Cumplirá cien años. Un palacio vertical y un faro en medio de la ciudad que solo puede encenderse 15 minutos por noche
Con su centenario a la vista, los secretos del edificio que fue símbolo de adelantos y de modernidad en los días de su inauguración
- 14 minutos de lectura'
El Obelisco, el Palacio del Congreso, la Confitería del Molino, el edificio Kavanagh, Puerto Madero, el edificio Bencich, la torre de Interama… Todo se ve en 360° desde el faro del Palacio Barolo que, a un año de llegar a su centenario, irradia su luz todas las noches durante quince minutos, desde sus cien metros de altura. Tras cuarenta años de abandono, el aparato que anunció el resultado de la pelea entre el argentino Luis Ángel Firpo y Jack Dempsey, el mismo año de su inauguración y, más tarde, el fin de la Segunda Guerra Mundial, recuperó su luz en 2010 para los festejos del Bicentenario. Hoy, además, ilumina otras construcciones emblemáticas durante acontecimientos especiales.
Obra del arquitecto Mario Palanti, bajo encargo del empresario, también italiano, Luis Barolo, el edificio que fue símbolo de adelantos y de modernidad en los días de su inauguración, en 1923, hoy tiene también un valor documental en sí mismo, dado que sus planos están perdidos y no existe documentación que acredite las más variadas versiones que corren sobre el edificio.
Pero, ¿un faro en el centro de una ciudad? “No es un faro marítimo, que tiene una secuencia de encendido para poder identificar de noche. Esto es un proyector que ilumina un acontecimiento importante y es el remate de un edificio. Originalmente no tenía una función específica”, señala el arquitecto Fernando Carral, quien llevó adelante las tareas de rescate de la vieja máquina y tiene sus propias oficinas en el Barolo. Lo cierto es que no se sabe en qué otros momentos se encendió el faro hasta que en los 60 dejó de funcionar. “No fue pensado con un objetivo. Es un elemento decorativo genial. Hay otros faros en la ciudad, también decorativos, como el del Yacht Club Argentino y la Torre Mihanovich, de Bartolomé Mitre y Leandro N. Alem”, señala el historiador Eduardo Lazzari.
Otro gran arquitecto italiano, Francisco Gianotti, autor de la Confitería del Molino, había proyectado un faro para coronar la galería Güemes, otra de sus obras. “En el proyecto se ve la imagen sobre Florida, con los rayos saliendo del faro. Se construyó todo para colocarlo, pero un submarino alemán torpedeó el barco que traía los bronces y todos los materiales. Yo creo que el faro está bajo el agua”, se arriesga Carral.
Cuando el faro del Barolo dejó de funcionar tal vez no había tenido demasiado uso. Su funcionamiento no era una cuestión de todos los días: había que orientar los electrodos, resultando complicado de prender. No se trataba de apretar una tecla y mucho menos de programarlo desde el teléfono o la computadora. Su luz provenía de un arco voltaico, es decir, de la descarga eléctrica que se forma entre dos electrodos. “Tenía dos electrodos y saltaba una chispa eléctrica. Cuando nos dispusimos a arreglarlo, el espejo –que reflejaba la luz– estaba casi transparente”, describe Carral. Si bien encender el faro con ese mecanismo no era sencillo, el trabajo valía la pena por la potente luz que emitía, que era mayor a la que hoy consigue la lámpara colocada en el proceso de puesta a punto hace una década atrás.
Antes de encarar los trabajos de recuperación, en 2009, era una incógnita el estado en el que se encontraría el aparato. No se conocía tampoco cuál era la mecánica de su funcionamiento, de modo que fue un desafío y un trabajo artesanal. El arquitecto a cargo se contactó con la empresa italiana que fabricó el faro original, hace casi cien años. “Todavía existe. Me contestaron los dueños de ahora que son gente joven que compraron la marca y no saben nada de faros, ‘ni nos interesa que tengan un faro nuestro’, dijeron”, continúa, sin disimular la desilusión que provocó esa respuesta. En el momento de poner manos a la obra para repararlo, el faro estaba desarmado; el espejo casi transparente no reflejaba nada. “Nadie sabía cómo era un faro ni qué tenía adentro. Era todo un misterio”, apunta Carral que, además de arquitecto, es técnico mecánico.
