¿Dónde está la lechuza? Los buscadores implacables que desde hace tres décadas están obsesionados con un objeto enterrado y 11 acertijos
La historia de una comunidad de buscadores que está plagada de expediciones fallidas, disputas legales y clanes enfrentados
- 10 minutos de lectura'
En la madrugada del 23 de abril de 1993, un hombre sube a su coche y viaja hacia algún lugar de Francia; en el baúl lleva una pala y una escultura con forma de lechuza. Al llegar al destino elegido, cava un hoyo profundo y entierra la obra de bronce. Aún no amanece, y el viajero –satisfecho– se relame: ya ha echado a andar su plan.
El siguiente paso se concretaría al mes siguiente, con la publicación de su libro Sur la trace de la chouette d’or (o sea, “Tras el rastro de la lechuza de oro”), volumen que cuenta con 11 acertijos de su autoría, y una promesa: quien los resuelva, dará con la precisa ubicación del ave de mentirillas. Una vez que la desentierre, quien lo hiciere, podrá reclamar el verdadero premio: la misma escultura pero de oro, con detalles en piedras preciosas y valorada entonces en un millón de francos.
Frente a tan tentadora recompensa, miles sucumben al irresistible desafío propuesto por Max Valentin, el escritor en cuestión, que ha diseñado enigmas complejos donde se combinan texto, figuras e ilustraciones, donde se remite a la alusión histórica, el juego de palabras, la lógica matemática. La gente se enrosca los sesos, el tiempo pasa y el bicho rapaz no aparece. Entonces, la duda, la paranoia…
¿Y si se construyó una propiedad encima del tesoro? ¿Y si alguien exhumó el ave nocturna y nunca reclamó el trofeo? ¿Por qué hay ligeras diferencias en algunas ediciones de libros? ¿Será que todo el asunto es una gran tomadura de pelo? En algunos chouetteurs (como se llaman a sí mismos los jugadores, en alusión al vocablo “lechuza” en francés), el asunto raya en la manía, superando con creces la delirante obsesión de William Legrand, el protagonista de El escarabajo de oro, conocido cuento de Edgar Alan Poe que –en parte– serviría de inspiración a Robert L. Stevenson para escribir la superclásica novela de aventuras La isla del tesoro.
Valentin supuso que la cacería que había pergeñado podría durar un año, tal vez dos. Decir que erró en las estimaciones y que el juego se prolongó más de la cuenta, es un sobreentendido: a casi tres décadas de su inicio, esta búsqueda del tesoro –entre las más célebres y largas de Francia– sigue en marcha, aunque ya no sean miles, sino cientos las personas que, obstinadamente, continúan tras la pista del plumífero metálico de 25 centímetros de alto y 50 de ancho que, aún sin levantar vuelo y sin atravesar sigilosamente las tinieblas, ha probado ser esquivo. Ha sobrevivido, de hecho, al propio Valentin, que murió en 2009 después de sufrir un paro cardíaco.
“Hay algo del orden de la aventura y de la fantasía que atrapa a los chouetteurs y las chouetteuses, y hace que disfruten de la travesía aunque no den con el tesoro. Es llamativo con cuánta pasión y asombro viven la búsqueda, que les permite pausar las preocupaciones cotidianas y dejarse llevar. Evidentemente, la frustración está presente cuando los intentos por resolver los acertijos resultan infructuosos, en especial para los que están en la pesquisa hace décadas, pero el placer y el divertimento –casi infantiles, me animaría a decir– pesan más. Es atractivo, siendo adulto, tener la chance de jugar”, opina la fotógrafa británica Emily Graham en charla con LA NACION revista. La artista –nacida en 1983– conoce el paño: ha pasado los últimos años tras la huella de estos hombres y mujeres. Sobre ellos justamente trata The Blindest Man, fotolibro de su autoría que recientemente ha lanzado en un cuidado volumen la editorial Void (europea, hace envíos a distintas partes del globo, incluida la Argentina). El título refiere al proverbial no hay peor ciego que el que no quiere ver, que Valentin incluye en uno de sus acertijos.
