DJ superstar. El fenómeno de la música que toca en festivales por todo el mundo, tiene agenda completa hasta 2024 y agota entradas
Es el único sudamericano en la historia en entrar al DJ Top Ten, su podcast Resident ya tiene 11 millones de descargas en el mundo
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“El lado oscuro de la luna”. Así, sin dudar una milésima de segundo. Cuando le preguntan el cliché ese de ‘¿Qué disco te llevarías a una isla desierta?’, Hernán Cattáneo, el DJ superstar, su majestad del progressive house, se convierte en el chico de Caballito con la oreja pegada al parlante del Winco y responde eso, con total convencimiento.
En su casa tiene más discos –obvio–. Bastantes más: 15 mil vinilos y 3000 CD, en una cuenta rápida. Pero si piensa en escuchar uno solo por el resto de su vida, elige ese. “Es una bomba. En marzo cumple 50 años. ¡50 años! Y sigue siendo mágico. Es perfecto. ¿Qué otra cosa se puede decir de ese álbum?”.
Hipnótico. Fascinante. De todo se puede decir para acordar que sí, que tiene razón, que el octavo trabajo de estudio de Pink Floyd, el de la tapa negra con el prisma y el haz de luz multicolor, es una prueba magnánima del talento humano hecho sonido en 43 minutos. “A mí me encanta pensar siempre que lo que viene está buenísimo y que el futuro es mejor, pero difícilmente surja ahora una banda así. Eso me bajonea. En el contexto actual de la música, sería imposible”.
Advertencia: en las siguientes páginas habrá inevitablemente un uso superlativo del vocablo ‘música’. No hay sinónimo que exprese de otro modo esa significación infinita para el entrevistado. Porque si para Borges el universo era una biblioteca (la de Babel), para Cattáneo, como quedará claro más adelante, el cosmos –la galaxia, su mente, el decurso pasado-presente-futuro, ‘Dios’– es la discoteca. No las pistas, el club, las luces mundanas. Sino ese lugar imaginario en el que estaría todo, todos los sonidos perfectos del mundo, todas las canciones escuchadas y por escuchar, cada melodía, cada groove, hasta el último bit.
Ese espacio sempiterno e inmenso en el que –de nuevo Borges– “bastaría con que una sonoridad sea posible para que exista”, en la cabeza de Cattáneo se figura como un túnel. “El túnel de la música”. Ahí es donde su ser se escapa mientras su cuerpo tiene por delante 12, 15, 18 horas de vuelo, acomodado en un asiento hacia o desde Europa, Sudamérica, Estados Unidos, Asia… “Es muy importante conocer bien las canciones; conocerlas de atrás para adelante, saber qué generan. Y el avión es el mejor momento. Ahí no tenés distracciones. Nadie te llama, nadie te whatsappea. Eso hago cuando vuelo. Bueno, al menos a la ida. A la vuelta, me duermo todo”.
Cuarenta y siete por ciento. Según sus cálculos, ese sería el porcentaje de tiempo anual que pasa ahí, en el túnel, mientras viaja para tocar en festivales del mundo, donde lo contratan con un mínimo de 10 meses de antelación (tiene la agenda “reventada” hasta bien entrado 2024). Casi la mitad de su vida ahora es así –”antes era más”–, un continuo entre el aire y la tierra, partidas y arribos con los auriculares puestos; la música como acompañante, pasajera frecuente. “Esta pasión la tengo desde que recuerdo… No hice nada para que ocurriera. Me pasó siempre, es como un imán. Yo nací así”.
Y entre esos viajes, tocó con mucha repercusión el jueves y viernes último en el SunsetStrip 2023, en el Parador La Susana, en José Ignacio, y ya agotó las entradas para sus próximos shows en Buenos Aires.
