Cuento de verano. El nadador
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Me dicen el Polaco porque tengo los ojos azules y el pelo rubio, casi blanco; duermo en cualquier lado y vivo de lo que encuentro en el mar. Llego a la playa muy temprano y busco una zona tranquila, entre los médanos, del otro lado del espigón largo, al costado del puerto. Desde aquí vigilo toda la costa y puedo ver el barco hundido en la salida de la bahía. Está a unos tres kilómetros mar adentro, cerca de las últimas rompientes, escorado sobre un banco de arena. Cuando el viento viene del sur uno cree oír el leve crujido de las jarcias, el sonido oxidado de los hierros sacudidos por las mareas. No hay nada más misterioso que los restos de un barco hundido que se recorta en el horizonte, como una aparición.
Dicen que hay un sortilegio en el barco y quien llega hasta él descubre algo que no puede olvidar. Parece imposible pensar en eso bajo el sol y la claridad de esta mañana de primavera en la que el aire es transparente y tranquilo.
Todo está en suspenso y estoy a la espera. Primero vinieron los buzos, después van a venir los turistas y no va a quedar nada. Si alcanzo a llegar, quizá todavía encuentre algo. A veces pienso que el barco está ahí desde tiempos remotos, que se ha hundido hace trescientos años y entonces me imagino a los antiguos pobladores que lo vieron luchar contra las olas y naufragar. Veo la soledad de la llanura que termina en el mar y alguien que se acerca de a caballo hasta la orilla y miraimpasible la inmensidad del océano. Un indio pampa quizá, esmirriado, cetrino, parado sobre el lomo del caballo, que respira, como yo, el viento salado que viene del sur.
A lo lejos hay gaviotas que giran leves en el aire; hay un abismo abajo, que persiste desde antes de que la tierra existiera. Tenemos el recuerdo de esa inmensidad y por eso somos felices en el mar y desdichados en la tierra. Al entrar en el océano perdemos el lenguaje. Solo el cuerpo existe, el ritmo de las brazadas y el resplandor del día en la superficie del agua. Al nadar no pensamos en nada, salvo en la luminosidad del sol contra la transparencia del agua.
El mar es peligroso y profundo aquí, pero no es traicionero. Hay que conocer el movimiento subterráneo de las mareas y evitar las corrientes heladas que arrastran mar adentro. Hoy parece tranquilo pero la corriente, oscura y pesada, se distingue en la claridad del agua, como si fuera un animal sumergido. Eso quiere decir que las mareas están bajas y que podré nadar esquivando los bordes fríos de la correntada y cruzar la última rompiente hasta llegar al mar calmo.
Me detengo al borde del agua; el sol está en lo alto ya y no hay sombras sobre la arena. Sin embargo, al fondo, lejos, se ve que está lloviendo sobre los restos del barco hundido. Parece que una niebla húmeda cubriera los bordes desolados de la cubierta. El barco, bajo la lluvia, parece un barco fantasma y yo entro en el mar y empiezo a nadar, decidido, hacia el centro de la tormenta. Las olas son lentas y se forman a lo lejos subiendo y subiendo hasta que rompen con violencia. Enfrento la primera rompiente, a unos cincuenta metros de la costa. Me hundo unos metros y nado bajo el agua, tranquilo en la quietud transparente, y siento las olas arriba que rompen con fuerza y me sacuden como si alguien me empujara en la espalda.
Salgo al mar abierto en cuanto dejo la protección de la escollera. La canaleta está a mi izquierda y voy bordeando su oscuridad sombría y, por momentos, cuando me acerco demasiado, siento la profundidad helada del agua. Me alejo hacia la izquierda, nadando casi en diagonal. Avanzo tranquilo, con ritmo, la cabeza en blanco.
Enfrento la segunda rompiente y las olas me empujan hacia la canaleta que reaparece al final de la línea de espuma. La corriente me arrastra mar adentro pero logro flotar sin hacer esfuerzos y sin tratar de oponerme a la marea que me arrastra con suavidad. El mar ha cambiado de color y está oscuro y templado y tira hacia el horizonte en una línea paralela a la costa. De a poco logro alejarme de la correntada, nadando de a ratos, bordeándola, hasta que vuelvo a sentir el agua cada vez más transparente y tranquila.
Estoy lejos de todo, a unos dos kilómetros mar adentro. Ya no se ve la ciudad, el brillo de los edificios altos se confunde con el resplandor del sol en la superficie del agua. Hay una luz limpia y clara, pero más lejos, frente a mí, el mar cambia de color, el cielo está oscuro y cae la lluvia, como una tela gris. Allí en medio de la tormenta, hundido en la niebla, se ve el barco que se agita y cruje movido por la marea.
