El hallazgo de Tutankamón. Los secretos de la expedición que hace 100 años estremeció al mundo y el misterio de la maldición
El descubrimiento del inglés Howard Carter despertó una pasión inédita por Egipto, que este año vuelve a desatarse. Delicias y polémicas de una aventura que cambió la manera de interpretar la historia
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Una exhibición inmersiva conduce a los visitantes a toparse cara a cara con la máscara de oro del faraón. La enorme imagen tridimensional los envuelve, la ciudad de Boston se convierte en el Antiguo Egipto y ni los chicos ni los adultos quieren dejar la ilusión atrás.
Una estatua gigante de otro faraón, esta vez sentado majestuosamente, amanece en una plaza seca de Verona. Los paseantes se preguntan qué hace ahí y tratan de tocarla para ver si es real. No lo es: pertenece a la escenografía de Aída, presentada el 23 de julio pasado a sala llena en la ciudad italiana, y colocada en un lugar público para atraer turistas.
El trabajo del filólogo francés François Champollion convoca ahora mismo a multitudes a la Biblioteca Nacional de Francia, para celebrar su genialidad a la hora de descifrar la antigua escritura divina de los egipcios. Por su parte, para honrar el desciframiento de la Piedra Rosetta, hace 200 años, el Museo Británico lanzará una megaexposición sobre jeroglíficos el próximo mes.
La Biblioteca Bodleiana, en Oxford, desafía a leer los escritos de Howard Carter en una muestra que reúne desde sus fichas de excavación hasta sus dibujos y diarios. El Museo Ashmolean, también en la histórica ciudad inglesa, propone que los niños acudan a ver una ópera infantil que les permitirá ponerse en los zapatos de Tutankamón. Los chicos son tentados también a visitar el Museo Petrie, en su casi desconocida sede del University College London, para dibujar las sandalias y el collar circular del faraón. En Mallorca, en Bruselas, en Moscú, en Washington se promocionan exhibiciones con objetos faraónicos “únicos” provenientes del Museo de El Cairo, del Museo Metropolitano de Nueva York, del Louvre y del Museo Británico. O sus réplicas, qué más da.
El hashtag #Tutankhamun100 invade Twitter. La serie MoonKnight, de Disney, arrasa con la combinación de superhéroes, dioses y momias egipcias. Decenas de libros vuelven a hurgar en el misterio de la vida y la muerte del faraón más famoso de todos los tiempos.
El mundo vive la egiptomanía más desenfrenada que se recuerde. La celebración de los 100 años del descubrimiento de la tumba de Tutankamón, el próximo 5 de noviembre, y del desciframiento de la Piedra Rosetta, publicada por Champollion en 1822, han desatado un furor que recuerda la moda que llevó en el siglo XIX a la construcción de salas de teatro y vestidos con remembranzas egipcias. El marketing, las pantallas, las redes sociales lo multiplican con experiencias sensoriales, didácticas o circenses. Todo vale.
Por supuesto, el gobierno de Egipto aprovechará el centenario del hallazgo del faraón-niño para lanzar un programa de ceremonias de tinte hollywoodense y, también, para inaugurar finalmente su más preciado tesoro: el Gran Museo Egipcio, construido al pie de las pirámides de Giza y cuya apertura oficial fue una y mil veces pospuesta.
Entre el 4 y el 6 de noviembre se brindarán conferencias exclusivas en Luxor (el programa incluye alojamiento en hotel 5 estrellas) a cargo de celebridades mundiales de la arqueología, como el equiptólogo Zahi Hawass, quien también compuso una ópera para celebrar a Tutankamón.
