Con muestras en importantes instituciones y en galerías, desde Chinatown hasta Queens, crece en una de las principales capitales creativas la presencia de artistas con raíces al sur de Estados Unidos
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“Vivir en Nueva York es diferente”, dice la joven en español, mientras habla por teléfono y camina apresurada por una vereda de Manhattan. Justo en la frontera donde se cruzan Chinatown y Little Italy, todo un símbolo de la variedad de culturas que conviven en esta isla: los restaurantes sirven típicas pastas italianas frente a las tiendas con abundante oferta de productos importados de Asia. No sabremos por qué para ella vivir aquí es diferente, ya que avanza con gran velocidad en dirección al templo budista de Canal Street. Aunque sí resulta obvio que, vengan de donde vengan, todos parecen sentirse como en casa.
Un domingo de sol en el Central Park es posible encontrarse con una pareja de recién casados de rasgos orientales que posa para un fotógrafo, a pocos metros del puente donde una novia vestida de blanco recibe instrucciones en un idioma que suena como ruso: con anteojos negros y una gran sonrisa, se queda quieta para que la cámara pueda registrarla junto a su flamante esposo. Otras dos mujeres con sus cabezas cubiertas con velos conversan mientras miran sus celulares, y una señora rubia le consulta en castellano a su compañero por cuál de los senderos arbolados continuarán el paseo.
No debería llamar la atención, en este contexto, que varias de las principales instituciones neoyorquinas alojen en estos días muestras de artistas latinoamericanos. Pero sí, es un hito: las artes visuales parecen estar provocando otro “boom” regional, similar al provocado hace más de medio siglo por escritores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Julio Cortázar.
“Es un sueño hecho realidad”, admite el curador español Gabriel Pérez-Barreiro, asesor de la Colección Patricia Phelps de Cisneros, dirigida por él durante más de una década hasta 2019. Está parado junto una pintura del uruguayo Joaquín Torres García donada al museo por la coleccionista venezolana, entre más de 250 creadas por artistas de la región. Se exhibe ahora en una sala del Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York, junto a lo que este experto define como “la última obra maestra” de Piet Mondrian. Según él, Broadway Boogie Woogie (1942-43) llegó también a integrar uno de los acervos más importantes del planeta gracias a la generosa gestión de otra latinoamericana: la polifacética artista brasileña Maria Martins, musa de Marcel Duchamp.
“Las obras de arte latinoamericano se integran de manera cotidiana a la colección del museo; es algo que hace quince o veinte años nadie hubiera pensado”, explica con entusiasmo Pérez-Barreiro. Y agrega que las dos mencionadas conviven a su vez con una escultura de Yente, pionera de la abstracción en la Argentina, comprada en 2020 por el MoMA gracias a un fondo impulsado también por Phelps de Cisneros. “Fue una decisión clave no haber hecho un museo propio –opina el curador–, y trabajar en cambio con otras instituciones; eso permite llegar a mayor cantidad de público, generar un diálogo con artistas de todo el mundo y poner los recursos al servicio del conocimiento, con programas de becas”.
En el MoMA, uno de los museos más visitados del planeta, se inauguró además días atrás una muestra de arte contemporáneo latinoamericano integrada sobre todo por las piezas que ella donó: Recuerdos elegidos es la continuación de Sur Moderno –inaugurada en 2019 y centrada en el arte abstracto–, ambas a cargo de la argentina Inés Katzenstein. “Esto nos permite mostrar obras de muchos artistas que no suelen verse en Nueva York, de una forma transgeneracional y transgeográfica”, dice la curadora de Arte Latinoamericano del MoMA, donde dirige además el Instituto Cisneros para la Investigación del Arte de América Latina.
“A veces pienso ‘misión cumplida’, en el sentido de que hoy cualquier museo, bienal, feria o evento cultural inevitablemente tiene que considerar América Latina como zona cultural –dijo Phelps de Cisneros a LA NACION–. No siempre fue así, y lograr ese cambio ha sido posible gracias al esfuerzo de muchas personas. Ahora mismo en Nueva York hay exposiciones estupendas como Gego en el Guggenheim, Bispo de Rosario en Americas Society, Daniel Lind-Ramos en MoMA PS 1, y cualquier cantidad de otros proyectos. Eso se volvió habitual, y el MoMA ha sido un actor fundamental en este cambio”.
A ella pertenecen también quince de las doscientas obras de Gego que incluyó el Guggenheim en Midiendo el infinito. “Es su primera muestra en un museo de Nueva York”, comenta con orgullo Geaninne Gutiérrez-Guimarães, curadora peruana-estadounidense, responsable de esta exposición junto con el mexicano Pablo León de la Barra. Y recuerda de inmediato la historia de Gertrud Goldschmidt, inmigrante que llegó a Venezuela escapando de los nazis sin conocer la cultura ni el idioma local. Traía consigo un título de ingeniera, que le sirvió de base para construir complejas y sutiles estructuras abstractas con alambre, aluminio y acero.
Una versión reducida de esta muestra se inaugurará en el Guggenheim de Bilbao en noviembre. Ese mismo mes, a tres cuadras de la sede neoyorquina, el Museo Judío inaugurará una antológica de Marta Minujín. “Nunca expuse sola en un museo de Nueva York, ¡es lo máximo!”, celebraba entusiasmada meses atrás la artista que llegó a realizar en esa ciudad una performance con Andy Warhol; en 1985 simuló el pago de la deuda externa argentina con choclos, el “oro latinoamericano”. Mientras tanto, su obra Simultaneidad en Simultaneidad (1966) participa hasta julio en el MoMA de la exposición colectiva Señales: cómo el video transformó el mundo.
A medio camino entre ambas instituciones se encuentra Americas Society, espacio clave en la promoción del arte latinoamericano en Estados Unidos. Dirigido por la argentina Aimé Iglesias Lukin, presenta hasta el 20 de este mes la primera muestra individual en Estados Unidos del artista afrobrasileño Bispo do Rosario. Allí se exhiben muchos de los más de mil objetos que creó durante su encierro en una institución psiquiátrica de Río de Janeiro, donde vivió la mayor parte de su vida.
Las raíces africanas alimentan también las instalaciones del portorriqueño Daniel Lind-Ramos, exhibidas hasta septiembre en MoMA PS1. El espacio experimental del MoMA se llama así porque alojó la primera escuela pública de Queens, cuando era un barrio obrero de inmigrantes. “En este patio hacemos fiestas con DJ para 1500 personas, que se llaman Warm Up. Yo diría que somos cool”, dice con humor la asistente curatorial Elena Ketelsen González.
Igual de cool fue la muestra que le dedicó a Tomás Saraceno el año pasado el centro cultural The Shed, ubicado junto al lujoso complejo inmobiliario Hudson Yards y el High Line. También las que organizan las galerías de origen argentino Barro y Praxis y Silencio, exposición actual de fotografías de Edo Costantini en Chinatown Soup, espacio dedicado a artistas emergentes. “A la inauguración vinieron Jesse Paris Smith, la hija de Patti; Danny Bennet, productor de su padre Tony, y Jonathan Becker”, dice el hijo del fundador del Malba. Decidido a emprender su propio camino, él se radicó en Nueva York y aquí fundó Kolapse, una plataforma que reúne a artistas, músicos y cineastas para “reinventar nuestro mundo”. Nada menos.