Cuento de verano. La fascinación de la piscina
- 5 minutos de lectura'
Quizás fuera muy profunda. Sin duda, el fondo no podía verse. Sobre el borde había un margen de juncos tan grueso que su reflejo creaba una oscuridad como la oscuridad del agua profunda.
Sin embargo, en el centro había algo blanco. El inmenso campo, a una milla de distancia, iba a venderse y algún entusiasta, o quizás algún niño bromista, había encastrado uno de los carteles de venta, con sus caballos, sus implementos agrícolas y sus vaquillas, en un tocón al costado de la piscina.
El centro del agua reflejaba la pancarta blanca, y cuando el viento soplaba, el centro de la piscina parecía fluir y ondear como una prenda de ropa que alguien está lavando. En el agua se veían las grandes letras rojas con las que se escribía Romford Mill. Había un dejo de rojo en el verde que ondeaba de lado a lado.
Pero si uno se sentaba entre los juncos y observaba la piscina… Las piscinas inspiran cierta fascinación. No se sabe por qué. Las letras rojas y negras y el papel blanco parecen flotar muy delicadamente sobre la superficie, mientras que por debajo transcurría una vida de agua profunda, como el rumiar, el pensar melancólico de una mente. Muchas, pero muchas personas habría allí solas, en épocas diferentes, a diferentes edades, dejando caer sus pensamientos al agua, y haciéndole preguntas, como uno lo hacía esta tarde de verano. Quizás era esa la razón por la cual el agua era tan fascinante, porque en sus aguas guardaba todo tipo de ideas, quejas, confesiones, sin publicar, sin pronunciar. Más bien existían en ella en un estado líquido, flotando unas sobre otras, casi incorpóreas. Los peces podían nadar a través de ellas, pero la hoja de un junco las cortaba en dos; y la luna era capaz de destruirlas con su gran plato blanco. El encanto de la piscina era que los pensamientos habían sido abandonados allí por gente que se había ido y sin sus cuerpos, estos pensamientos merodeaban de aquí para allá en la piscina libre, amistosa y comunicativamente. Entre todos estos pensamientos líquidos, algunos parecían adherirse a otros formando gente reconocible, solo por un instante. Y uno también podía ver un rostro rojo y bigotudo formado en la piscina, inclinándose en ella, bebiéndosela. Yo vine aquí en 1851 luego del calor de la Gran Exhibición. Vi a la Reina inaugurándola. Y la voz que se reía entre dientes, líquidamente, fácilmente, como si él se hubiera deshecho de sus botas con elástico, poniéndose su galera al costado de la piscina. Dios mío, ¡qué calor hacía ese día! Y ahora, ya no quedaba nada, todo era escombro, por supuesto, parecían decir los pensamientos, columpiándose entre los juncos. Pero yo era una amante, otro pensamiento irrumpió, resbalándose por sobre el anterior silenciosa y ordenadamente, como peces que no se obstaculizan entre sí. Una niña. Solíamos venir desde el campo (se veía el cartel de venta reflejándose en la capa superficial del agua) aquel verano de 1662. Los soldados nunca llegaron a vernos desde la ruta.
Hacía mucho calor. Aquí yacíamos recostadas. Ella estaba escondida entre los juncos con su amante, riéndose y resbalando hacia la piscina, ideas de amor eterno, de besos apasionados y de desesperación. Y yo me sentía feliz, dijo otro pensamiento, mirando bruscamente por sobre la desesperación de la joven (porque ella se había ahogado). Yo solía pescar aquí.
Nunca logramos pescar aquella carpa gigante, pero la vimos una vez, el día en que Nelson peleó en Trafalgar. La vimos debajo del sauce, ¡mi Dios! ¡Qué gran bestia era! Dicen que nunca nadie pudo pescarla. Ay, ay suspiró una voz, solapando la voz del niño. Una voz tan triste debe venir de lo más profundo de la piscina. Se alzaba por sobre las otras como una cuchara que recoge todo lo que hay en un cuenco de agua. Esta era la voz que todos deseábamos escuchar. Todas las voces se desvanecieron amablemente hacia el costado de la piscina para escuchar aquella voz que parecía tan triste. Seguramente sabía cuál era la razón detrás de todo esto. Porque todos querían saber.
Al acercarse a la piscina, apartaba los juncos para poder ver mejor, a través de los reflejos, a través de los rostros, a través de las voces del fondo. Pero allí abajo, el hombre que había estado en la exhibición, y la niña que se había ahogado, y el niño que había visto el pez, y la voz que suspiró “ay”. Y sin embargo siempre había algo más. Siempre había otro rostro, otra voz.
Vino un pensamiento y cubrió a otro. Porque aunque hay momentos en que parece que una cuchara está por alzarnos hacia la luz del día junto a nuestras ideas y anhelos, preguntas, confesiones y desilusiones. De alguna manera la cuchara siempre se escurre por debajo y nosotros fluimos de nuevo hacia el borde de la piscina.
Y una vez más, todo su centro está cubierto por el reflejo del cartel que anuncia la venta del campo de Romford Mill. Quizás esta sea la razón por la cual amamos sentarnos al borde de las piscinas: para poder, simplemente, mirar.