Como si Tut fuera el último ídolo del rock, se ofrecen ya tours presenciales por los más destacados monumentos egipcios (15 días, 8300 dólares por persona, pensión completa), paseos y conferencias virtuales, shows impactantes, últimos encuentros privilegiados con la historia. Nadie se quiere quedar afuera de la Tutmanía. Convertido en un objeto de consumo de masas, el faraón de oro, sin embargo, todavía guarda secretos que ni los expertos logran develar. El británico Howard Carter, quien descubrió su tumba hace 100 años, continúa siendo la mejor guía para adentrarse en el oscuro backstage de Tutankamón.
Momento decisivo
Despacio, desesperadamente despacio para los que lo contemplábamos, se sacaron los restos de cascotes que cubrían la parte inferior de la puerta en el pasadizo y finalmente quedó completamente despejada frente a nosotros. El momento decisivo había llegado. Con manos temblorosas abrí una brecha minúscula en la esquina superior izquierda. Oscuridad y vacío era todo lo que podía alcanzar una sonda, demostraba que lo que había detrás estaba despejado y no lleno como el pasadizo que acabábamos de despejar.
Utilizamos la prueba de la vela para asegurarnos de que no había aire viciado y luego, ensanchando un poco el agujero, coloqué la vela dentro y miré, teniendo detrás de mí a Lord Carnarvon, Lady Evelyn y Callender, que aguardaban el veredicto ansiosamente. Al principio no pude ver nada, ya que el aire caliente que salía de la cámara hacía titilar la llama de la vela, pero luego, cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, los detalles del interior de la habitación emergieron lentamente de las tinieblas: animales extraños, estatuas y oro, por todas partes el brillo del oro.
Por un momento, que debió parecer eterno a los otros que estaban esperando, quedé aturdido por la sorpresa y, cuando Lord Carnarvon, incapaz de soportar la incertidumbre por más tiempo, preguntó ansiosamente: “¿Puede ver algo?”, todo lo que pude hacer fue decir: “Sí, cosas maravillosas”.
El racconto de Howard Carter sobre el 26 de noviembre de 1922, cuando se enfrentó a la segunda puerta que sellaba la entrada a la tumba del faraón Tutankamón, es quizás una de las historias más renombradas entre arqueólogos y fans de la egiptología.
Ese momento decisivo consigue estremecer todavía hoy a cada uno que lee el libro que escribió Carter en 1923, cuando aún no sabía si la momia del faraón lo aguardaba dentro de la cámara funeraria. Ese día –el más maravilloso que me ha tocado vivir y, ciertamente, como no puedo esperar volver a vivir otro, escribe Carter– es la puntada del hilo que conduce hoy a quienes peregrinan hasta la Biblioteca Bodleiana en busca de los archivos de Howard Carter, por primera vez exhibidos al público general.
La celebración de los 100 años del descubrimiento de la tumba de Tutankamón es la excusa perfecta para revisitar los manuscritos de Howard Carter y volver a reflexionar sobre el impacto de su hallazgo en la cultura. ¿Fue el descubrimiento de Carter el comienzo de la egiptomanía y al furor por Indiana Jones y otros aventureros? ¿Fue el maravilloso tesoro de oro que describe Carter en su recuerdo –y que puede verse hoy parcialmente en el Museo Egipcio de El Cairo– lo que generó la devoción actual por la civilización de los faraones? ¿O hay algo más morboso en la historia del joven rey y de su infatigable excavador?
El hilo del que tiró Carter hasta concretar su sueño infantil –descubrir la tumba de un antiguo rey oriental bajo la arena del desierto– resultó largo, pero lo premió finalmente con el mayor hallazgo arqueológico del siglo XX. Claro que no todo fue gloria y heroísmo para Carter. Como le ocurriera antes al joven faraón que rescató del olvido, Carter sufrió disputas y un prolongado ostracismo. Tras haber conocido la fama mundial y los aplausos de todos, murió en soledad y lejos de su amado Valle de los Reyes, en Londres.
A su entierro fueron solo nueve personas. Su modestísima tumba, en el cementerio de Putney Vale, todavía es lugar de peregrinación de estudiantes que dejan una flor encima de la lápida, inscripta con las palabras de Tutankamón: Oh, Nut, despliega tus alas sobre mí como las Estrellas Imperecederas.