Había que trabajar a pulmón, reparando cada pieza con mano de obra local. “Con mucho miedo de que se cayera, lo sacamos y lo bajamos. Una vez en planta baja, uno de nosotros sacó el espejo y cruzó la Avenida de Mayo hasta llegar a una vidriería para cromarlo”, recuerda. También había que cambiar el motor, trabajo que, después de idas y vueltas, recayó en un negocio a la vuelta del edificio, “más viejo que el Barolo”, que fabrica motores a pedido.
Mientras en el Barolo movían cielo y tierra para reparar el viejo faro, en la ciudad se preparaba el festejo del Bicentenario y buscaban el ícono de la celebración. Todo confluyó para que el edificio y su faro, una vez listo, fueran el centro de la fiesta. La embajada de Italia había hecho una donación para cubrir los gastos de los arreglos, a la que se sumaron las de empresas del rubro eléctrico que aportaron no sólo la lámpara para el faro sino las necesarias para cambiar las de todo el edificio, incluida la galería y los capiteles del frente. También fue posible domotizar el sistema.
El 25 de mayo de 2010 se organizó la fiesta en Avenida de Mayo y sobre el Barolo se hizo un mapping por primera vez en Buenos Aires. Aunque el compromiso de entonces fue encender el faro todos los 25 de mes, al tiempo se decidió hacerlo todas las noches a las 22,15, apagándose a las 22,30. “Son quince minutos porque la lámpara calienta mucho. Cuando fue el velorio de Sandro en el Congreso prendí el faro para iluminar el palacio y me fui hasta allá. Cuando volví, había pasado una hora y esto hervía. No se pueden dejar las ventanas abiertas porque las corrientes de aire pueden hacer explotar la lámpara”, asegura. Como el Palacio del Congreso aquella noche, en ocasiones especiales se ilumina algún edificio o cúpula de la ciudad, como la Galería Güemes, la Confitería del Molino o el edificio La Inmobiliaria. Cuando mejor se percibe la iluminación es durante los días de lluvia o de niebla porque las gotitas de agua dejan ver mejor el haz de luz.
Entre 1900 y 1910 se produjo un auge de arquitectos franceses. Más tarde llegaron los italianos, como Mario Palanti y Francisco Gianotti. “Las academias de arquitectura en Italia eran muy cerradas. No era fácil entrar y se hacía difícil construir en Europa. Los arquitectos viajaban a América, donde podían trabajar con su título”, explica el historiador Eduardo Lazzari. Fue así que Palanti hace un edificio tan ambicioso como el Palacio Barolo, que le da prestigio. Además, es el autor del Palacio Chrysler (hoy Palacio Alcorta), la primera sucursal de la firma fuera de Estados Unidos, el edificio de Lázaro Costa, en Santa Fe y Callao, el del hotel Castelar y más de 30 obras en Argentina y Uruguay. El sello Palanti, presente en todas sus construcciones, es la decoración con arcos, balcones y formas redondeadas.
En 1923, cuando el Barolo se alzó sobre Avenida de Mayo al 1300, resultó una obra de modernidad. Pero ya en la década del 30 era antiguo. Los años 20 era “un momento de transición de la arquitectura. Es la década más esplendorosa de la arquitectura argentina, durante la presidencia de Marcelo Torcuato de Alvear. El Barolo es un producto cultural de un momento extraordinario de la Argentina”, destaca Lazzari. Ese momento extraordinario coincide con la entreguerra y con el pico de entrada de inmigrantes al país. Un detalle no menor es que los números económicos de Argentina eran los mejores de la historia. ¿Algunos edificios contemporáneos? El Colegio Nacional de Buenos Aires (1927) y El Palacio del Correo (1928). En esos días, el presidente de la Nación caminaba desde la Casa Rosada hasta el Café Tortoni para reunirse con artistas. El contexto era el mejor y se reflejaba en la aparición de artistas brillantes que ejecutaban obras que sobresalían en el mundo.
