Emilio Solla. El desafío de un jazzero en Nueva York
El pianista y compositor grabó su disco Puertos con figuras de una escena musical donde, asegura, la soberbia no existe
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Un par de auriculares negros cruzan su cabeza rapada en grises. A la altura de los ojos, las manos en el aire hacen una marcación como de batuta. One, two, three. Se oye el conteo clásico para comenzar. Aunque es argentino, pronuncia los números en inglés –habla la lengua de sus músicos– y así entra el primer instrumento de viento, el primero de muchos. No suena a un género específico, no es tango, folclore o latino, sin embargo esas raíces –las suyas– están ahí, en cada fraseado que sube y flamea en la naturaleza del jazz. Ese cruce de géneros con diafragma de bandoneón es la música del pianista y compositor Emilio Solla, y su Tango Jazz Orchesta, que lo llevó a ganar el Latin Grammy 2020 por su disco Puertos, como “Mejor álbum de jazz latino”. Entre otros colegas en su categoría, compitió con Chick Corea, a quien admiraba desde la adolescencia y al que le acaba de rendir tributo, junto a Paquito D’ Rivera de invitado, nada menos, en el The Chick Corea Symphony Tribute del prestigioso FiJazz Ritual (Alicante) a comienzos de este mes.
Solla nació en Mendoza, pero vivió poco ahí, la familia se mudó a Buenos Aires. Estudió música clásica en el conservatorio hasta que, en la adolescencia, sus hermanos mayores le hicieron conocer los discos de Genesis, Yes, Led Zeppelin. “Yo pensaba: ¿toco a Bach, Mozart? No. Eso me distanció mucho del piano, hasta que a los 17 volví y me puse a estudiar otra vez”, afirma. El trabajo como músico llegó en el primer verano de la democracia, en Villa Gesell, y desde ahí no paró. Se unió al Sexteto Apertura. Como pianista, tocó con diferentes músicos y artistas. Acompañó a la actriz Cecilia Rosetto en el espectáculo Buenos Aires me mata, y con ella aprendió eso de estar en el escenario, “yo venía del músico que va, saluda y no sabe qué hacer”. A mediados de los 90 se fue del país, porque “en la época de Menem no había ni un piano afinado para tocar”. Ancló en Barcelona y recorrió los escenarios europeos. Diez años después, en 2006, llegó a Nueva York y se quedó hasta 2020. Este año regresó a Barcelona, donde vive con su mujer.
El nombre completo del disco es Puertos, Music from International Waters. Historias de gente que llega, porque antes partió. “Músicas –dice Solla– que solo pueden existir y nacer en esa situación de entrada de gente de lugares variados, cada uno con sus instrumentos, ritmos. Me interesa la cosa del acento, cómo se pronuncia, es un sonido, una forma de frasear, cantar. En ese sentido, hay un paralelo muy interesante entre el jazz y el tango”. Para este hombre, las músicas están en todas partes, y tiene, cuando habla, las fronteras abiertas acá y allá. Tono de porteño, pero al final de una oración se le escucha un “y tal”. O latiguillos de España, palabras del inglés en una oración en castellano que termina en “atorrante”. Registros y ritmos en un músico que invita a escuchar los mundos que lleva con él a todas partes.
¿Qué tiene Puertos como para haberse quedado con el Grammy?
Diecisiete músicos: venís con un ejército a golpear la puerta. No tiene por qué sonar mejor, podés hacer un disco con treinta músicos y que sea malo, o con un piano solo, y excelente. Pero, digamos que tiene un peso a nivel producción. Es una orquesta grande y pesada. Grande porque son muchos; pesada porque estoy con el who is who de la escena de New York del jazz, una gente tremenda.
¿Dirías que tenés un lugar en la escena neoyorkina?
Llevo unos años haciendo ruido con mi música, y tal. No quiero quedar pedante, pero he logrado hacerme un espacio. No por ser demasiado bueno ni brillante como pianista, si no porque quizá tengo una música distinta a la que ellos están acostumbrados a tocar. Este disco tiene que ver con eso, con la unicidad. Un lenguaje musical que junta sobre todo el tango y el folclore, y a partir de ahí se expande a muchas influencias latinoamericanas de jazz. Eso me ha permitido constituir una orquesta con gente potente y de primera línea que le interesa lo que yo escribo. Por eso tengo la actitud de aprender. No importa el peso de cada carrera, todo el mundo quiere aprender con la ilusión del primer día de colegio: tocar algo que no haya tocado, cosas originales. Y en ese sentido, lo que yo traigo en la mochila es distinto.
¿Qué cosas concretas arman esa mochila?
Mi música tiene mucha influencia del jazz, en cuanto a la armonía, a las posibilidades de improvisar, y ahí es donde encajo más con los músicos americanos. Con los de New York tengo un punto de conexión. Ellos dicen: este tipo me trae una cosa que armónica y lingüísticamente tiene que ver con mi música, el jazz, pero me la hace tocar de otra manera. Hay un bandoneón metido ahí, me dice que frasee como Pugliese, ¿quién será? Les digo: escuchen la Milonga del ángel, de Piazzolla, y van a ver que se para: en este lenguaje es así. El tango es así, como muchas músicas del mundo que traen un peso singular, una tradición que no es liviana, que le estás dando un enfoque que los acerca más a lo que es el lenguaje de ellos.
