Educación interrumpida. Los efectos de un año sin clases
Estudios comienzan a revelar que el grave daño causado por una crisis inédita excede lo académico y atañe a la vida social, emocional y psicológica de niños y adolescentes
- 25 minutos de lectura'
En las aulas del Taller Escuela María Asunción Guglielmi (TEMAG), poblada de pupitres blancos, llama la atención una pequeña silla roja. Lo que representa esta silla, que siempre permanece vacía, es enorme. “Es un símbolo del derecho a la educación de todas las personas, la oportunidad de tener un futuro mejor. Y nos recuerda que ese derecho no está siendo cumplido para mucha gente”, explica Marcos Roca, director de la escuela. Emplazada en el partido de General San Martín, TEMAG es parte de la red de la asociación civil internacional Fe y Alegría y se enfoca en acompañar a jóvenes y adultos que abandonaron la secundaria, para que puedan terminar sus estudios.
En cada establecimiento de Fe y Alegría en el mundo, hay una silla roja. No es una idea nacida en pandemia: se originó en España, en 2012, para visibilizar a los que no pueden acceder a la educación por situaciones de pobreza, exclusión, conflictos armados, desplazamientos y demás injusticias e inequidades que siguen existiendo en todos lados, bien entrado el siglo XXI. Pero lo que sí sucedió desde la irrupción por el Covid-19, en Argentina y otras naciones, es que estas sillas rojas ya no son las únicas que están vacías.
Nuestro país suspendió las clases presenciales por primera vez el 15 de marzo de 2020. En principio, se anunció como una medida para los siguientes 15 días. Sin embargo, los primeros en volver a las aulas fueron los estudiantes sanjuaninos, el lunes 10 de agosto, casi cinco meses después. Los siguieron los de otras provincias como Santiago del Estero, Catamarca, San Luis, La Pampa y Formosa, aunque varias tuvieron que volver a cerrar por nuevos brotes del virus. En la Ciudad de Buenos Aires, los colegios empezaron a abrir sus puertas el 9 de noviembre, con casi 160 de los 180 días mínimos de clases establecidos por ley realizados en la virtualidad; en paralelo, la provincia de Buenos Aires anunció que el regreso a las aulas se daría recién en 2021.
Así, la Argentina pasó a ubicarse entre los primeros puestos de países de Latinoamérica que más tiempo mantuvieron cerradas las escuelas, en una región que de por sí ya resultó la más afectada del mundo, junto con el Caribe y el sudeste asiático: el promedio de nuestro continente fue de 110 días de clases presenciales perdidas durante 2020, mientras que la media global fue de 74 días (en Medio Oriente se perdieron, en promedio, 80 días; en África subsahariana, 69; en Europa y Asia Central, 45).
En este ranking doloroso, hasta los estudiantes de las naciones más privilegiadas se vieron perjudicados. Por caso, la Universidad de Oxford estudió el efecto del cierre de primarias en los Países Bajos, donde tuvieron ocho semanas sin presencialidad, y se advirtió un déficit de aprendizaje de hasta un 55% mayor para los niños de familias de menor nivel educativo. Ya en julio de 2020, la organización internacional Save the Children advirtió que se trataba de “la mayor emergencia educativa de nuestra historia”. En medios, ONG, agrupaciones de expertos y hasta en chats de WhatsApp de padres, no tardó en hacer eco una misma expresión: “El año perdido”. Por su parte, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) directamente se refirió a la posibilidad de una “generación perdida”, argumentando que los niños estaban sufriendo “daños irreversibles” en su educación, nutrición y bienestar.