El peor del mundo
Antes de conocer siquiera que esa pasión tenía un nombre (disc jockey) y era formalmente una ocupación, Hernán Cattáneo se autopercibía como un compartidor de música. El contexto era este: mediados de los 70, preadolescencia, hartazgo escolar, tardes interminables en el Parque Rivadavia con los amigos del barrio. “Teníamos televisión blanco y negro, pero yo no me enganchaba. Lo único que hacíamos con los chicos de la primaria era jugar a la pelota. Yo amaba el fútbol, lo amo hasta hoy. Pero era el peor del mundo. Cuando hacían pan y queso para elegir a los jugadores de cada equipo, yo quedaba último; era el que nadie quería. Esa situación, a esa edad, me quitaba toda confianza en mí. Encima, era recontra tímido…”.
En esos tiempos de desconsuelo juvenil, a él, el peor jugador de fútbol callejero de Caballito y aledaños, de repente se le empezó a dar bien otra cosa. ‘Vénganse a casa que tengo discos nuevos’, era la frase. “Entonces llegaban, yo ponía música, ellos se copaban. Me di cuenta de que eso sí funcionaba. Después, me llamaban y me pedían recomendaciones. Con la música, yo valía algo. No tenía ni idea de qué podía hacer con eso. Pero compartirlo me daba una felicidad inmensa”.
Unos años antes, la tía Alicia –hermana de su mamá– se había aparecido en el departamento de planta baja –”medio oscuro”– de la calle Rosario con el primer LP para Hernancito, el loco de la música: Willie and the Poor Boys (aunque él lo nombra en castellano, Willie y los niños pobres), de Creedence Clearwater Revival. Horacio, el tío de Corrientes, también hacía su aporte; le mandaba plata al loco para que fuese a la disquería. Y además estaban los Marchetti, dueños de un auténtico paraíso de alta fidelidad. En ese living luminoso de los vecinos del piso 13°, los discos no sonaban en un modesto combinado, sino en un equipo Audinac AT-510 que era “un fierro”, gracias a que don Adolfo, el jefe de familia, “era audiófilo, un conocedor del sonido”. Nada, pero nada que ver con el señor Juan Enrique Cattáneo, el abogado de planta baja que volvía a casa y lo primero que hacía era pedirles a su mujer y a sus hijos: “Bajen ya esa música”.
-Muchos de los que llegan alto hablan de un apoyo familiar temprano. A vos te costó imponer tu pasión…
-Sí, mucho. A mí me salvó mi mamá [Ivonne]. A ella le encantaba la música. Ella entendía mi pasión, igual que mis dos hermanas [Ana María y Mercedes, ambas mayores que él], que también tenían muchos discos. Pero mi papá quería apagar mi entusiasmo; no le parecía bueno… Mi viejo era un tipo muy clásico. Él no era fanático de nada; ni siquiera valoraba tener un buen equipo de audio. El combinado era un mueble de la casa y punto. Para él la vida era seria y pragmática. No había lugar en su mente para preguntarse qué lo hacía feliz. Yo era todo lo contrario. En casa, cuando él no estaba, había risas. Mi mamá cantaba, ponía discos de Fred Astaire y Frank Sinatra. Cuando llegaba mi papá, pedía silencio.
-Entonces te escapabas a la casa de los vecinos…
-Claro. Ellos eran más abiertos a géneros que ni yo ni mis hermanas conocíamos: jazz, fusión, Quincy Jones, Gloria Gaynor, Chic, Diana Ross, Fleetwood Mac, Toquinho… Yo era un nene, pero ya me fascinaba. Con los Marchetti nos intercambiábamos muchos discos. Y tenían excentricidades, como Premiata Forneria Marconi, una banda de rock progresivo de Italia, que era buenísima. Si ahora escucho esa música, salvando las distancias, pienso que tiene un montón que ver con la electrónica que a mí me gusta poner. Todo eso salió de ahí.
-¿Y vos prestabas tus discos, o te dolía el alma?