¿Por qué Puertos?
Es un poco una metáfora que habla de eso, de los puntos de llegada y partida, de las músicas, los acentos, la gente, y tocamos el origen del tango, del jazz. Un mapa musical que pinta a la humanidad como una misma cosa: parecía que vos eras de una cultura y de otro lado, pero al final tu música hizo mi música y estamos más genéticamente hermanados, más de lo que creemos. Hacer hincapié en los puertos como lugares de unión más que de separación. Una música a favor de las mezclas.
Lo cruzás con la lengua, con lo social, entonces, ¿por qué necesitamos la música?
No tengo idea ni quiero saber, en un punto. Me gusta pensar que es una cosa mágica que no entendemos bien. Si lo bajás al punto físico, el aire se pone en movimiento por una vibración que tiene una frecuencia determinada y eso es un sonido. Si se combina con otro produce una cosa que ya pasa a un grado de profundidad; un absurdo, en un punto. Si yo toco un acorde en un piano, ¿cuál es la decodificación? Es una cosa que a mí me sigue maravillando como si tuviera cinco años. No quiero ver de dónde saca las palomas el mago. No me compliquen nada. Déjenme escribir lo próximo esta tarde.
¿Y qué es lo próximo?
Un disco nuevo. Chiquito. Con un artista bastante conocido acá en España, con el que acordamos no dar a conocer el proyecto hasta que no esté un poco más inventado. Será un cuarteto de piano, bajo, batería, y este personaje que hace varias cosas.
Todos los cielos, el cielo
La ceremonia donde ganó el Grammy, noviembre pasado, fue por streaming y lo sorprendió en su casa, con su esposa. Competía con Corea. Chick, como le dice, siempre estuvo ahí. Llegó de manos de su madre, cuando ella al volver de un viaje a Nueva York le trajo al adolescente un libro con partituras. “Él tenía unas piezas para piano y me metí ahí con el jazz”. Décadas más tarde, ya en Nueva York, tocó, compuso, hizo arreglos para músicos como Arturo O’Farrill, Edmar Castañeda, Pablo Aslan. Y Paquito D’ Rivera: lo conoció en un concierto y le dio su disco, Suite Piazzollana. A los tres meses, recibió un mail. “Era Paquito. Me decía: ‘Emilio, es la tercera vez seguida que lo escucho, no puedo parar, tango con jazz: nunca escuché algo así. Quiero grabar el tema uno si hicieras el arreglo para mí’. Le dije que cuando quisiera. Un día sonó el teléfono, era él. Nos fuimos a tomar un café. Eso es New York”.
¿Por qué esa ciudad?
Siempre busco lo que me queda grande para tratar de crecer y dar la talla, como dicen aquí. Llegué a Nueva York porque me dieron una subvención en Barcelona. Ya había ido a tocar un par de veces. Creo que tengo como una esencia muy haragana en un lado, si me quedo donde estoy, más o menos toco, doy clases, me gano los ravioles y ya. Después, está la otra parte, a la que siempre le interesa mejorar. Entonces me invento los desafíos para entrar a situaciones que me hagan crecer. Una típica mía: pienso un proyecto, voy a hacer la Big Band y me meto en una fecha para tocar dentro de seis meses. ¿Cuántos temas tengo? Ninguno. ¿Cuántos músicos? Ninguno. Entro en pánico y me pongo a estudiar como loco. Lo de Nueva York tiene que ver con eso, ver si aguantás con la cabeza fuera del agua: llevo 14 años fuera del agua.
¿Y cómo es el ámbito del jazz neoyorkino?
Todo el mundo es muy bueno en todo. Ahí no podés hacerte el argentino que se las sabe todas, quedás en la calle en el acto. En ese sentido, Nueva York fue lo que Barcelona en su momento: un desafío. ¿Y podré yo medirme ahí, para estar con esta gente, con Paquito?
¿Es un territorio cerrado?
Para nada. Es el lugar más competitivo, más fuerte y más abierto de todos. Nadie es de acá. Los músicos son de cualquier lado, menos de Nueva York. Por empezar, de distintos lugares de Estados Unidos, de otros países. Somos todos de afuera. Es sentate y tocá. Es muy abierto. No hay tronos. Puede ser Chick Corea, y viene un argentino bastante desconocido y se lleva el Grammy porque los músicos dijeron: este disco, ahora vamos por acá. Esa es otra gran enseñanza. Nadie la va de nada. Laburás con Paquito y es un tipo que te hace chistes.
¿No hay soberbia, decís?
No debe haber traducción en Nueva York de esa palabra. Donde vas de soberbio, quedás en ridículo. Estás sentado a una mesa después de tocar y te pasan el plumero. La diferencia de New York con la de cualquiera del mundo, al menos en lo que yo hago, es que hay que hacerlo muy bien para hacer el laburito de 50 dólares del restorán. Si no sos bueno, te volvés al pueblo en un año. No aguantás el alquiler, el frío, nada. Trabajé con grandes, y de eso también aprendí grandes lecciones.