El joven que sabía dibujar
Nacido en Londres en 1874 y criado en Norfolk, Inglaterra, Howard Carter era el más pequeño de los 11 hijos de un dibujante y una maestra ingleses. Imitando a su padre, muy pronto su talento artístico para dibujar pájaros salió a la luz, tanto que empezó a ganar dinero trazando acuarelas. Así lo descubrió lady Amherst, miembro del Fondo de Exploración Egipcia, y lo recomendó a sus amigos arqueólogos como asistente de excavación.
El joven y meticuloso Howard avistó el Nilo por primera vez en 1893, después de unos meses de pasantía en el Museo Británico. Al llegar a Egipto, empezó a colaborar con el arqueólogo Percy Newberry en el dibujo de las tumbas de Beni Hassan, pero muy pronto lo reclutó el gran Flinders Petrie para excavar en Amarna.
A los 17 años, Carter había encontrado el sentido de su vida. A razón de una libra esterlina por semana de trabajo, aprendió los gajes del oficio de arqueólogo, mientras dibujaba bajo la mirada exigente de Petrie. Allí escuchó hablar por primera vez de Tutankamón, un faraón entonces casi desconocido, heredero posible del faraón hereje Akhenatón. A los 48 años, tras salir de la tumba del faraón que acabó descubriendo, Carter conquistaría la libertad, según proclamó con su puño y letra.
Supongo que muchos excavadores confesarían haber sentido asombro, casi desconcierto, al penetrar en una cámara cerrada y sellada por manos piadosas tantos siglos antes. En aquel momento, el tiempo como factor de la vida humana perdía todo significado. Han pasado tres o cuatro mil años quizá desde que un pie humano pisó por última vez el suelo en que uno está y, sin embargo, al notar las señales recientes de vida a su alrededor –el recipiente medio lleno de argamasa para tapiar la puerta, la lámpara ennegrecida, la huella de un dedo sobre la superficie recién pintada, la guirnalda de despedida arrojada sobre el umbral–uno siente que podría haber sido ayer. El mismo aire que se respira, que no ha cambiado a través de los siglos, se comparte con aquellos que colocaron la momia allí para su descanso eterno. Pequeños detalles de este tipo destruyen el tiempo y uno se siente como un intruso.
Desde su llegada a Egipto, Carter tuvo muchas oportunidades de experimentar una sensación de intimidad con los habitantes del remoto pasado. Es que, mucho antes de convertirse en la sombra viviente de Tutankamón, Howard ya tenía una muy buena reputación como eximio artista, comprometido con la naturaleza y la materia del pasado. De hecho, mucho antes del descubrimiento que lo haría famoso, Carter había sido nombrado como Supervisor de Antigüedades del Alto Egipto, un cargo muy prestigioso que concitaba admiración y, también, envidias.
Hay que decir que su temperamento no le ayudó a conservarlo. Lejos de las piruetas diplomáticas de muchos de sus colegas, que hacían equilibrio entre los intereses coloniales conflictivos de Gran Bretaña y Francia en Egipto, Carter sabía lo suficiente del terreno como para recibir encargos personales de los grandes aristócratas que, por entonces, se dedicaban a coleccionar antigüedades y llenar los estantes del Museo Británico y el Louvre. Pero tenía pocas pulgas.
En 1905, turistas franceses borrachos entraron en uno de los sitios arqueológicos de Saqqara, maltrataron a los guardias y destruyeron algunos objetos. Como funcionario del Servicio de Antigüedades, el británico Carter hizo una denuncia formal. Cuando el embajador francés le pidió una retractación, Carter prefirió dejar su cargo y se fue a Luxor a sobrevivir vendiendo acuarelas a los visitantes.