“Entre 1922 y 1923, Borges publica su primer libro, Marechal el suyo, Benito Quinquela Martín realiza su primera exposición en Roma y Emilio Pettoruti, en París. Es un momento de gran progreso, en el que se inaugura la electrificación del tren Sarmiento”, enumera el historiador. Es la época en la que comienzan las obras de modernización de Buenos Aires, con el trazado de las diagonales Norte y Sur. “París se moderniza en 1889, para su centenario y Buenos Aires lo hace en el suyo”, señala Lazzari. En ese ambiente de progreso, el Barolo se convirtió en un hito urbano.
Que un edificio alcanzara los cien metros –cuando las construcciones no superaban los tres pisos– y que tuviera un faro en su cima era una genialidad. Pero hubo otros avances que trajo al país el Palacio Barolo. “Excedía las medidas permitidas y fue en su momento el más alto de Sudamérica y uno de los más altos del mundo en hormigón armado”, afirma Lazzari. “La primera obra con hormigón armado fueron los silos que están atrás del Puente de la Mujer, que nadie toca por ser la primera obra así realizada en el país”, añade Carral. Además, Palanti incursiono con el Art Nouveau en una ciudad en la que el lenguaje arquitectónico de los 20 era el Beaux Arts parisino.
Otra técnica que trajeron Palanti al Barolo y su contemporáneo Gianotti a la Confitería del Molino, fue la de fundido de bronces, que no existía en Argentina. Las lucarnas que hay en el piso, en el hall de entrada, son piezas de fundición de dos metros y medio de diámetro, que vinieron de Italia, junto con tres tamaños de vidrio de repuesto que aún hoy están guardados en el taller del edificio, para reemplazar el que está colocado, en caso de rotura. Con estas lucarnas se consigue llevar luz natural a los dos niveles del sótano. Otro signo de modernidad fue la luminosidad que inunda todos los pisos.
Fue también el primer edificio que contó con tres líneas de electricidad, para iluminación, para calefacción y para artefactos. Algo novedoso, pero que, pasado un tiempo, resultó muy caro de sostener. El arquitecto Palanti era, además, pintor y escultor. Fue él mismo quien diseñó las lámparas, los picaportes y la estructura de los doce ascensores que originariamente tenían las paredes de vidrio. Realizó una escultura especialmente para el edificio, La Ascensión, aunque nunca llegó a destino. Ésta fue ejecutada en Italia y desapareció cuando llegó a Argentina. Existe una hipótesis acerca de que fue creada como urna para trasladar los restos de Dante Alighieri. Apareció un fragmento en Mar del Plata y el año último fue llevado al Barolo, donde se conserva detrás de una vitrina. La parte superior desapareció. La pieza original era un águila con las alas desplegadas, llevando encima a un hombre moribundo.
En cuanto a la altura del edificio, fue un tema por resolver, ya que excedía largamente las medidas permitidas. Para conseguir el permiso, hubo una condición: la construcción de un pasaje público que comunicara Av, de Mayo con Hipólito Irigoyen. Para cerrar el paso al edificio, se colocaron puertas en el acceso a los ascensores. En tiempos de construcciones bajas, el edificio tuvo un gran impacto visual. Más tarde llegarían dos importantes rascacielos: el edificio Safico, en Corrientes y Reconquista, y el Comega en Corrientes y Leandro N. Alem. “En los 30 aparecen los edificios racionalistas y Buenos Aires se convierte en una ciudad ecléctica”, apunta Lazzari.
Con su opera prima ejecutada, Palanti finalmente “vuelve a Italia, llevando planos y fotos de las obras que había realizado para hacer valer sus títulos y se consagra como el arquitecto preferido de Mussolini. Llegó a proyectar un edificio de gobierno gigantesco, la Torre Littoria, que no se llegó a concretar”, relata Lazzari. Por su prolífica obra Mario Palanti mantuvo su prestigio, pero “con esa mácula de haber sido uno de los arquitectos preferidos de Mussolini”, añade. Ése es el motivo por el cual, sostiene el historiador, Palanti no aparece en la historia de la arquitectura.