-Bueno, yo prestaba porque así me prestaban a mí –risas–. Lo que pasaba era que yo quería escuchar todos los discos del universo; quería ver las tapas, quién lo había producido… Entonces, entre los chicos del barrio nos prestábamos. Y lo que podía, me lo compraba. Juntaba plata de regalos de cumpleaños, Navidades, Reyes. Mis amigos querían una motito, se compraban ropa. Yo solo quería discos.
-¿Cómo fue la primera vez que pasaste música?
Fue gradual, diría. Las primerísimas veces fueron en mi casa, para mis hermanas. Después empecé a invitar a mis amigos. Mi mamá me daba permiso y hacíamos asaltos. Ahí todavía era el compartidor, no entendía nada. Pero un día, a los 12, fui a un baile del colegio San Cirano y lo vi a [Alejandro] Pont Lezica poner música. Quedé en trance… Claro, era un disc jockey, un maestro total. Ahí estaba, era eso lo que yo quería hacer y, hasta esa noche, no sabía que era posible.
-¿Y cuándo te sentiste vos un disc jockey?
-También fue gradual. Primero empezó el boca a boca de que yo tenía buenos discos. Un día, una chica conocida cumplía 15 y me preguntaron si quería poner música en su fiesta. En paralelo, yo iba al Club Italiano. Siempre pensaba: “Voy a terminar siendo el disc jockey de acá”. Era re chico, pero también entusiasta y romántico… Una tarde, le dije a un tipo de la comisión directiva: “Quiero pasar música”.”Bueno, tenés que traer un presupuesto”. Yo tenía 14 años; jamás había hecho uno, pero volví a casa, agarré la Olivetti de mi viejo y empecé. Presenté un montón de presupuestos, hasta que un día me llamaron. Fue en 1980; ya tenía 15. Esa fue la primera vez que me sentí un DJ. Después, a lo largo de la vida, tuve muchos otros momentos de sentir que no sabía nada, que me faltaba aprender un montón. Pero esa primera vez fue buenísima. Claro, todos los que estaban en la pista eran mis amigos; yo ya sabía lo que les gustaba. Pero la sensación que tengo fue la de haber triunfado. Yo, el peor del barrio durante toda la vida, esa vez fui aplaudido.
Estoy verde
Después de la noche triunfal en Caballito, Hernán terminó el secundario con lo justo, y el 31 de diciembre de 1984 se subió a un ómnibus y se fue con los vinilos de Genesis, Cindy Lauper, Culture Club y Duran Duran entre las piernas hacia su primera temporada como disc jockey en Dogo’s, un boliche típico de Villa Gesell. Después vinieron Sabash y Filia, en Buenos Aires, hasta que en octubre de 1988 abrió Cinema, casi en la esquina de las avenidas Córdoba y Scalabrini Ortiz, una disco para 1500 personas que formó, junto con Palladium y New York City, la tríada gloriosa de las pistas porteñas en la década donde el clima de fiesta, al fin, había vuelto a reinar.
-¿Qué recordás de la efervescencia de los 80?
-Recuerdo una Buenos Aires a pleno. Yo los fines de semana trabajaba, pero en la semana iba al Stud Free Pub, que estaba sobre [Avenida del] Libertador, y tocaban Sumo, Soda Stereo, las bandas del under porteño de esa época.
-¿Te gustaba el rock nacional?
-Me gustaba la música y me gustaba lo que pasaba en la calle, pero me asustaba un poco. Yo era medio verde, un nene de mamá. Y de repente había mucha gente dark en la calle, con la que yo no me sentía tan cómodo, pero a su vez me atraía muchísimo. Me seducía artísticamente.
-¿Y socialmente?
-No mucho. Yo no iba a socializar porque era muy vergonzoso. A mí la timidez se me fue a los 40 años, cuando me casé [su esposa es Jackie Keen, exmodelo y actual health coach para chicos]. Antes no hablaba. Era muy reservado; ponía música así [baja la cabeza], mirando para abajo. Así que, yo veía a Luca Prodan, a la gente lookeada, y me volaba la cabeza, pero lo observaba como una película. Todo eso pasó en la primera parte de mi carrera. Después cambió un montón.