Allí estaba, dibujando y ayudando en cuanta excavación se le ponía a tiro, cuando Lord Carnarvon –a quienes muchos hoy conocen por su hermoso palacio, Highclaire, el lugar donde transcurre la serie Downton Abbey– empezó a pedir referencias para excavar en Egipto. El noble inglés, su esposa Lady Amina Herbert y su hija Evelyn tenían el hobby de la egiptología y viajaban periódicamente al país africano para sumar objetos a su enorme colección de antigüedades. Gaston Maspero, quien entonces era el director francés del Servicio de Antigüedades de Egipto, les recomendó a Carter, que estaba desempleado.
El nombre de Howard Carter llegó justo para completar la ambición de Carnarvon. Después de todo, Carter conocía el Valle de los Reyes al dedillo, y no solo había copiado las magníficas estatuas e inscripciones de la reina Hatshepsut en Deir-el-Bahari, sino que también había localizado un par de tumbas él mismo. El rico lord y el orgulloso dibujante se hicieron socios y amigos hasta el día en que la muerte de Carnarvon los separó. Una muerte temprana que algunos atribuyeron a una maldición, por haber despertado a Tutankamón de su milenario sueño.
La colaboración entre Carter y Carnarvon comenzó en 1907 y los condujo a explorar Dra Abu el-Naga, en lo que era la antigua Tebas, además de yacimientos del Bajo Egipto, en el norte del país. Pero el conde Carnarvon aspiraba a más.
Para excavar en Egipto, los extranjeros necesitaban una concesión, una especie de permiso oficial que les otorgaba la exclusividad para hurgar en un lugar, mientras establecía las condiciones para el reparto de los objetos hallados. Tras años de esperar su oportunidad, finalmente Lord Carnarvon obtuvo la concesión del Valle de los Reyes en 1915. Carter y él podrían por fin buscar una tumba faraónica desconocida.
Es cierto que la mayoría de los egiptólogos coincidía en que no quedaba mucho por descubrir en el acantilado y el valle de Tebas, donde habían sido enterrados los reyes egipcios de las dinastías XVIII, XIX y XX. Pero Carter estaba convencido de que existían aún sepulturas ocultas debajo de las pilas de escombros de las excavaciones. Y convenció a Carnarvon de que financiara su búsqueda.
Durante cinco años de campaña, Carter solo encontró algunos objetos menores, entre los cuales figuraban menciones al ignoto faraón Tutankamón. Al sexto año, harto de perder dinero, Lord Carnarvon amenazó con retirarse de la excavación. Tras una agria discusión en el fabuloso castillo inglés del conde, los viejos amigos decidieron darse una última oportunidad. No quedaba casi nada por revolver en el área del Valle de los Reyes que Carter había mapeado con extrema meticulosidad. Solamente, unas construcciones endebles de los artesanos que habían trabajado en la tumba de Ramsés VI. Con un último esfuerzo, Carter decidió desmontar esas antiguas cabañas y ver qué había debajo.
El 4 de noviembre de 1922, Howard salió de su ascética casa y encontró a sus obreros envueltos en un raro silencio. Un niño que llevaba agua a los excavadores había tropezado con el borde de un escalón, le explicaron. El resto es historia, prolijamente reseñada por Carter en sus notas y diarios, que pueden consultarse en el Instituto Griffith, de Oxford.
Estoy seguro de que nunca en toda la historia de las excavaciones se había visto un espectáculo tan sorprendente como el que nos revelaba la luz de la linterna. Las fotografías que se han publicado desde entonces se tomaron más tarde, cuando ya se había abierto la tumba e instalado en ella luz eléctrica. Dejaré que el lector se imagine la apariencia de los objetos mientras los contemplábamos desde nuestra mirilla de la puerta tapiada, proyectando desde ella el haz de luz de nuestra linterna, la primera luz que cortaba la oscuridad de la cámara en tres mil años.