Declarar una crisis educativa es referirse a mucho más que un problema académico. Según la árida definición de diccionario, la escuela es “una institución destinada a la enseñanza que proporciona conocimientos que se consideran básicos en la alfabetización”. Cualquiera que haya sido estudiante sabe que esa acepción apenas roza la superficie de una experiencia multidimensional, que deja una pronunciada huella. “Está claro que la pandemia tiene un impacto profundísimo en la salud global de los niños, en la que su escolarización es clave, porque la escuela es esencial para varias cosas. No solo es el lugar donde adquieren el conocimiento, sino que ahí forman aspectos emocionales, sociales, y también otros relacionados con la nutrición, la actividad física y la expresión artística. Es fundamental para el desarrollo y bienestar general, y es también un sitio seguro: hay muchísimas patologías y situaciones de riesgo a las que se ven expuestos los chicos que son detectadas en el ámbito escolar”. Quien habla es Gonzalo Pérez Marc, médico pediatra, jefe de Investigación y Docencia en el Departamento Materno-Infantil del Hospital Militar. En 2020, codirigió dos valiosos trabajos sobre coronavirus: el ensayo clínico (fase III) de la vacuna del laboratorio Pfizer y un estudio sobre el valor del plasma de convaleciente. A toda esta experiencia, suma un doctorado en Medicina, una licenciatura en Filosofía, un magisterio en Bioética y otro en Economía y Gestión de la Salud. Desde esa mirada integral, admite: “Creo que los adultos focalizamos en la salud respiratoria y orgánica de los chicos, pero no le dimos prioridad a su salud social, educativa y psicológica. Ellos se vieron mucho más afectados en todos estos aspectos que por el Covid-19”.
La escuela cerrada surge como el factor clave del diagnóstico, el núcleo duro de la cuestión. Sin embargo, reconocer que estamos frente a la mayor emergencia educativa de la historia no debería ser una sorpresa: el coronavirus arrasó con casi todas las esferas de la vida humana tal cual la conocíamos antes. Pero lo que sí puede que sea tristemente cierto es que los niños y adolescentes se convirtieron en las mayores víctimas invisibles de esta pandemia. Con los colegios inhabilitados, perdieron más que presencialidad, horas y calidad de clases: perdieron, también, el contacto con sus pares y su espacio de autonomía y libertad.
Así se lamentaron ellos mismos en una encuesta de la Sociedad Argentina de Pediatría (SAP) de octubre del año pasado. Los más pequeños dijeron que ir al colegio significaba ver a sus amigos y sentirse felices; para los más grandes, remitía a la libertad de estar fuera del hogar. Un 71% de los participantes de nivel inicial y primario expresaron sentirse tristes y, entre los de 9 y 14 años, manifestaron aburrimiento y desánimo. Enojo y frustración por tener clases virtuales, miedo por la salud de sus abuelos y preocupación por no poder volver a la escuela, además de extrañar cosas como la libertad, los amigos, los abuelos, los abrazos y las salidas fueron de las emociones más mencionadas.
En el mismo informe, la SAP reparó en una realidad macro incluso más grave: “Esta pandemia vino a poner aún más en evidencia las inequidades de vastos sectores poblacionales, con déficit habitacional, falta de agua, luz precaria y sin conexión a redes de internet. Asimismo, en el aislamiento recrudecieron situaciones de violencia, maltrato familiar y abusos. La inasistencia escolar trae aparejados otros riesgos como el embarazo en la adolescencia y la explotación laboral y sexual”. Advertencias similares hicieron, a nivel global, organismos como la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), con proyecciones devastadoras como, por ejemplo, que esta pandemia empujará a otras 2,5 millones de chicas a matrimonios infantiles para 2025.
Si bien la pandemia desafió a todos, fueron los países más desfavorecidos (y, a su vez, sus localidades, comunidades y familias más vulneradas) los que vieron su de por sí ya frágil supervivencia en riesgo. En la Argentina, donde la pobreza alcanza al 64,1% de los menores de 18 años (casi siete de cada diez niños, según el último informe del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina) y, de acuerdo con la proyección más optimista, 1,5 millones de alumnos se cayeron del sistema educativo durante 2020, el escenario, que ya era delicado, se agravó a una magnitud todavía incalculable.
Verdades y consecuencias
“El año pasado fue horrible. No quiero vivir algo así nunca más”, confiesa Aldana Luque (21), que en 2020 arrancó a cursar el anteúltimo año de secundaria en TEMAG. Como ya vivía en la casa de la familia de su novio, le tocó pasar la cuarentena lejos de sus papás y hermanos. La situación económica era desesperante y, algunos días, no les alcanzaba ni para comer. Cuando sí había, dedicarse a cocinar le hacía bien, aunque nada reemplazaba a la escuela. “Es mi segundo hogar y lo extrañé un montón. Estaba todo el día en casa, limpiaba, dormía, volvía a limpiar sobre lo limpio para hacer algo. No tenía posibilidad de conectarme a las clases, sin computadora ni internet ni lugar donde hacer la tarea porque la casa es chica”.