“Soy tan mala para las adivinanzas que ni siquiera se me cruzó por la cabeza participar. De todas formas, hay cierto consenso general de que ya han sido descifradas. Las respuestas están, pero hay un duodécimo enigma que engloba las demás piezas, y ahí es donde todo se desbarata. Se han formado distintos clanes: por un lado, tenés a la gente que cree que la lechuza está en Dabo, pueblo al noreste del país; y por el otro, a los anti-Daboistas”, explica la inglesa que, a causa de su proyecto, ha recorrido buena parte de Francia: Toulouse, Perpiñán, París y un largo etcétera. “En un momento hice un mapa con los lugares a los que iba y venía, y fue una locura de líneas zigzagueantes”, señala desde su casa en Londres, donde vive y trabaja.
Graham no solo ha acompañado a algunos chouetteurs a sus expediciones; también visitó los hogares de cantidad de personas comprometidas con la causa, que persisten en este pasatiempo a pesar de la marea de rumores, las informaciones cruzadas, las nuevas pistas falsas que nublan sus investigaciones. “Son abogados, jardineros, médicos, empleados públicos, científicos: gente con profesiones normales, que llevan vidas comunes”, aclara sobre esta peculiar comunidad, que cada año se congrega en ChouetteFêtes: encuentros donde exponen cálculos muy elaborados y elucubraciones sobre la posible ubicación del escondite, sacando conclusiones a partir de todo cuanto hayan visto, sean sombras o ramas rotas.
“Hay un gran de trabajo de organización alrededor de estas reuniones, donde también se hacen pequeñas búsquedas del tesoro”, detalla Graham, que asistió –con su cámara– a tres ediciones. “El balance siempre es muy fino entre qué eligen decir y qué prefieren guardarse para que nadie les robe sus hallazgos. A pesar de que la mayoría está en la cacería hace casi 30 años, se sienten muy cerca del paradero, siempre al borde de encontrarla”, ofrece la muchacha egresada con honores de la Universidad de Brighton, que percibió en sus encuentro con los buscadores cómo “al principio prima la lógica pero, en el proceso de decodificar las pistas, el razonamiento analítico da unas cuantas volteretas y empieza a tornarse menos racional”.
Emily quiso dotar a The Blindest Man de sugestión y misterio, aproximándose al tema de una manera “deliberadamente no documental. Me divertía más la idea de mostrar lo que no puede ser visto, lo que tiene lugar en la imaginación de estas personas, proyectar sus obsesiones, sus fantasías, sus deseos”, agrega ella, y destaca que la búsqueda del tesoro en sí le parece “la capa más superficial. Personalmente, me interesaba abordarla como metáfora o parábola de lo que sucede cuando alguien busca obcecadamente, pero no encuentra; cuando siente que constantemente está por llegar a una meta que se le escapa”.
Una de las personas retratadas por Graham es un tal Yvon Crolet. Parisino de 78 años, este ingeniero jubilado le dedicó 20 años a la lechuza de oro, pero hoy alega que todo es un gran fraude, que se han aprovechado de las 200 mil personas que –se estima– han participado del juego desde la salida de Sur la trace de la chouette d’or. Crolet está convencido de haber dado con la locación de la lechuza en la ladera de una montaña en la comuna de Lus-la-Croix-Haute, en Drôme, pero tras salir reiteradamente con las manos vacías, decidió apelar a otro recurso: la Justicia.
Evidentemente no ha denunciado al finado Valentin, pero sí a sus herederos y a una de las figuras más controvertidas en esta historia: el pintor y escultor Michel Becker, que cinceló tanto la lechuza de bronce como la de oro y sus piedras preciosas. A Yvon no le interesa el premio, solo quiere que revelen la bendita solución, que tienen bajo su dominio en tanto Max les dejó un sobre sellado con las coordenadas antes de cruzarse de barrio. Al morir MV, empero, Becker consideró que la integridad del juego se había roto y, hasta las narices del asunto, cometió un terrible pecado que la comunidad aún no le perdona: poner en subasta las esculturas. Frente al clamor popular, tuvo que echarse para atrás y, desde entonces, asegura haberse vuelto a enamorar de la búsqueda del tesoro. Este año, incluso, ha reeditado el libro. Y vende merchandising.