Las fotos que tomó el gran fotógrafo inglés Harry Burton semanas después del descubrimiento y el diario de Howard Carter son lo más cerca que podemos estar de ese momento. Aunque Carter tal vez engrandeció retrospectivamente su recuerdo con toques dramáticos y misteriosos, las imágenes en blanco y negro alcanzan para entender de qué se trataban las “cosas maravillosas” que vio el arqueólogo desde el hueco de la tumba sellada de Tutankamón.
Ya en los primeros días, Carter se dio cuenta de que necesitaba un equipo sólido y multidisciplinario para que el descubrimiento entrara en la historia. Aun antes de descubrir los tres sarcófagos de Tutankamón encastrados uno dentro de otro; antes incluso de avistar los cuatro catafalcos o capillas doradas que los recubrían como muñecas rusas; Carter pidió ayuda a los amigos de aquí, allá y todas partes. Las respuestas no se hicieron esperar: todos querían ser parte del hallazgo arqueológico más importante del siglo XX.
Llegar a las profundidades de la tumba de Tutankamón y resguardar los más de cinco mil objetos de su interior le llevarían a Carter una década y muchas disputas con las autoridades egipcias y los curiosos que demandaban conocer los secretos del descubrimiento. No podría haberlo hecho sin los especialistas que le prestó el Museo Metropolitano de Nueva York –el fotógrafo Burton y el egiptólogo A.C. Mace, entre ellos– ni sin el ingeniero de ferrocarriles Callender, que llegó desde Alejandría para colaborar, ni sin el químico Alfred Lucas, conservador del Museo de El Cairo. Todos estuvieron codo a codo junto con Carter en las primeras semanas de furor.
Desde que corrió la noticia del descubrimiento, los europeos que hacían de Egipto su lugar de vacaciones y los funcionarios más encumbrados del país comenzaron a golpear a las puertas de Carter pidiendo visitas exclusivas. El arqueólogo inglés registró más de 12.000 visitantes entre el 1° de enero y el 15 de marzo de 1926.
Quizás habría que agradecer a la hosquedad de Carter por el excelente estado del ajuar funerario de Tutankamón, que fue extraído poco a poco de la tumba, reparado en una tumba cercana y enviado al Museo Egipcio de El Cairo para su estudio y conservación. La momia, sin embargo, no habría de correr la misma suerte que el tesoro.
El impacto que tuvo el descubrimiento también debería reconocérsele a Alfred Merton, el periodista que cubrió la historia en 1922 y 1923, después de que Lord Carnarvon le vendiera por 5000 libras esterlinas la exclusiva al diario inglés The Times. Por último, habría que reintroducir en el cuadro de honor a los trabajadores egipcios que excavaron la tumba con gran entusiasmo, según dejaría Carter asentado.
El pasado, presente
No cabía duda alguna de que el lugar en que estábamos era la cámara funeraria (…). Descorrimos ansiosamente los pestillos y abrimos las puertas de par en par: allí adentro había otra capilla, con puertas igualmente cerradas con pestillo y, sobre él, había un sello intacto (…). Creo que en aquel momento ni siquiera queríamos romper el sello, ya que un sentimiento de intrusión había caído pesadamente sobre nosotros al abrir las puertas, aumentado posiblemente por la situación casi hiriente de un paño mortuorio de lino, decorado con rosetas doradas, que colgaba en el interior de la capilla. Sentimos que estábamos en presencia de un rey muerto y le debíamos reverencia…
Después de limpiar y catalogar los objetos hallados en la antecámara desnuda, Carter decidió, en febrero de 1923, ingresar en lo que suponía era la cámara funeraria del rey, sellada con cartuchos reales. Unas 20 personas, incluidas Lord Carnarvon y su hija, entraron ese mismo viernes 17 de febrero de 1923 después de las dos de la tarde a la tumba y asistieron a la apertura de la cámara funeraria por parte de Carter y su equipo. Tras una serie de visitas ilustres, la tumba se volvió a enterrar hasta el siguiente año de campaña. Los arqueólogos sabían que les esperaban años de limpieza, restauración y catálogo. La majestuosa estatua del dios Anubis, sentado en su trineo, vigilaría que nadie volviera a penetrar en el recinto hasta 1924.