-Vinieron los 90 y ahí la tríada de las discos importantes también cambió… A vos te tocó Pachá.
-Sí, Pachá cambió el juego en la Argentina. Aunque, mucha gente ahora no se acuerda, pero esos primeros años no fueron nada buenos, porque El Cielo, otra de las grandes, se llevaba todo: la gente importante iba ahí, los DJ internacionales también. El dueño [Poli Armentano] era amigo de Guillermo Coppola y Maradona. Entonces todo pasaba ahí. Pachá venía mucho más abajo, y Caix, la tercera, era una especie de after hours. El principio de Pachá fue muy difícil. Ahora todos te dicen que iban desde que inauguró. Mentira, no iba nadie.
-Como los que aseguran haber visto a The Police en New York City.
-¡Exactamente! Llenamos estadios con toda esa gente [ríe]. Después, el destino se interpuso: cuando mataron a Poli Armentano [en abril de 1994], nadie más quería ir al Cielo, Pachá levantó y se volvió un fenómeno. Fue elegida tres veces la mejor discoteca del mundo.
-¿Qué cambió ahí para vos?
-Ahí empecé a notar que la gente iba a escuchar. Hasta ese momento, a una discoteca se iba a tomar un trago y a levantar. A Pachá iba gente sola, y bailaba sola. Los 90 fueron un cambio de mentalidad para las discotecas: la gente empezó a ir porque venía tal o cual DJ. Esos años nos mostraron los códigos del clubbing que había en el mundo: que se podía bailar solo, que en la pista había un warm-up primero y luego el DJ principal. Y ahí los DJ empezamos a tener cartel en el país. Hasta ese momento, en las tarjetas de las discotecas no aparecía el disc jockey, sino el RR.PP. Las de Pachá decían “Invita: Clota Lanzetta” [se refiere al relaciones públicas Claudio Lanzetta, asesinado en 2001]. En el 95 o 96 empezaron a darnos un lugar a los DJ. Ahí empecé a tener unos poquitos fans.
Hitos y renuncias
“Unos poquitos”. Ahora el adverbio de cantidad es un sustantivo colectivo: multitudes. Hace mucho ya que el nombre Hernán Cattáneo (por lo general seguido de ‘Arg.’, la abreviatura del país) aparece como cabeza de cartel en festivales del mundo.
Su biografía cita tantos hitos que se vuelve difícil de seguir: único sudamericano en la historia en entrar al DJ Top Ten [de la revista DJ Mag], más de 3500 presentaciones internacionales en más de 250 ciudades; shows con las bandas electrónicas más importantes de la industria –New Order, Underworld, The Chemical Brothers–; primer DJ en tocar en la Catedral de Liverpool, en Inglaterra, y en el Hollywood Bowl, de California; 11 millones de descargas en todo el mundo con su podcast semanal, Resident. La lista sigue así, con interminables etcéteras.
La causa siempre es la misma, esa palabra que aparece en cada oración, que está en él como una brújula o una guía, como si fuera un ángel. “Yo soy el mensajero. La gente me dice: ‘Me vuelve loco lo que hacés’. Y yo pienso: ‘No, a vos no te vuelvo loco yo, a vos te vuelve loco la música’”.
-Muchos asocian tu trabajo al glamour. ‘Qué bien, este tipo labura de noche, conoce gente, viaja a todos lados, la pasa bárbaro’. Pero en tu libro [El sueño del DJ, editorial Planeta, 2021], contás que muchas veces tuviste que comprar la lata de arvejas más barata en el supermercado y vivir con eso.
-Sí. Lo cuento porque todo eso hace que vos después tengas un plus para llegar más lejos. Messi a los 12 años se daba inyecciones en las piernas todos los días. Justin Bieber cantaba en la calle. Esas cosas hacen que valores mucho más lo bueno que te pasa, y que lo cuides. Ahora muchas veces estoy cansado, pero ahí me acuerdo de que las primeras noches en Pachá había 50 personas.
