultura rockera del país. No solo eran espacios de difusión de lo que pasaba, sino que también funcionaban como una instancia más de legitimación. Sin embargo, la forma en la que los integrantes de estas publicaciones trataban a la obra de las mujeres no era igual al trato que les daban a los discos y conciertos de los hombres. Este sesgo de género también se veía en la forma en la que las trataban.
“Había mucho material de color en las crónicas que se hacían sobre las presentaciones de estas mujeres en las revista Pelo y Expreso Imaginario –cuenta Zanellato–. Pero se le prestaba mucha atención solo a su rol como mujeres, no tanto a ellas como artistas”. El ojo estaba puesto en cómo eran o dejaban de ser, cómo lucían, a qué se dedicaban más allá de la música. Así, la producción musical de las pioneras quedaba en segundo lugar, a pesar de que debería haber sido lo prioritario.
Según explica Zanellato, en la revista Expreso Imaginario solían encontrarse textos mejor escritos sobre la obra de las mujeres “y menos sentenciosos con lo que hacían”. En contraposición, en Pelo los periodistas “eran bravísimos”: “Hay algunas notas en las que hacen preguntas a las mujeres que son muy violentas, por ejemplo: cómo dormís sabiendo que trabajás para embrutecer a la audiencia”.
La idea era que las canciones de las mujeres, en algunos casos más ligadas al pop o proyectos más experimentales como el de Plate, no contribuían a la escena local y que era “música complaciente”. Sin embargo, sería un poco ingenuo –y hasta naif– pensar que el rock que circulaba en esos años no podía llegar a “embrutecer al público”.
El rechazo era tal que en el número 19 de la revista Pelo, editado en 1971, colocaron en la tapa el siguiente título: “Cómo matar a la música complaciente”. En portada había una foto de Marilú Brajer ahorcada con una soga. Ella era una participante del programa Alta tensión, donde tocaban músicos como Palito Ortega, y además era profesora de piano y había estudiado ballet durante siete años. Cuando la entrevistaron tenía 19 y la primera cosa que le dijeron (la nota no está firmada) fue: “Vos sos la imagen, la cara elegida para representar a toda la música complaciente de Argentina. Te vas a convertir en una especie de envase de cartón destinada a vender un producto del más inconsciente consumo (como el chicle)”.
Los 70, una oportunidad
Lo que parecía imposible de concretar durante los años 60, que hubiera mujeres en el rock, se mantuvo durante la década siguiente. Sin embargo, en los 70 algunas mujeres pudieron colarse en esa escena ocupada únicamente por varones. Blancos. Y heterosexuales.
Gabriela fue la primera mujer que recibió aceptación en el mundo del rock. Su debut fue en la segunda edición del festival BA Rock. En esa oportunidad se presentó ante miles de personas que, en su mayoría, nunca la habían escuchado tocar o cantar. En una entrevista incluida en el libro Rock de acá 2, de Ezequiel Ábalos, Gabriela recordó así ese momento: “Una vez que subí canté tres temas y cuando terminé la gente empezó a pedir otra, pero yo no tenía otra”.
En 1972, Gabriela editó su primer disco, homónimo y con una superbanda: Litto Nebbia, David Lebón, Edelmiro Molinari y Oscar Moro. Sin embargo, a pesar de que el disco fue bien recibido, la escena no generó las condiciones para que ella pudiera pertenecer y el sesgo que manejaba el rock –y su público– la quitaron del camino.
Además, ante la represión de la dictadura de Alejandro Lanusse, se exilió en 1973. Gabriela tardó 10 años en poder sacar otro disco y lo hizo desde el exilio. Desde entonces, ella vive fuera del país. Y fue en el exilio donde encontró la posibilidad de hacer música. Alejada de la escena local, siguió grabando y componiendo: publicó siete discos. El viaje, su último álbum, se editó en Europa a través del sello alemán Intuition y escaló al número 9 en los World Music Charts europeos.
A mediados de los 70 apareció un disco de una artista que fue clave para la historia del rock, a pesar de que hoy es poco recordada. Se trató de Canciones para perdedores, el único álbum de Mirtha Defilpo.
Ella fue pareja de Litto Nebbia y es coautora de las canciones incluidas en Melopea, uno de los discos emblema del músico. Sin embargo, la figura de Nebbia opacó el talento de Defilpo, y rara vez se la menciona cuando se habla de ese hito del rock nacional. Con la llegada de la última dictadura, Defilpo y Nebbia se exiliaron. Sin embargo, antes de irse publicaron un álbum doble y en conjunto: Toda canción será plegaria (1978).
La carrera de esta artista luego se fue para el lado de la literatura, con el talento puesto en la poesía. Publicó tres libros: Después de Darwin (1983), Malezas (1985) y Matices (1991). “Conseguir el disco de Mirtha es casi imposible; de hecho, yo no lo conseguí ni buscando en grupos de Facebook especializados –cuenta Zanellato–. Sus libros tampoco se consiguen y el único material que es más o menos accesible es el disco que hizo con Nebbia”.
Mientras Gabriela y Mirtha se iban de Argentina, había bandas que trataban de diferenciarse del rock más pesado que había ocupado gran parte de la escena local. Sin embargo, esas nuevas producciones también eran despreciadas por músicos más “rudos”. Así se explica en Brilla la luz para ellas: “Frente al rock más duro que se concentraba en Pappo, Billy Bond y La Pesada o Vox Dei, los discos de Almendra y Sui Géneris eran vistos como feminizantes o, dicho en criollo, para minitas”. Pero ese otro estilo que se empezaba a configurar traía personajes que serían importantes para la década del 70, como María Rosa Yorio.
Ella apareció como corista ocasional de Sui Géneris. Pero eso empezó a tomar forma y la convirtió en una integrante PorSuiGieco, la banda que funcionaba como vía de escape para Raúl Porchetto, León Gieco y el dúo de Nito Mestre y Charly García. Sin embargo, el nombre de Yorio fue el único no incluido en el de la banda, aunque formaba parte de ella.
Luego de que esa banda se disolviera, ella se sumó a Los Desconocidos de Siempre, el grupo de Mestre. Después de varias giras en las que presentaron tres discos de la banda, Yorio largó su carrera solista y lanzó en 1980 su primer álbum: Con los ojos cerrados. Sin embargo, como en los años anteriores, la prensa especializada se ocupó de destruirlo.
En su libro Asesínenme. Rock y feminismo en los años 70, lo contó de esta manera: “La recepción de los periodistas no fue buena. Esa música tal vez caía mal en los tempranos 80. Quizás influyó que yo era una de las primeras mujeres que sacaba un disco con una producción más o menos importante. En algunos sectores me la tenían jurada”. Sin embargo, ella siguió adelante y en los años siguientes publicó Mandando todo a Singapur (1982), El disco de los chicos enamorados (1983), Por la vida (1984), Puertos (1986) y Rodillas (1987).
En paralelo con la escena empezaba a tener más mujeres en los escenarios: aparecieron bandas como Viuda e Hijas de Roque Enroll y también carreras solistas como la de Fabiana Cantilo y Celeste Carballo en la segunda mitad de los años 80. Sin embargo, al día de hoy la brecha se sostiene. Y a pesar de que hay más mujeres tocando, siguen sonando menos.