Menos indignación causó entre chouetteurs enterarse que su venerado Max Valentin en realidad se llamaba Régis Hauser, y que era un consultor de marketing y publicidad nacido en Sarreguemines, autor de libros que poco tenían que ver con aventuras de piratas, como Diseñar y redactar mailings efectivos (1988) y La eficacia en el marketing directo (1991). Hauser eligió al azar en una guía telefónica el seudónimo que le daría fama y fortuna; “al tercer intento, porque los dos primeros fueron ridículos”, según confesó otrora. Con el diario del lunes, hizo bien en preservar su privacidad.
* * *
“Max Valentin está cansado de ser Max Valentin. Este varón con sobrepeso, melena cana y barba gris desprolija es uno de los hombres más perseguidos de toda Francia”, advertía la revista sabatina del diario inglés The Times en una interviú de 1997. La nota no exageraba: por esas fechas, a cuatro años de enterrar la escultura, la búsqueda se había desmadrado y algunos chouetteurs habían dejado de seguirle el rastro a la lechuza, optando en cambio por buscar al propio Valentin. Frustrados, trataban de convencerlo de que soltara prenda endulzándole los oídos, intentando sobornarlo o –los más alunados– con amenazas de muerte. Se comunicaban con él por Minitel, el precursor de internet en tierras galas.
A su juego lo llamaron porque, incorruptible, el francés nunca dio pistas del paradero del ave metálica, aunque –a regañadientes– ocasionalmente sí aclarase a los cazadores que iban por mal camino. “A veces no me queda otra alternativa; de lo contrario se pondrían a excavar en cementerios”, manifestaba, compartiendo unas anécdotas por el estilo: que alguien había entrado en un banco con pico y pala, cavado en el piso del vestíbulo; bajo una señal de tránsito, levantando el pavimento; en una vía de tren, jorobando el trazado ferroviario… Ni siquiera faltó el que llegó a poner ¡una bomba! en una iglesia, convencido de que la lechuza estaba bajo la capilla. “Menos mal que el escuadrón llegó a tiempo”, suspiraba de alivio un Valentin consternado, a la par que insistía: “La estatuilla está enterrada en un lugar abierto y público, lo he repetido hasta el hartazgo, pero a algunas personas les falta un tornillo”.
Todo cuanto decía públicamente era tomado como palabra santa. Una vez relató que, en la madrugada en que escondió la obra, se topó con un desconocido que buscaba a su perro extraviado. El perro, ofreció cual detalle escarlata, se llamaba Drácula. Esa anécdota –quizá inventada– generó frenesí en miles de chouetteurs, que pronto enloquecieron a veterinarias a lo largo y ancho del país con sus llamados: querían saber si tenían algún paciente perruno bautizado como el conde vamp más famoso; dar con Drácula hubiese achicado el perímetro de búsqueda. También hubo descalabro en tiendas que rentaban detectores de metales, que no daban abasto esos primeros años: la escurridiza lechuza había disparado la demanda.
“Hay quienes piensan que soy una estrella de rock, un periodista de tevé, un político, un navegante aventurero…”, se regodeaba Valentin, haciendo alarde del aura enigmática que él mismo alimentaba, manteniendo su identidad real bajo reserva. Porque así daba aún más estatus mítico a un juego interminable y, probablemente, por razones de seguridad. “Si está tan agotado, ¿por qué no revela la solución de una santísima vez?”, le preguntó un periodista a fines de los 90, a lo que él contestó taxativo: “Sería una traición. Esta gente me mataría”.
Atrapado en su propia red, el tejedor igualmente creía que “una mañana me despertaré y diré basta. Entonces daré una pista que ayudará a que las 6 o 7 personas que estén más cerca puedan encontrar la lechuza. Podría ser el próximo mes, el año que viene…”. Al final se llevó el secreto a la tumba, no sin antes compartirlo con sus herederos y con Becker. Hasta su capítulo final parece escrito con premeditación: murió exactamente 16 años después de la madrugada que enterró la escultura, el 23 de abril de 2009.