A través de donaciones de computadoras, celulares y hasta crédito para carga de datos, alumnos con pocos recursos económicos como Aldana lograron las condiciones mínimas necesarias para acceder a las clases virtuales. Sin embargo, una buena parte de los estudiantes en situaciones de mayor vulnerabilidad no tuvieron la misma suerte. De repente, la brecha digital, ese eufemismo repetido hasta el hartazgo durante años por políticos, académicos e investigadores, demostró toda su potencia para desgarrar y debilitar lo poco que tenían muchos –demasiados– niños y jóvenes de nuestro país.
Algunos datos hablan por sí solos. Sobre la base de cifras del Indec, el Instituto para el Desarrollo Social Argentino (Idesa) indicó que solo el 63% de los hogares con niños tiene acceso a una computadora y que, en el 40% de los hogares más pobres, solo el 49% tiene una, mientras que en el 40% de los más ricos esa cifra llega al 94%. Además, señaló que, para el 56% de los estudiantes, la conexión con la escuela es solo posible desde un celular, y que el 75% de los chicos estudia con dispositivos tecnológicos de uso común en el núcleo familiar.
Evidencia como esta recopiló María Victoria Baratta, historiadora, investigadora del Conicet y docente, para su libro No Esenciales: La infancia sacrificada (Libros del Zorzal, 2021), que ella misma define como “un documento de lo que se pudo hacer el año anterior y no se hizo y de los costos y el daño que esa decisión [N. de la R.: el cierre de las escuelas argentinas durante casi todo 2020] trajo y traerá consigo”. Entre las cuestiones macro: que la educación virtual no es capaz de generar procesos de aprendizaje de la misma calidad que la presencial, que los déficits de aprendizaje son mayores en las poblaciones más vulnerables por el menor acceso a herramientas informáticas, que la deserción escolar aumentará significativamente y que las escuelas cerradas acentúan el ciclo intergeneracional de pobreza, además de que pueden provocar caídas futuras del Producto Bruto Interno (PBI), menores oportunidades laborales y salarios más bajos.
Para su libro, Baratta se valió de la ayuda de epidemiólogos, pediatras, psicólogos, cientistas sociales y expertos en biogenética, entre otras disciplinas, además de papers y estudios como los informes del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que estiman que el cierre de las escuelas –y, en especial, el de los jardines de infantes– representará para la Argentina un 6% a 7% del PBI a futuro. La historiadora también contempla las alteraciones que más aparecieron en la salud física y emocional de niños y adolescentes: cuadros de depresión, ansiedad y autolesiones, desnutrición, obesidad y problemas oftalmológicos por la exposición prolongada a pantallas.
Es que lo esencial trasciende las realidades socioeconómicas particulares. Aime Claros Choque (10) vive en la Villa 20 de Villa Lugano, junto con otros nueve familiares entre mamá, abuelos y tíos. El año pasado, cursaba quinto grado en la Escuela N°5 Armada Argentina. Su aislamiento, al igual que el de sus compañeros de colegio y vecinos del barrio, fue brutal. Dadas las precarias condiciones de vivienda, de contagiarse Covid-19 uno solo de sus familiares, sin dudas el virus hubiese pasado a todos los demás. Por eso, durante meses, Aime solo pudo salir al pequeño patio de su casa; ahí, sus tíos le jugaban como podían a las muñecas, a la mancha y a las escondidas. Tuvo clases virtuales todos los días. Al principio, le costó mucho, sobre todo las materias exactas, y la mala conexión no ayudaba. Pero, por su naturaleza curiosa, siempre se animó a preguntarles lo que no entendía a sus maestros. Hasta pidió ejercicios extra para reforzar las divisiones de dos cifras. Su dura situación no le impide reconocer lo más triste de la pandemia: “Lo peor fue no ver a mis amigas, no poder festejar cumpleaños, no poder visitarnos, aunque viviéramos cerca”.
