Dónde comer. Lo mejor y lo peor de Chuí, el restaurante vegetariano de moda donde es una odisea conseguir mesa
La cocina de uno de los restaurantes del momento, en Villa Crespo, no deja a nadie afuera; como no toma reservas y hay tanta demanda, hay que hacerse de paciencia para lograr sentarse
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Supo ser un baldío, uno de esos solares tristes y semi abandonados que tantas veces surgen junto a las vías del tren. Había un par de árboles, varias plantas descuidadas y unos pocos pastos raquíticos creciendo entre chapas oxidadas, basura y la silueta arrumbada de un viejo automóvil. En ese lugar, hace poco más de un año, un grupo de cuatro socios imaginó abrir un restaurante y ponerle nombre de ciudad de frontera. Así nació Chuí, el restaurante que casi enseguida se puso de moda en Buenos Aires. Ahora mismo, una noche cualquiera (por ejemplo, la del miércoles pasado, cuando fui yo) es necesario aguardar hasta una hora y media para obtener una mesa, incluso en noches frías, cuando es necesario comer con la campera puesta para disfrutar del aire libre que ofrece este lugar. No toman reservas anticipadas, sino que uno debe ir, anotarse en una lista de espera, y luego, bueno, eso mismo, esperar. “Al mediodía en la semana suele estar más tranquilo. También si venís a las 19 seguramente te sentás rápido”, me dijo uno de los camareros.
Chuí es grande: tiene capacidad para atender a más de cien personas al mismo tiempo y por jornada pueden pasar unas 500 personas, entre el almuerzo, la tarde y la noche. No importa cuántas veces vayas, el lugar siempre genera un golpe de efecto al entrar: lo que antes era un baldío hoy es un jardín detalladamente salvaje, con mesas desperdigadas entre la vegetación, un escondite que todos conocen. Pasando el jardín se llega a un galpón que, más allá de estar techado, mantiene la ilusión de aire libre. Bien al fondo surge la cocina separada del salón por apenas una larga barra de despacho. Allí se ven los hornos (uno es de barro, el otro pizzero), los fuegos encendidos y el frenesí de los cocineros en ajetreo constante. En un costado está la vitrina donde cultivan sus propios hongos de consumo (psicodélicas gírgolas multicolor y otras setas poco conocidas); en otra hay conservas, pickles y fermentos. La vajilla es enlozada, los materiales de construcción deambulan entre ladrillos desnudos, cemento, madera, acero y hierro. Hay cabina para dj, estufas a leña, muebles de aires artesanales. El ambiente es alegre y despreocupado, con camareros jóvenes que rondan las mesas y explican cada platos con detalle. En esas explicaciones abundan conceptos como “orgánico”, “gallinas felices”, “masa madre” y más términos del comer contemporáneo. Si existiese un chek list de modernidades gastronómicas, Chui cumple cada una de ellas. Algunos creen que exageran: lo cierto es que lo hacen muy bien.
Lo que me gustó
La carta de Chuí es vegetariana y apuesta al sabor. No le tienen miedo a platos contundentes, a la manteca, a los quesos, a las especias. En su mayoría, son platos y platitos pensados para pedir de a varios y compartir al medio de la mesa. Y está bien que sea así: algunos podrían cansar si la idea fuera comerlos enteros, pero picoteando entre varios, son realmente ricos. Un ejemplo: los puerros asados con una bagna cauda de alcaparras, almendras, trigo sarraceno y piel de limón en conserva. Hay opciones veganas como el paté de hongos (al que le hubiera venido bien despegarse de la etiqueta vegana y sumar manteca) o el dulce choclo asado con kimchi, romesco y granada. Más allá de algunos ingredientes de nombre exótico, la mayoría de los platos está diseñada para todo público, con picantes posibles y best sellers como los papines con palta, agua de tomate y huevo. El mejor plato, que sí o sí hay que pedir, es la insignia de la casa: los hongos servidos con coliflor, eneldo y una suerte de crocante de arroz yamaní, una delicia. No hay dudas de que Victoria Di Gennaro, jefa de cocina de Chuí, conoce el oficio y entiende cada vez mejor a sus comensales.
La carta es breve, y eso siempre significa un desafío a la hora de renovarse: por ahora los cambios apuntan a sumar nuevos platos en carta (hace un año había unas diez opciones, hoy cuentan con quince), y a mantener otros modificándoles detalles: si en invierno pasado el queso llanero salía con miel, ahora lo ofrecen con vinagre de frutas; si los porotos pallares se los preparaba antes en escabeche con rabanitos y pimentón, ahora llegan a la mesa con menta, lima y espirulina. La estrategia funciona.
Lo que no me gustó
Chuí suma un hermoso horno pizzero italiano que sobrepasa los 400º C, alimentado con hipnóticos trozos de quebracho al rojo vivo. Es una idea bienvenida e inteligente: con un estricto menú vegetariano, la pizza siempre agrega una opción inclusiva, de esas que gustan a la mayoría de los comensales. Tienen cuatro sabores (además de algún especial del día), como la de tomate, queso gouda y ajo frito; la vegana de cebolla caramelizada, kale y crema de frutos secos; o la de tomate, straciatella y albahaca, suerte de margherita reversionada. En Chuí eligieron elaborar un estilo de pizza cercano al napolitano, de masa delgada, borde inflado y piso muy blando; la mejor manera de sostener una porción es doblándola y comiéndola a modo de sándwich. Pero elaborar una gran pizza napolitana no es tarea fácil, y la de Chuí tiene algunas fallas. Es rica, sí (es rico combinar harinas, fuego de leña, quesos de calidad y un buen tomate maduro), pero al menos el día que fui no tenía la textura liviana y la elasticidad que sí logran las mejores pizzas napolitanas de la ciudad porteña. Hay aquí espacio para mejorar.
Conclusión
Chuí logra algo impensado en la Argentina de hoy: es un espacio divertido y canchero que convoca a cientos de comensales, muchos de ellos amantes de la carne. Y lo logra ofreciéndoles una sabrosa cocina vegetariana que no deja a nadie afuera. El lugar impacta: detrás de su aparente desprolijidad se percibe el trabajo a conciencia de paisajistas y arquitectos. El servicio es atento, conoce lo que sirve y lo explica, el despacho es rápido y aceitado. Los precios son medios: compartiendo platos y platitos se gasta unos $ 3500 / $ 4500 por persona, con una carta de vinos (rica, pero breve: le vendría bien sumar algunas opciones, en especial en los blancos) que arranca en $ 2200 ($ 2700 el tinto más económico). Y si bien conseguir una mesa parece imposible, implementaron un sistema de WhatsApp que deberían adoptar otros lugares: el comensal primero se anota en la lista de espera en puerta; luego, cuando la mesa está disponible, se le envía un mensaje dándole 10 minutos para presentarse. Esto permite, por ejemplo, esperar en un bar o cafetería cercanos, sin tener que estar todo el tiempo en la puerta.
Con más de un año y medio de vida, está claro que Chuí no es una moda pasajera: más allá de clichés y tendencias, demuestra ser un restaurante único en la ciudad porteña.
Dirección: Loyola 1250, Villa Crespo. No toma reservas. No abre los lunes y los domingos, solo al mediodía.