Cinco meses después del descubrimiento, sin embargo, la muerte inesperada de George Edward Stanhope Molyneux Herbert, quinto conde de Carnarvon, asestó un golpe furibundo al proyecto de Carter. Comenzaron entonces a correr rumores de muertes extrañas entre los excavadores, a lo que se sumó la noticia de la muerte simultánea de la perra de Lord Carnarvon y la de su hermano. Carter desmintió las supersticiones y siguió trabajando. Pero la idea de una maldición se expandió como la peste.
Maldición: ¿mito o verdad?
El cine del siglo XX consagró la leyenda de la maldición de Tutankamón en blanco y negro, primero, y en pantallas a todo color plagadas de momias enfurecidas, después. Arthur Conan Doyle, autor de Sherlock Holmes y amante del espiritismo, contribuyó a dramatizar la leyenda de la maldición faraónica y a difundirla. Pero poco de real tiene aquella historia, aseguran los arqueólogos profesionales.
Lord Carnarvon ya tenía una salud débil cuando pisó Egipto por primera vez. De hecho, un accidente de auto lo había dejado en reposo obligado y ni todo el dinero de su esposa Lady Almina, hija ilegítima de Rothschild, conseguía mejorar su estado. Por eso los médicos le recomendaron pasar los inviernos en Egipto, a donde se trasladó por primera vez en 1903 y donde moriría, el 5 de abril de 1923, a los 57 años.
Aunque el noble estaba presente cuando Howard Carter hizo un agujero en la puerta sellada de la tumba KV62 y fue uno de los primeros que respiró el aire caliente que salió de sus cámaras interiores, los documentos revelan que Carnarvon murió después de ser picado por un mosquito y tras sufrir una neumonía, por la que fue internado con una septicemia generalizada en El Cairo, donde murió, un par de meses después de haber ingresado en la cámara funeraria de Tutankamón.
De las 58 personas que asistieron a la apertura de las sucesivas cámaras de la tumba, solo ocho murieron en los siguientes 12 años, y por múltiples causas. Un estudio publicado en el British Medical Journal terminó de descartar, en 2002, toda asociación entre la exposición al interior de la tumba y la muerte de quienes estuvieron presentes en las primeras excavaciones.
Carter desechó hasta el final de sus días la leyenda de la maldición de Tutankamón como un derivado de las historias sobre fantasmas que corrían como pólvora en Londres por ese entonces. El arqueólogo británico continuó excavando la tumba durante muchos años después de la muerte de su amigo y socio.
Harto de las discusiones con el gobierno egipcio y la ingratitud del gobierno británico, el arqueólogo más famoso del siglo XX finalmente se recluyó en su casa de Kensington y solo salió para dictar algunas conferencias. Allí murió el 3 de marzo de 1939, debido a un linfoma de Hodgkin. A los 64 años, no se había casado ni había tenido hijos. Encontraron una docena de pequeños objetos de Tutankamón en su hogar. Después de haber descubierto casi intacta la tumba más fabulosa jamás encontrada, Carter fue sepultado en una modesta parcela del cementerio de Putney Vale, ubicado en las afueras de la capital británica.
“Para Carter, el descubrimiento de la tumba de Tutankamón representó tanto una bendición como una maldición”, reflexionó la egiptóloga británica Joyce Tyldesley, profesora de la Universidad de Manchester. “Una bendición porque el descubrimiento le supuso el reconocimiento mundial: su nombre quedaría ligado por siempre al del rey niño. Una maldición porque el descubrimiento interrumpió sus esfuerzos por vaciar y documentar la tumba y su contenido”.
