Cuando la inteligencia olvida la trascendencia
Howard Gardner nació el 11 de julio de 1943 en Scranton, Pensilvania, una ciudad de 800 mil habitantes que supo tener su era dorada gracias a la minería, aunque esta riqueza cesó a partir de los años 80. Es la misma ciudad en la que nació Joe Biden, el actual presidente estadounidense. Hijo de una familia judía que huyó de la Alemania nazi, Gardner se recuerda a sí mismo como un chico tranquilo y estudioso que amaba tocar el piano. Pero no fue en la música en lo que se destacó, sino en la psicología, especialmente a partir de 1983, cuando apareció su libro Estructuras de la mente, en el que cuestionó la noción tradicional de inteligencia basada en la medición del cociente intelectual y la capacidad para adquirir conocimientos y resolver problemas. Cada persona es única y no puede aplicarse a todas el mismo termómetro.
“Cuando observo la inteligencia de las personas, descubro que algunas son muy buenas solucionando problemas, pero malas explicándolos, señala Gardner, y a otras les pasa lo contrario”. Su teoría, que abrió horizontes tanto en la educación como en la psicología, sostiene que existen al menos ocho tipos diferentes de inteligencia y que, presentes en todos los seres humanos, se destacan y combinan de manera diferente en cada individuo. Aceptado en Harvard, en donde profundizó en este tema junto a su equipo, en principio habló de ocho tipos de inteligencia: lingüística, lógico-matemática, espacial, musical, cinestésica o corporal, intrapersonal, interpersonal y naturalista. Luego abrió la posibilidad de una inteligencia existencial o espiritual, en la que no profundizó, pero sobre la cual ofreció una visión: “Se trata de la capacidad para situarse a sí mismo en relación con el cosmos, con la condición humana, con el significado de la vida y de la muerte, y con el destino final del mundo físico y psicológico en profundas experiencias como el amor a otra persona o la inmersión en un trabajo de arte”.
Si bien la teoría de Gardner recibió objeciones, como, por ejemplo, la que le atribuye confundir inteligencia con talento, estas no invalidan la mirada que ofrece este psicólogo acerca de las capacidades humanas para gestionar los dones naturalmente recibidos, al punto de enriquecerlos o empobrecerlos. Y lo importante es su señalamiento de que cualquier tipo de inteligencia no ofrecerá buenos resultados si está desligada de la ética y de principios morales. Esto viene al caso en un tiempo en el que, al calor de la pandemia, hubo una sobrevaloración de los expertos, de los especialistas y del conocimiento por el conocimiento mismo. “Empecé a preguntarme por la ética de la inteligencia y por qué personas consideradas triunfadoras y geniales en la política, las finanzas, la ciencia, la medicina u otros campos hacían cosas malas para todos y, a menudo, ni siquiera buenas para ellas mismas”, reflexionó Gardner hace un tiempo, entrevistado por el diario catalán La Vanguardia tras recibir el premio Príncipe de Asturias. Buscó la respuesta tras estudiar más de 1200 casos mediante su emprendimiento llamado Good Project. “En realidad, las malas personas no puedan ser profesionales excelentes. No llegan a serlo nunca. Tal vez tengan pericia técnica, pero no son excelentes. Lo que hemos comprobado es que los mejores profesionales son siempre ECE: excelentes, comprometidos y éticos”.
Estas conclusiones deberían ser recordadas a la hora de confiar nuestros destinos individuales o colectivos a quienes (desde la ciencia, la política, la economía u otros campos, como dice Gardner) nos encandilan con sus títulos, diplomas, currículas, trayectorias o discursos. Decir de alguien que es inteligente no define nada. Puedes vivir sin filosofía, dice Gardner, pero es peor, porque las grandes preguntas de la vida siempre te estarán esperando. Y no las engañas ni les respondes con cocientes intelectuales, pergaminos o credenciales.