Hubo otras realidades prácticamente invisibles, como la de los chicos con discapacidades. Sobre ellos, Baratta escribe: “La interrupción de sus terapias puede estancar y hasta hacer retroceder sus progresos. Según un estudio publicado en Chile en julio de 2020, la educación a distancia les resulta imposible, porque no tienen las destrezas o no están preparados en el uso de los dispositivos digitales, o porque los programas y las actividades que los sistemas ofrecen a la mayoría no son accesibles para ellos”. Una baja del 30% en la denuncia de abusos sexuales a menores (“el 80% de los niños que lo sufrieron se dieron cuenta en la escuela de que eran víctimas de ese delito, además de que el agresor suele estar en sus casas: ocho de cada diez abusadores son familiares o conocidos de la víctima”), y el posible aumento de las tasas de embarazo precoz son otros de los “sufrimientos en silencio” que señala Baratta.
Pero, ¿hasta dónde puede cargarse la escuela de todas estas tragedias? Está claro que muchas de las injusticias y violaciones a los derechos de los niños pueden ser paliadas o, al menos, advertidas en un aula. No obstante, y a riesgo de que suene antipático, a la institución en sí no le corresponde resolverlas. De hecho, no tiene la capacidad de hacerlo. O, como pone en blanco y negro Irene Kit, pedagoga y presidenta de la asociación civil Educación para Todos, “la escuela no está para rescatar a los niños de su familia”.
Kit es prudente a la hora de hacer un balance 2020. “Mucho se habló del año perdido para la educación, pero considero que hay que matizar esa afirmación. Los niños y adolescentes estuvieron en su hogar, con sus familias, y, si bien en la escuela se enseña con profesionales, el ser humano aprende en todo lugar y en toda su vida. El gran desafío es que, en el retorno a la escuela, los docentes cuenten con herramientas didácticas para retomar el proceso de los estudiantes, sistematizar los saberes y aprendizajes más intuitivos y espontáneos que hayan tenido, y ayudar a consolidarlos y que se puedan transferir a otros ámbitos. Si el sistema educativo no logra generar esas oportunidades, entonces sí el balance se inclinará más a la pérdida”.
De todas maneras, la experta reconoce tres pérdidas innegables. En primer lugar, la interacción con los compañeros, que es tanto sinónimo de socialización como de aprendizaje, porque “los seres humanos tenemos nuestro cerebro con una especie de wi-fi social, que permite que aprendamos observando, compartiendo emociones, escuchando argumentos de otros pares y de los docentes”. En segundo lugar, la pérdida de la regularidad y rutina de prácticas de estudio. “El dominio de la palabra escrita y el pensamiento lógico matemático se desarrolla acumulativamente a partir de las situaciones de aprendizaje. La interrupción de esa regularidad va desvaneciendo ese dominio. Es un círculo de deterioro: como leo menos, cada vez me cuesta más leer, y cada vez me produce más rechazo. Lo mismo con la escritura, el quehacer matemático o cualquier otro aprendizaje en construcción”, se explaya.
Por último, Kit se refiere a lo que llama “la pérdida de retroalimentación de los procesos de aprendizaje”: “Cara a cara, el docente ajusta eventuales errores, estimula nuevas exploraciones, sugiere mejoras. Es una de las tareas más difíciles y demandantes, y de difícil reemplazo en estas nuevas modalidades virtuales”. Para cerrar, señala dos grupos que, a su juicio, resultaron especialmente perjudicados: los chicos con discapacidad –por los mismos motivos que expone Baratta– y aquellos que, en 2020, cursaron el último año de secundaria. “Además de las cuestiones propias de esa edad vital y sus rituales específicos como el viaje y la ceremonia de graduación, no me extrañaría que el título de los egresados 2020 valga menos de lo que ya vale un secundario completo”, indica.
La pandemia fue “lo peor que podía pasarles” a los adolescentes. Así lo sostiene Juan Pablo Cibils, psicólogo educacional que acompaña a chicos de entre 15 y 18 años en el Colegio Seminario en Montevideo, Uruguay. “Para el adolescente, las relaciones sociales son lo más importante, más que en cualquier otra etapa vital de nuestra vida. Necesita libertad, salir del núcleo familiar, para poder así expresar su identidad, y espacios de intimidad y privacidad. Pero, con la cuarentena, los adolescentes pasaron, sin previo aviso, a estar conviviendo 24/7 con sus padres y perdieron el contacto con sus amigos. Limitados por normas y reglas, cargados de frustración por lo que perdieron y no volverán a vivir”, describe, y agrega: “La adolescencia es una etapa fundamental. Hay que sacar prejuicios: los jóvenes no están perdidos, no buscan problemas. Viven un período confuso, lleno de inseguridades y miedos, en el que necesitan profundamente a sus padres y, a la vez, piden que estén lo más lejos posible. Con quienes más seguros se sienten es con sus amigos, porque están viviendo lo mismo. De ahí el valor de lo social. Los adolescentes han sufrido mucho al estar lejos de sus pares, a pesar de estar conectados (virtualmente) más que nunca”.
