El enigma de los artistas: cuando dejan de crear por elección
Figuras de las más diversas disciplinas eligen abandonar su arte: los Visionarios del No
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Chavela Vargas desaparece completamente. Vive en el anonimato en un pueblo alejada del mundo artístico, que no tiene más noticias de su voz desgarrada. Y después de 12 años, después de que la habían dado por muerta por su alcoholismo −que ella definió como “dependencia del alma”−, entonces decide volver, tan indómita como siempre. Lo hace con el padrinazgo de Pedro Almodóvar, una última etapa donde por fin puede gritar su lesbianismo −”soy la primera mujer en México que se ha atrevido a cantarle a una mujer”− mientras se consagra en giras por los principales teatros europeos.
Hay tantos artistas como formas de resurgir −o no− del ostracismo, algo que hoy parece no despertar tanto interés en un mundo acostumbrado a descartar, cancelar y olvidar a quienes no triunfan. Porque es habitual que en los medios se hable de los artistas y sus logros; se iluminan sus talentos, sus éxitos, sus nuevas obras. Pocas veces, las fisuras y los desvíos: lo que quedó en el camino, lo que nunca se publicó, lo que permaneció inconcluso. Menos aún, qué ha pasado cuando alguien decidió abandonar el escenario de la creación.
En una geografía no tan distante a Chavela, Nina Simone también emprende un camino de ruptura: abandona a su familia, viaja a África y comienza un largo periplo hacia el olvido. Ignorada por los magnates de la música, quienes veían en ella una amenaza no solo por su activismo en defensa del poder negro −rabiosa y radical luego de los asesinatos de Martin Luther King y Malcolm X− sino por los ataques de su personalidad, entonces Nina decide volver para tocar en melancólicos night-clubs. Allí pareció encontrar la armonía para contrarrestar tantos años de un retiro inundado de dolor. “Soy yo la que tiene que convivir con Nina”, decía la extraordinaria cantante estadounidense. Y luego, como una huella de su inclinación por la ausencia: “Me sentía transportada a una iglesia; algo que descendía sobre mí y me hacía desaparecer, un espíritu que me sacaba de mí”.
Chavela (Catherine Gund y Daresha Kyi, 2017) y What happened, Miss Simone? (Liz Garbus, 2015) son dos documentales que cuentan con soltura ese lado oculto e invisible, el de artistas que en algún momento de sus vidas se exilian por diferentes razones −afectivas, artísticas, espirituales, políticas−, al estilo del escribiente Bartleby, el mítico personaje de Herman Melville y su célebre “Preferiría no hacerlo”. Ricardo Piglia los había denominado como Visionarios del No, tomando a Antígona como referente histórica, “porque es la que dice que no sin construir ni proponer nada. Es decir: se enfrenta a un poder sin proponer una alternativa porque su no es suficiente”.
Joao Gilberto, el creador de la bossa nova, es tal vez el Bartleby más famoso de la música latinoamericana, tan enigmático como el Sixto Rodríguez del documental Searching for Sugar Man (Malik Bendjelloul, 2013) o el pianista cubano Bebo Valdés, que el cineasta Fernando Trueba rescató del olvido y volvió a poner en primer plano en otro documental (Old Man Bebo, 2008) y como productor de sus discos.
¿Por qué buscar a alguien que no quiere ser encontrado? Durante décadas, Joao Gilberto se recluyó en un departamento de Río de Janeiro sin más contacto que con sus seres cercanos. Así lo cuenta el documental ¿Dónde estás, João Gilberto?(Georges Gachot, 2018), una pesquisa sobre Gilberto, de quien se decía que “se supone que odiaba y amaba tanto a la gente que no podía soportarla”.
Pero es en la escritura donde los Visionarios del No han tenido una huella más profunda y conocida. Macedonio Fernández y Franz Kafka −que no tenían ningún interés en publicar y cuyas obras se editaron de forma póstuma−, Juan Rulfo −que publicó dos obras cumbres y dejó a todos esperando la tercera−, J.D. Salinger −que hizo de la reclusión una forma de vida tras su decisión de seguir escribiendo sin publicar−. Casos célebres como Rimbaud, que tras publicar su segundo libro, a los 19 años, lo abandonó todo y se dedicó a la aventura, hasta su muerte, dos décadas después. “Todos conocemos a los bartlebys, son esos seres en los que habita una profunda negación del mundo”, cuenta el narrador de Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas.
