La generación de textos, imágenes y software mediante una simple operación digital inaugura una nueva relación hombre-máquinas y desafía a las industrias creativas de este siglo
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No soy un robot. ¡No soy un robot! Lo hemos naturalizado: en nuestra relación con “las máquinas”, aceptamos responder mecánicamente a un acertijo visual para despejar las dudas que tiene una máquina sobre nuestra identidad humana. Los Captcha, se ha explicado, son tests automatizados que homenajean a Alan Turing para distinguir humanos y computadoras. Confiamos en ellos.
De todos los dilemas que sea han abierto, o profundizado, desde la popularización reciente de la inteligencia artificial generativa –desde la irrupción de Dall-E, Midjourney y sobre todo ChatGPT a fines de 2022–, el de la diferenciación entre la creación humana y la, sostengamos, “artificial” es uno de los más inquietantes. Eso si dejamos de lado las amenazas sobre el fin de profesiones enteras, la posibilidad de que establezcamos con ellas conversaciones intimistas o, incluso, las advertencias sobre sus posibles comportamientos incontrolables.
El fin de semana pasado, desde la Feria del Libro, el analista francés Eric Sadin (autor de La inteligencia artificial o el desafío del siglo) destiló sus preocupaciones más políticas y los pronósticos más ominosos: “Estas tecnologías ya se ocupan de algunas facultades humanas fundamentales, como el lenguaje y la representación de las imágenes. No corresponde que un puñado de ingenieros desconectados de la realidad tenga la llave del destino de la humanidad”.
El viernes pasado, el filósofo y divulgador Yuval Noah Harari publicó un extenso texto en The Economist, con un llamado de atención: “Durante miles de años los seres humanos han sido perseguidos por un miedo profundo: siempre hemos apreciado el poder de las historias y las imágenes para manipular nuestra mente y crear ilusiones. Desde la antigüedad, los humanos han temido quedar atrapados en ese mundo de ilusiones”, sostiene el autor de Sapiens.
En las charlas, el chatbot sabe ordenar palabras para parecer que escribe, pero no entiende. Ni sabe. Ni tiene criterio de verdad.
Va más lejos: considera que el lenguaje es nuestro principal ordenador, el “sistema operativo de nuestra civilización” y que, en la medida que estas herramientas replican con habilidad nuestra capacidad para comunicarnos, ese sistema fue hackeado por las máquinas. Nada será igual. “Las religiones han reclamado una fuente no humana para sus libros sagrados. Pronto eso podría ser una realidad”, apura Harari.
Allí hay otro aspecto curioso: en las charlas, el chatbot sabe ordenar palabras para parecer que escribe (eso aprendió, via machine learning), pero no entiende. Ni sabe. Ni tiene criterio de verdad. Curiosamente, a sus confusiones, enredos temporales, tropiezos en las citas de autores y torpezas cronológicas los expertos las llaman “alucinaciones”: una exótica hipérbole entre todas las transferencias antropocéntricas.
También es un nuevo escenario para la creatividad. Con nuevos conflictos. La huelga de guionistas de esta semana en Hollywood contiene entre sus reclamos una reivindicación de la tarea hecha por humanos. ¿Quién pagará por el acto creativo? ¿Cuánto vale? Temas apócrifos de The Beatles aparecieron esta semana, creados con IA.
La pregunta sobre qué es la creatividad, como actividad humana, vuelve a cobrar sentido a la luz de esta, digamos, “creatividad artificial”: herramientas tecnológicas ya capaces de generar textos, imágenes y videos en segundos con sólo una consigna (el prompt).
La propia actividad que denominamos “creación” es hoy materia de estudio. El libro The Cult of Creativity, de Samuel Franklin, enfoca en un fenómeno de la segunda mitad del siglo XX. “El culto a la creatividad de posguerra fue impulsado por el deseo de impartir a la ciencia, la tecnología y la cultura de consumo algunas cualidades que se consideraba poseían los artistas”, desarrolla Franklin, citado esta semana en The New Yorker. Sin duda, fue la publicidad la industria que más se aferró al término “creativo”. Hoy, todas esas actividades cuentan con un asistente tecnológico (¿un robo-coach?) que simplifica y, a su vez, entre alucinaciones y paranoias, se vuelve amenaza.