También desde Uruguay, Ignacio Martinez Grille, docente y especialista en políticas de infancia que ha trabajado para organismos como Unicef y Cáritas, hace hincapié en los adolescentes: “Veo alumnos frustrados, que ya no esperan algo positivo ni piensan que todo va a mejorar, que no imaginan que van a disfrutar con sus amigos. Eso es muy grave, porque uno espera que el adolescente sea más naif, que idealice y sueñe. Fue muy valioso este tiempo para darnos cuenta como adultos de lo que a la infancia le corresponde porque es su derecho, pero no está bueno haberlo aprendido a través de una pandemia”.
El lado luminoso de la virtualidad
Octavio López Aguiar (8) cursaba segundo grado de primaria en el colegio San Maximiliano Kolbe, en el barrio porteño de Belgrano R, cuando se declaró la cuarentena. Al principio, se alegró: “Pensaba que iba a ser poquito tiempo, pero después no me gustó. Las clases por Zoom eran aburridas, me sentía cansado de hacer siempre lo mismo y mal porque no podía ver a mis amigos”, cuenta. Octavio vivió las restricciones más duras de 2020 en un departamento de tres ambientes con sus papás y tres hermanas de cuatro, trece y dieciséis años, con las que se turnaba la laptop, una tablet y un celular para poder conectarse a las clases. La familia recién empezó a salir a caminar a mediados de agosto, y él se reencontró con sus compañeros en una plaza a finales de octubre. Las clases de taekwondo, que tanto le gustaban, quedaron truncas. “Si tengo que pensar en lo lindo del año pasado, fue jugar más con mis hermanas, quedarme más con mi familia. Pero no me gustaría nunca más tener clases por Zoom, las odié”. Con su papá obligado a ir a la oficina, su mamá, Luciana Devicenzi, tuvo que dedicarse full time a sus cuatro hijos y a la gestión del hogar, haciendo malabares para posibilitar los tiempos de conexión y estudio que cada uno necesitaba. “Fue un año feo, pero creo que nunca hay tiempo perdido si uno está vivo. Con ellos, traté de enfocarme en lo positivo y, al ser cuatro, siempre tenían con quien jugar, charlar”, rescata ella.
Facundo De Ciervo, psiquiatra infanto-juvenil formado en el Hospital Gutiérrez y el Hospital Bonaparte, reflexiona sobre la crisis/oportunidad que trajo esta modalidad de vínculos 24/7. “Nadie estaba acostumbrado a una convivencia así, y se pusieron muy en evidencia las características vinculares de cada familia. ¿Hay lazos amorosos, confianza, paciencia? ¿Cómo se manejan los límites, la frustración? ¿Tienen cintura para adaptarse? Fue un gran desafío sostener situaciones de ansiedad, de aburrimiento. Hay padres que dicen ‘yo no sé cómo jugar’, ‘no sé cómo decirle que deje de gritar’, ‘no sé cómo explicarle matemáticas’. Se les pidió de repente que cumplieran roles para los que no estaban preparados. No es fácil cuidar, trabajar en casa y, además, acompañar en el Zoom. A pesar de esto, para muchos, fue una oportunidad de fortalecer vínculos”.