Ya en 1930. el Palacio Barolo queda anticuado. Creado para departamentos de oficinas, no cuenta con baño en su interior, sino que están ubicados en el exterior para compartirse piso por piso. Esto fue rápidamente corregido por el racionalismo, corriente que irrumpió con fuerza y que superó las novedades con las que el Palacio Barolo había sorprendido en sus albores.
En el piso 16 se encuentra 1923, el rooftop que lleva el nombre del año de la inauguración del edificio y que ofrece unas vistas magníficas hacia todos los puntos de la ciudad. Además, a diario se realizan interesantes visitas guiadas (@palaciobarolotours) en las que se cuenta una interpretación del edificio que vincula su estructura con el Infierno, el Cielo y el Purgatorio de La Divina Comedia de Dante Alighieri. Sin embargo, la falta de documentación al respecto genera distintas opiniones. “Las inscripciones en latín –recorren el techo de la galería ubicada en la planta baja– son opuestas a la teoría de Dante porque Dante no podía escribir en el idioma del clero, estaba en contra de eso. Es el creador del idioma italiano y el latín estaba mal visto por él”, sostiene Carral. Coincide con la opinión de Lazzari, según quien “no hay un solo rastro material que avale la teoría de La Divina Comedia; Palanti no dijo nada”.
Respecto a la teoría de que la luz del faro del Barolo tenía como fin unirse a la de su pariente, el Palacio Salvo de Montevideo –ambos realizados por el mismo arquitecto–, no hay certezas que la confirmen. Lazzari es escéptico, ya que “no hay aparato lumínico que pudiera llegar a esa distancia y Palanti jamás hubiera caído en ese error”, apunta. El historiador duda, incluso, de la existencia del faro uruguayo sobre la cúpula del edificio que supo albergar antenas de transmisión hasta que hace unos años fueron sacadas para instalar una moderna luminaria. El arquitecto Carral considera que ambos edificios “no están a la misma altura, pero los dos pueden marcar la entrada al Río de la Plata, ése era el sentido”.
Otra de las dudas sobre el Barolo es si realmente se trata de un edificio masónico. “Nunca logré que la masonería confirmara que Palanti fuera masón, aunque hay elementos de simbología que tienen que ver con la elevación e iluminación, que le son propios”, asegura el historiador. Sin embargo, hay un hecho por el que Lazzari descarta su vinculación con los masones y es que se realizó una ceremonia religiosa para bendecirlo una vez inaugurado, que fue presidida por el Nuncio Apostólico.
“No hay obra masónica que haya recibido una bendición”, asegura. Los elementos que remiten a la logia son la letra A de la palabra ascensor, con la forma de un compás masónico, y el piso damero en blanco y negro que simboliza el bien y el mal. Aunque “hay un símbolo masónico más importante que no se ve. Los edificios masones tienen que tener agua abajo y acá hay un arroyo entubado que pasa por abajo del Barolo y por debajo de las vías del subte. En el segundo subsuelo hay una tapa y el agua se ve por debajo”, afirma Carral, quien relata que hace poco visitó el edificio una arquitecta que está estudiando a Palanti en Italia y que asegura que encontró allí su filiación a la masonería.
Las incógnitas son muchas y papeles… no hay. Palanti tuvo muchas mudanzas antes de instalarse en Italia, donde moriría en la pobreza después de haber sido estafado. Carral visitó su última casa en un pueblito cerca de Cremona, que está abandonada y contiene todos los recuerdos familiares. “Palanti tuvo un hermano muy conocido en Italia, pintor. En Italia conocen al pintor y no saben quién es el arquitecto y acá es al revés”, cuenta Carral, quien no dio con los planos del Barolo, pero sí pudo ver el proyecto de la mole Littoria, aquella edificación monumental que había sido encargada por Mussolini y que iba a ser del mismo estilo del argentino, pero tres veces más alta. El fin del fascismo puso punto final al proyecto.
Saludable y en la plenitud de su vida, el empresario Luis Barolo falleció en 1922 sin ver finalizado su edificio, a los 51 años. Dicen que fue envenenado y que su mujer corrió la misma suerte, un tiempo después. Aunque de la causa de sus muertes tampoco hay certezas.