Toda la popa está bajo el agua, pero la mitad de la cubierta sobresale de la superficie. Desde abajo se lo ve imponente y quieto, como un edificio encallado. Las gaviotas chillan y revolotean sobre las chimeneas pintadas de rojo.
Nado hacia la parte de atrás y subo por la cadena del ancla hasta trepar a la quilla y logro hacer pie en la cubierta. El barco está levemente empinado pero puedo andar hacia la proa. Primero el agua me tapa los pies, pero al final la cubierta está seca, con los excrementos blancos de las gaviotas diseminados sobre las chapas.
Estoy solo en esta inmensidad callada, de pie frente al horizonte, el agua hace un ruido mínimo al sacudirse contra la obra muerta. Me siento un náufrago en una isla en medio del océano. Agito la mano pero, desde luego, nadie me ve. La tormenta está ahora sobre la ciudad y desde aquí se ve una masa oscura con la lluvia como una luz líquida. Aquí en cambio hay pleno sol y el cielo está limpio. La quietud es total. Tardo en darme cuenta de que el barco se mueve apenas.
En un costado hay una escotilla abierta, con una escalera de fierro que baja hacia la sala de máquinas y la bodega. El agua llega hasta el segundo escalón. Empiezo a bajar y me hundo, al principio mantengo la cabeza fuera del agua pero al fin me zambullo y me sumerjo en la profundidad del barco.
Buceo por un pasillo estrecho. A los costados se abren puertas que dan a los camarotes. Todo está arrasado y el agua vuelve los objetos y los muebles distantes e irreales. Una mesa flota cerca de la ventana. Me sumerjo otra vez y cruzo una de las puertas y entro en un cuarto cubierto de agua. Hay ruidos extraños, como voces o murmullos perdidos.
Me falta el aire y vuelvo hacia la escalera y trato de recuperar la respiración. Después vuelvo a zambullirme y cruzo otra vez el pasillo para entrar en el camarote central. En el piso hay objetos de metal, son tuercas y hebillas y restos de botellas rotas. Trato de abrir cajones y armarios pero es imposible porque la presión me impide moverlos. Cuando vuelvo a salir a la superficie veo que estoy sangrando por la nariz. Puedo respirar porque el agua no alcanza a cubrir todo el cuarto y hay como una capa de aire. Me mantengo de espaldas, con el techo cerca y respiro tranquilo. Hay una luz en la esquina, al costado, una bombita encendida. Tengo miedo de que haya algún cable en cortocircuito y que el agua esté electrizada. ¿Habrá un generador?, ¿un dínamo? Alucino. Pero me calmo enseguida y vuelvo a hundirme en el camarote inundado.
Atrás de una puerta abierta, en un costado, cerca del pasillo que da a la bodega, veo una sombra y me acerco despacio. Toco y no entiendo, parece un cuerpo muerto. Después que me acerco veo que es una tela, parece una bolsa o quizá una bandera. Me falta el aire y vuelvo arriba pero tardo en encontrar la claridad que me guíe y durante un momento me asalta el pánico de quedar encerrado. Por fin logro subir y cuando me paro en la escalera veo que otra vez me sangra la nariz. Me lavo y vuelvo a respirar tranquilo. Me zambullo y nado directo hacia la puerta y luego de luchar un rato consigo que la tela se suelte.
Arriba me doy cuenta de que es una campera de tela encerada. El sol está a mi derecha, de modo que deben ser cerca de las cuatro. Me tiro a descansar en un costado de la cubierta y creo que me adormezco un rato. Después reviso la campera que está mojada y grasienta. Le falta una manga pero igual logro ponérmela. Se me pega al cuerpo, parece una piel de víbora. Tiene un bolsillo con un cierre relámpago. Encuentro un pañuelo y un mapa de Bahía Blanca que se rompe no bien lo abro. Al principio creo que no hay nada más, pero en el forro, abajo, descubro un objeto, chato, metálico, tal vez una llave rota, una piedra. Cuando al final logro sacarlo, veo que es una moneda. La tengo en la palma de la mano. Parece de plata, es griega. No sé cuánto vale, tiene una fecha que no puedo descifrar. La miro brillar al sol. Por cuántas manos habrá pasado antes de que el marinero se la guardara en el bolsillo, en Atenas o en Tebas, y luego se hundiera con ella. Una moneda griega. Puede ser que me traiga suerte. Necesito un poco de suerte. No me vendría mal.