Además, De Ciervo pone en tela de juicio el impacto que tuvo en los chicos la falta de colegio: “Hay quienes no la pasaban bien en la escuela, por diferentes razones. Algunos viven la escolaridad como una situación de mucha exposición y el espacio grupal les es difícil; otros van con miedo porque son víctimas de hostigamiento; otros tienen una sensación de exigencia (de los padres, docentes pares o interna) que los abruma. La escolaridad es una gran oportunidad para aprender, salir de la familia, encontrar referencias afectivas por fuera de ella. Pero no siempre es un lugar amable y hermoso. No es una institución feliz. Conozco muchas personas que, al no tener que ir, encontraron un alivio. Que no quieren volver, porque les encantó la virtualidad. Lo que no se puede suplantar es la presencialidad en sí, que tiene que ver con el ‘estar ahí’ con otras personas y formar lazos. Eso es fundamental. Pero, ¿qué hubiese pasado si la pandemia sucedía 20 años atrás? La virtualidad nos permitió acercar comunicación. Me cuesta pensar que fue todo negativo”.
Magdalena Fernández Lemos, profesora de secundaria pública y directora ejecutiva de Enseñá por Argentina, también desdemoniza la virtualidad, argumentando que se dieron dinámicas interesantes que repercutieron para bien en los alumnos. Por ejemplo, el llamado urgente a los docentes a innovar, que por fin rompió con la dinámica repetitiva y conservadora del sistema educativo; y la oportunidad de pensar a las familias en un nuevo rol en alianza con las escuelas, aunque no se trata de que ellos enseñen, sino de que puedan elegir desde qué lugar quieren acompañar a sus hijos, aclara.
Fernández Lemos también celebra que, en 2020, los docentes de distintas materias pudieron integrar contenidos y trabajar por proyectos, en lugar de planificar de manera estanca. “La virtualidad nos permitió sacar el foco del contenido: sabíamos que el diseño curricular era tan largo que era imposible darlo entero, entonces es como que lo pusimos a dieta y dimos lo esencial, y usamos el resto del tiempo para otras cosas. Fundamentalmente, para construir vínculos de cariño y cuidado, porque es imposible separar el aprendizaje del vínculo. Seguro hice mil cosas que no fueron de ‘buena profe’ el año pasado, pero me preocupé un montón por el bienestar de mis alumnos, cuando su no estar bien era algo que te hace doler la panza y te estruja el corazón: ‘No tengo para comer’, ‘Con mi familia estamos aislados por Covid y nadie puede ayudarnos’, ‘Se inundó, se incendió mi casa’, ‘Se murió mi papá, mi mamá’. Descubrí que el vínculo maestro-alumno se puede construir desde la virtualidad. No así la sociabilidad entre pares, y de ahí que la presencialidad sea tan poderosa”.
Pero ni siquiera la virtualidad estuvo asegurada. Baratta, quien insiste en que “una casa no es una escuela y una computadora no es un docente”, revisa punto por punto por qué, para una gran parte de los chicos argentinos, las clases a distancia fueron imposibles: “En nuestro país, casi 65% de los niños y adolescentes viven en la pobreza. La mayor parte de ellos recibió clases asincrónicas por WhatsApp (que no son clases, son tareas, y eso siempre y cuando hayan podido usar un celular y hayan tenido datos para descargarlas) o directamente no recibió clases. Ni hablar de que deberían tener un espacio para poder estudiar tranquilos, lo cual, a veces, ni siquiera se da en contextos socioeconómicos más favorables. Además, los menores de diez años, en general, necesitan la asistencia de un adulto que oficie como maestro, y eso recae en padres que tampoco tuvieron demasiadas oportunidades educativas. Así las cosas, tener Zoom parece un privilegio”, ironiza.
Aldana Luque finalmente pudo acceder a las clases virtuales, pero resulta imposible considerarla una privilegiada, aunque la estadística de conectividad así lo determine. Además de los problemas económicos que la pandemia intensificó, perdió a su papá por el coronavirus y su familia fue desalojada. Su hermana, que estaba aprendiendo a leer y escribir, logró pasar de grado, pero su hermano, alumno de secundaria, “hoy no quiere saber más nada”. Para Aldana, seguir estudiando fue un esfuerzo sobrehumano. “Pero pedí ayuda y pude seguir. Tengo amigas que tenían que ocuparse de las tareas de sus hijos y las de ellas. Dieron el año por perdido y dejaron”. Si todo sale bien, Aldana será una egresada 2021. Sueña con seguir estudiando y ser asistente social. “Nunca es tarde para terminar el colegio y siempre hay que apostar por algo mejor y no dejar que nos hundamos en el mismo pozo”.