-¿A qué renunciaste para tener la vida que tenés?
-Principalmente, a mis horas libres. A fines de semana, eventos y fiestas. Pero, por otro lado, no me pesa. Por ejemplo, no tengo ningún hobby porque no tengo tiempo. Pero soy feliz. No me quejo de nada, nunca.
-¿Nunca?
-Bueno [sonríe]. A veces me quejo de las redes sociales, porque son una trampa en la caímos todos y nos llevan demasiado tiempo. Pero, en general, soy optimista. Yo ya soy grande, tengo 57. Sé que lo único importante es la salud de mis hijas (Olivia, Abril y Mila), mi mujer y mis amigos. Todo lo demás, va y viene. No tengo ninguna queja.
-Algunos las tuvieron con vos… Cuando tocaste en el teatro Colón (con el show Connected, en 2018), por ejemplo. ¿Cómo tomaste eso?
-Algunos’ no, ¡un montón se quejaron! Y me dolió. Bajé 8 kilos por eso. Lo del Colón fue raro. A mí no me impactaba que se quejaran, me molestaba la injusticia. Todos protestaban por lo que íbamos a hacer en el Colón, y nadie sabía qué era. Se pensaban que íbamos a hacer una rave, que la gente se iba a parar sobre las butacas, y nosotros hacía un año que estábamos trabajando en un concierto sinfónico. Me daba bronca que pensaran que yo podía ser tan burro como para hacer una fiesta en el Colón, como si fuese un club. ¿Cómo se les ocurre? Me hice una malasangre tremenda. Después fue un éxito. A la larga, triunfamos. Pero costó muchísimo. Hay gente con mentalidad muy cerrada.
-¿Lo decís por algunos rockeros?
-Ya ni quiero entrar en esa discusión. Hay un gran malentendido que se arrastra hace 25 años, que es si los DJ tocan o no. En inglés, se dice play the guitar y play a record. Si lo traducís de manera literal sería ‘tocar la guitarra’ y ‘tocar un disco’. Se usa la misma palabra, pero no es lo mismo. Si yo digo que ‘toco’, no es lo mismo que cuando Pappo tocaba la guitarra. Yo no me hago el músico con una bandeja; yo pongo música. Es otra cosa.
Planchar la pista
En la vereda de enfrente de esas protestas vacías, la canción es distinta. Todo el resto de los jugadores de la industria de la música y sus inmediaciones (productores de espectáculos, fotógrafos, periodistas…), responden con una frase casi automática apenas escuchan el nombre ‘Hernán Cattáneo’: “Ahh, es un muy buen tipo”. Énfasis en ‘muy’.
Hay una anécdota ya célebre que pinta al DJ como es, más allá de las bandejas: la noche de 1999 en que subió a la cabina de Museum como warm up del DJ y productor inglés Paul Oakenfold, y a propósito planchó la pista con 75 minutos de deep house para que la gente, eufórica, bajara las revoluciones y tuviera energía para el artista central. “Gracias por este gesto”, le dijo después Oakenfold. “No me lo voy a olvidar”. No lo hizo. Tres meses después se lo llevó de gira por el mundo, y en 2001 Cattáneo terminó mudándose a Inglaterra, donde empezó a jugar realmente en las grandes ligas. Sin embargo, desde ahí arriba, siguió creyendo en esa frase que escuchó una vez en boca de otro de sus ídolos, el británico Graeme Park: “Está bueno ser importante, pero es más importante ser bueno”.
“No sé qué pensar de mí mismo –observa–. Me alegra que alguien me considere un buen tipo. Yo, que tuve tantas diferencias con mi papá, ahora creo que heredé de él la ética, el deber ser. Trato de vivir y dejar vivir. No me gusta pelear y creo en el karma. Lo que va, vuelve”.
-¿Sos religioso?