Y después se explaya: “Rastreo el síndrome de Bartleby en la literatura, hace tiempo que estudio la enfermedad, el mal endémico de las letras contemporáneas, la pulsión negativa o la atracción por la nada que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por eso), no lleguen a escribir nunca; o bien escriban uno o dos libros y luego renuncien a la escritura; o bien, tras poner en marcha sin problemas una obra en progreso, queden, un día, literalmente paralizados para siempre”.
¿Es mejor escribir que no hacerlo? ¿O se escribe mejor sin que los otros sepan, casi en el goce de la inutilidad? ¿El mito sobre el personaje tapa al escritor? Preguntas que sobrevuelan la figura de Macedonio Fernández, quien hizo de su obra un proyecto eterno, de nunca acabar. “Una especie de agujero negro cuya genialidad fue concretizar la nada”, lo definía el poeta Ricardo Zelarayán en Macedonio por Piglia (Andrés Di Tella, 1995), un documental que puede verse por You Tube.
O como el filósofo Ludwig Wittgenstein, que solo publicó dos libros y que en más de una ocasión refirió la dificultad que tenía de exponer sus ideas, un poco a la manera de Marcel Duchamp, cuya vida pareció ser su mejor obra de arte: “¿Por qué dejé de pintar? Qué quiere, ya no tengo ideas”. A semejanza del caso de Kafka, el de Wittgenstein es un compendio de textos inconclusos, bocetos y planes de libros que nunca dieron a luz. En otras ocasiones, el extremo hace mella: se abandona la escritura porque alguien simplemente cae en un estado de locura del que ya no se recupera, como el poeta Hölderlin.
Una paradoja de la parálisis, se cuenta en Bartleby y compañía, es que solo de la pulsión negativa, solo del laberinto del No pueden surgir los caminos que quedan abiertos para la escritura que viene. El riesgo, a veces, de quedar atrapado en el laberinto de la creación, luchando contra la desolación de lo imperfecto para escapar de toda mediocridad, de todo convencionalismo. O como decía Robert Walser −que también fue internado en un manicomio−: escribir que no se puede escribir también es escribir.
Eclipses y ausencias sin retorno
En la serie de entrevistas realizadas por Joaquín Soler Serrano en el mítico programa A fondo, de RTVE, un par de escritores confesaron sus eclipses. Augusto Roa Bastos, después de una prolífica producción entre 1960 y 1970, dejó de pronto de editar. “Como en todas las actividades humanas, en la literatura se producen crisis de conciencia motivadas por la sensación de lo que uno está haciendo no tiene sentido −comentaba−. Entonces uno se retira a reflexionar qué resortes ocultos existen. Una de las grandes dudas era si estaba llamado a este ejercicio de las letras, y esta especie de parada obligatoria se me impuso como una necesidad vital de descender a mis abismos interiores para ver lo que había adentro. Encontré la necesidad del silencio”. Años después publicaría Yo el Supremo, una de las novelas más conspicuas de la literatura latinoamericana.
Allí también aparece Ernesto Sábato, quien confiesa que se deshizo de más obra de la que había publicado. “Son los grandes escritores los que son más capaces de llegar a una totalidad del ser humano, como Shakespeare y Cervantes, que narran la dualidad del hombre, la suma de sus perfecciones y sus imperfecciones. Ante ellos, es una osadía ponerse a escribir, por eso he sido tan destructivo con mi obra. He publicado tres novelas y pienso que es demasiado. He quemado más de lo que escribí, incluso mis últimas novelas, Sobre héroes y tumbas y Abaddón, estaban destinadas al fuego”.
−Señor Rulfo, ¿por qué lleva tantos años sin escribir nada?
−Es que se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias.