La guerra y la pandemia
Dos días antes de que se desatara la Segunda Guerra Mundial, las ciudades inglesas que corrían mayor riesgo de ser bombardeadas decidieron evacuar a sus niños y cerrar las escuelas. Las fotos de la época retratan filas interminables de chicos subiendo a los trenes que los llevarían a zonas rurales fuera de peligro. Ahí, las escuelas, que permanecieron abiertas, tuvieron que adaptarse a un sistema de turnos: los alumnos locales iban a la mañana; los recién llegados, por la tarde. Solo algunos pueblos lograron conservar la doble escolaridad para todos, transformando iglesias y galpones en aulas.
Más allá de todos los esfuerzos, los chicos extrañaban a sus familias y no se adaptaban bien a las nuevas condiciones de vida. Además, solo la mitad de los niños urbanos fueron evacuados. Eso significó casi un millón de menores sin escuela durante años. Los más afortunados recibieron algún tipo de instrucción en sus casas, pero fueron una minoría. Para enero de 1940, en Londres, había unos 430.000 niños en las calles, y la delincuencia juvenil se disparó: entre 1939 y 1941, se triplicaron las sentencias a menores. Al reconocer el desastre, el primer ministro Neville Chamberlain anunció que algunas escuelas de zonas industriales reabrirían, pero no fue suficiente. Cuando Alemania se rindió, en 1945, miles de chicos ingleses de siete años no sabían leer ni escribir.
Una pandemia no es un conflicto bélico, pero no deja de ser una crisis global, histórica y, a su manera, violenta. Para Baratta, que investigaba la Guerra de la Triple Alianza cuando se desató el Covid-19, el paralelismo fue inevitable. En No esenciales, escribe: “Hay similitudes que me ayudaron a comprender lo que vivía: lo excepcional, la sensación de que se paraliza el mundo, los cambios económicos, el enemigo que nos acecha. Pero hay cosas muy diferentes (...) La guerra es violencia, y la pandemia apela a la solidaridad. El virus no es un enemigo que podremos derrotar de manera definitiva, sino que se quedará entre nosotros. Solo debemos lograr que nos permita retomar nuestras vidas, con una inmunidad masiva. Y, por último, la guerra moviliza mientras que la pandemia parece desmovilizar”.
En cualquier caso, el Covid-19 desafía a la humanidad a hacerse preguntas incómodas (¿las escuelas deberían ser lo último en cerrar y lo primero en abrir?), a establecer prioridades entre valores que no querríamos ver jamás contrapuestos (¿más educación o menos contagios?), a tomar decisiones difíciles, casi imposibles. En cuanto a lo que podríamos observar como modelo de pandemias previas, hubo algunas en las que las clases se interrumpieron y otras que no, y Baratta, ella misma historiadora, admite que el pasado, esta vez, no puede guiarnos demasiado. Nunca antes se dio un escenario tan complejo como el actual, en donde un virus altamente contagioso y la globalización hacen la peor de las sinergias. Tampoco existía el nivel de escolarización universal que tenemos hoy ni la tecnología de las comunicaciones tan avanzada.
Será esta pandemia la que, en el mejor de los casos, nos guíe a futuro en cuanto a qué se pierde y qué se gana con cada escenario. Para eso, habrá que activar el método científico a todas las esferas. Pérez Marc lo sintetiza así: “Aprender de los errores y registrarlos, pero no paralizarnos. Mirar para adelante, avanzar, en busca permanente de las mejores respuestas según la verdad disponible para cada momento, y estando siempre atentos a los posibles cambios en el contexto que nos obliguen a readaptarnos”.
Así y todo, la historia tiene sus guiños. Después de la Segunda Guerra Mundial, el parlamento británico sancionó, por unanimidad, una ley que agregó un año más de escolaridad gratuita para todos los chicos, pasando de 14 a 15 la edad de egreso. Extender y garantizar su educación, reconociendo el enorme costo que la guerra había tenido para ellos en su desarrollo, fue un gesto de humildad y de grandeza. Que los adultos construyan juntos una respuesta que recupere lo que se pueda de lo que los niños perdieron y, a su vez, rescate y haga perdurar lo que ellos mismos consideraron valioso de este tiempo excepcional; tal vez aparezca en ese camino la mayor lección para los chicos y, también, para los grandes.