-A mí me criaron católico, pero me alejé… Tampoco diría que soy espiritual, pero algo hay; una mano superior que acomoda las cosas. Me encanta el ikigai, un concepto que dice que tenés que encontrar lo que más te gusta, y preguntarte qué podés hacer con eso para hacerte bien a vos y a los demás. Es decir: algo que, al hacerte bien a vos, le haga bien al resto, como un círculo virtuoso constante. Conocí el ikigai la primera vez que fui a Japón, en 2001. Y es eso: sentir que todo tiene un sentido. Si lo pensás bien, es simple. Pero la vida es cada vez menos simple y más egoísta.
-Vos sos embajador de Argentina en las pistas del mundo. ¿Qué escuchás del país?
-Los extranjeros aman la Argentina. La cultura, la buena onda de la gente, la creatividad, la escena artística, todo. Y, a la vez, no pueden creer el descalabro de país que somos. No lo pueden entender.
-¿Y vos, cómo ves el país desde afuera? [Cattáneo ahora vive con su familia en Uruguay]
-Igual. Yo he vivido en otras partes y viajado por todo el mundo; conozco lugares importantes donde no tienen ni un cuarto del potencial que tenemos nosotros. Ahí pienso: ‘Mirá lo que podríamos ser’. Es difícil. Se hicieron muchas cosas mal acá, y se siguen haciendo. Ya no es cosa de uno o dos gobiernos. No sé, es tristísimo.
-Te casaste y formaste una familia después de los 40. ¿Qué te dio ser padre?
-Me completó. Me apasiona ser padre. Y a nivel profesional, me volvió más consciente de la imagen y de la importancia de cuidar los entornos. Yo no quiero que a una amiguita de mis hijas no la dejen venir a casa “porque el padre trabaja en la noche”, o esas cosas. Así también surgió la idea de Sunsetstrip, los shows que hago al aire libre y por la tarde, para sacar prejuicios sobre la electrónica [el próximo en Buenos Aires será el 4 de marzo –su cumpleaños– en Ciudad Universitaria; las entradas se agotaron en 30 minutos, cuando se pusieron a la venta a fines de diciembre, y agregó función para el 5].
-¿Qué le decís hoy a una chica o un chico que sueñan con ser DJ?
-Que está buenísimo [ríe]. Le daría tres consejos. Primero, hay que hacerlo por la pasión y sin esperar nada. Segundo, tener una personalidad musical propia; no hay que hacer lo que está de moda ni lo que le gusta a tus amigos, sino lo que te gusta a vos. Y después, esforzarse. A mí me llevó casi 20 años de remar. La cosa no es hacerse famoso velozmente, sino sostenerse.
-Y para eso, ¿qué hace falta?
-Para eso es muy importante estar bien rodeado, que tu entorno te cuide. Hay un montón de ejemplos de la diferencia que marca eso, empezando por Messi y Maradona, Amy Winehouse... En el caso de los DJ, el de Avicii es el más claro.
-¿Qué ves en el futuro?
-Vacaciones [ríe]. No… ¡Música! Aunque ahora el epicentro de mi vida siga siendo ser DJ, en algún momento me voy a cansar de de tomar aviones todo el tiempo. Entonces me veo por el lado de la producción musical. Y otro sueño: poner soul y funk para 200 personas en un bolichito. Hoy sería imposible; van a tirar la puerta abajo. El día en que yo no lo le importe a nadie, lo haré. Y no le tengo miedo a ese día. Hay que correrse para que vengan otros.
-Está con vos desde que naciste. ¿Qué es la música, Hernán?
-La mejor de las sensaciones. Es lo único que te acompaña siempre. Si estás bien, te potencia. Si estás mal, te saca a flote y te hace compañía, como una mejor amiga. Creo que, de las artes, es la más completa. Y, aunque hay mucha tela para cortar desde lo tecnológico, ahora podés llevarla con vos a donde quieras. Además, es universal. Y encima, es interminable. La música es el infinito.
- Agradecimientos: Biblioteca Nacional Mariano Moreno, Agüero 2502, e Invernadero bar (@invernadero.bn)