Obra breve, legado inagotable. “El silencio posterior de Juan Rulfo puede ser visto como la extraordinaria caja de resonancia que sirve para darle realce a sus dos obras”, dice Juan Villoro sobre sus libros Pedro Páramo y El llano en llamas. Una presencia absoluta en la literatura a partir de una ausencia sin retorno.
Sobre el silencio de Rulfo escribió Augusto Monterroso una fábula, “El zorro más sabio”. En ella se habla de un Zorro que escribió dos libros de éxito y luego nada más. Los demás comenzaron a murmurar, y cuando le encontraban en los cócteles se le acercaban a preguntarle. Pero si ya he publicado dos libros, decía con cansancio el Zorro. Y muy buenos, le contestaban, por eso mismo tienes que publicar otro. El Zorro no lo decía, pero pensaba que en realidad lo que la gente quería era que publicara un libro malo. Pero, como era el Zorro, no lo hizo.
“Probar otra vez. Fallar otra vez. Fallar mejor”, es el título de una conferencia de Alan Pauls −que se puede ver en YouTube− sobre el oficio de escribir, y sobre todo, del insatisfecho proceso de la edición: “¿Por qué cuando ponemos el punto final y cerramos el archivo nos estremecemos y temblamos de terror y de pereza ante la mera idea de volver a él, abrirlo y corregirlo?”. El otro lado de la cuestión son quienes, prolíficos, no han parado de publicar. Georges Simenon, César Aira, Stephen King, Joyce Carol Oates. La lista también es larga.
“Su fecunda celeridad nos ha traído muy buenos libros, pero al mismo tiempo nos ha privado de varias obras maestras”, dice Rodrigo Fresán sobre Oates, pensando que podría volar mucho más alto si la escritora norteamericana, en vez de desperdiciar energías para entrar al Guinness de los récords, le dedicara “esos cinco minutos decisivos de cocción o unos cuantos meses de reflexión y revisión a mucha de su escritura”. Es la antítesis de quienes renuncian a escribir porque consideran que no son nadie. Oates no reniega de su ímpetu exhibicionista y hasta se creó seudónimos para que no la reconozcan en concursos.
El reverso son los que se hicieron humo. Como Arthur Cravan, quien decía que era sobrino de Oscar Wilde y, salvo editar cinco números de la revista Maintenant, no hizo nada más. Su mejor obra −se cuenta en Bartleby y compañía−, fue viajar a México y allí esfumarse, no dejar ni rastro sin antes decir: “Soy todas las cosas, todos los hombres, todos los animales”.
El guardar silencio, la atracción por la nada, el arte del extravío, el deseo de ser olvidado. Y al mismo tiempo la necesidad del destierro, la compleja convivencia con la expectativa ajena o la renuncia de alcanzar alguna cima. “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no”, afirmaba Albert Camus, y la frase parece sonar antipática en una contemporaneidad abrumada por el signo de lo positivo.
“¿Por qué no publico? Porque cuanto más se desvanece mi cartel literario más feliz me siento. Porque temo morir sin haber vivido. Porque no deseo hacer como las gentes de letras, que se asemejan a los asnos coceando y peleándose ante su pesebre vacío. Porque el público no se interesa más que por los éxitos que no aprecia”, decía Nicolas Chamfort, escritor francés. Es lo que Arthur Schopenhauer, en su época, criticaba de los que buscaban el reconocimiento a través de la moda: “La mayoría, en lugar de leer lo mejor que se ha producido en las diferentes épocas, se reduce a leer las últimas novedades, los escritores se reducen al círculo estrecho de las ideas en circulación, y el público se hunde cada vez más en su propio fango”.
Ser artista es poner el cuerpo; asumir una posición, un lugar. Y vivir la extraña relación entre lo íntimo y lo público, el silencio y la exposición, las miradas ajenas y el difícil acto de lanzar la voz ante un universo que apabulla de información y sentido. Como apuntaba Marguerite Duras, quien entendía que un texto, si quería tener validez, debía decir lo que aún no se había dicho: “Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido”. En definitiva, y en palabras de Samuel Beckett, hasta las palabras nos abandonan y con eso queda todo dicho.