Tyldesley reconoce que el trabajo de Carter, que al principio se consideró una de las excavaciones arqueológicas más concienzudas jamás llevadas a cabo, hoy se antoja torpe y hasta rudimentario. Pero ¿qué hubiera pasado si algún contemporáneo menos escrupuloso hubiera descubierto la tumba? ¿Qué hubiera quedado de Tutankamón y sus tesoros?
El show y la gratitud
Las exhibiciones que se llevan a cabo este año en todo el mundo para celebrar el centenario del descubrimiento de la tumba KV62 aspiran a sacar el foco de atención de los objetos áureos y ponerlo en los sujetos anónimos que trajeron a la luz la figura olvidada del faraón niño.
Todavía muchos se preguntan cómo un joven que llegó al trono en una época tumultuosa (alrededor del 1333 a.C.), y que no dejó hijos cuando murió, alrededor de los 19 años, recibió un enterramiento tan rico. Hay que ubicar a Tutankamón en el contexto de la restauración de la vieja religión egipcia –anulada por el faraón monoteísta Akenatón– para comprender la magnitud del tesoro que depositaron los agradecidos sacerdotes tebanos en su tumba. Y también hay que considerar que otros faraones pudieron haber partido al más allá con muchos más tesoros que los de Tutankamón, pero los saqueadores de tumbas y ocupantes temporarios arrasaron con todo a lo largo de los siglos.
Algunos piensan que la tumba no fue construida originalmente para Tutankamón, sino para su padrino Ay, quien lo sucedió. El egiptólogo Nicholas Reeves incluso llegó a postular que la tumba tebana era en realidad para Nefertiti, la bella esposa de Akenatón, famosa por su busto exhibido en Berlín. Pero lo cierto es que Tutankamón fue enterrado allí con todas sus pertenencias y su oscuro pasado. Y nadie se acordó de él hasta que Carter lo recuperó para la historia.
La tumba que le construyeron los egipcios a Tutankamón, aunque pequeña y con decoración inacabada, reunía todo lo que el joven faraón podría necesitar en su vida eterna, desde carruajes, camastros y armas para cazar hasta tres pares de sandalias, juegos de mesa, toda clase de vasijas y copas, además de alimentos, instrumentos musicales, un abanico de plumas de avestruz y un trono de oro decorado con una representación del faraón y su joven esposa. También contenía dos pequeños féretros con sus dos hijas, ambas muertas al nacer.
La máscara funeraria de oro, los múltiples sarcófagos de piedra calcita y oro, y los cuatro cenotafios dorados habrían de convertir a Tutankamón en el faraón más conocido del Antiguo Egipto. Pero el oro no era más que una representación de la carne divina del faraón y un reflejo de la iluminación solar. Procedente del sur –Nubia–, el oro fluía a raudales en Egipto durante el Imperio Nuevo. ¿Qué menos podían hacer los sacerdotes tebanos, que recuperaron su poder y riquezas gracias a Tutankamón, que ofrecérselo al divino faraón en el momento de convertirse en una de las estrellas que jamás se ocultarían en el cielo de Egipto?
Como sea, puestos a celebrar el centenario del descubrimiento de Tutankamón y los 200 años del desciframiento de los jeroglíficos de la Piedra Rosetta, los arqueólogos hoy quieren descolonizar su pasado y disimular la egiptomanía que alientan los grandes museos con su marketing.
Mientras los egipcios dan los últimos retoques a su nuevo mega museo a los pies de las pirámides de Giza –que exhibirá por primera vez todos los objetos que Carter sacó de las entrañas del Valle de los Reyes–, los grandes y pequeños museos del mundo engalanan sus artefactos egipcios con gesto humilde y gratitud eterna. Después de todo, los tesoros descubiertos por Carter y sus archivos les llenan las arcas hace décadas y les han otorgado aquello que los faraones deseaban: gloria imperecedera.