Críticos y políticos: las últimas monarquías
La coronación de Carlos III confirmó que de los reyes solo nos interesan las bodas. O los entierros, siendo que el de su madre despertó más atención que la ceremonia de sucesión. De la monarquía nos interesan esos toques de humanidad que se acercan a nuestras prosaicas vidas para confirmar que en la familia real también hay tunantes como el principito Luis o su tío Harry.
Las monarquías tradicionales están en baja porque la mayoría de la humanidad aspira a la democracia como sistema de vida. Hacia ella van los migrantes que huyen de monarcas de pacotilla que suben con votos y se eternizan como dinastía.
A diferencia de las monarquías europeas que responden al mandato de las constituciones, las realezas autocráticas de Latinoamérica ungen de divinidad el voto del pueblo con la misma mística con que el rey Carlos se untó con los santos óleos.
Más persistentes que las aristocracias de corona explícita y las autocracias de simulacros electorales, es la elite ilustrada. Su estirpe no tiene pergaminos de sangre, sino diplomas ganados en universidades financiadas con el IVA de los pobres del conurbano.
Estos aristócratas de vaqueros sucios y cabellera dejada debaten en congresos cinco estrellas la legitimidad del autócrata que les dio la beca, pero sus artículos no aparecen ni los diarios más leídos ni en los canales de más audiencia. Ese pueblo sabio para reelegir autócratas latinoamericanos, a su saber, es incompetente para elegir el canal de noticias más mirado.
Una aristocracia no sería tal sin esnobismo. Su más reciente exhibición la detonó la chiquilinada que osa recomendar libros por las redes sociales
La crítica literaria, cinéfila, musical, publica para el puñado con carné progresista obras de esas que no hay quien aguante mientras se indigna con el ranquin de los más escuchados de YouTube y Spotify. Si alguna vez, con condescendencia, consagran con sorna a un artista de culto es porque un director de moda incluyó algún hit de Gilda o de Raphael.
Una aristocracia no sería tal sin esnobismo. Su más reciente exhibición la detonó la chiquilinada que osa recomendar libros por las redes sociales.
De los mismos creadores de “Los jóvenes no leen nada” ahora se estrena “La juventud no tiene derecho a recomendar la lectura que le venga en gana”.
La mayor herejía de estos booktubers, como se conocen a estas cuentas súper populares, es recomendar libros de esos de “cambia tu vida” o novelitas de esas que revientan ventas pero que están vetadas en los claustros sacros de la calle Puan.
La valoración de las multitudes, tan imprescindible para la compra de la podadora o la freidora de aire o la fortuna que se destina a las vacaciones, es repudiada para la compra un libro digital. Para rebatir la eficacia estadísticamente probada de las tendencias de los grandes números, se argumenta la estafa de un tal Oobah Butler que logró posicionar un restaurante falso en los primeros lugares de Trip Advisor por pocos días. Como desconocen cómo funciona la nueva economía del intercambio obvian que el caso no es prueba de lo fácil que es engañar a la plataforma, sino de todo lo contrario.
Su relato demuestra que, como dice el adagio, se puede engañar a alguien por un rato, pero es imposible sostener el engaño durante mucho tiempo cuando hay demasiadas personas participando. Solo un desocupado desquiciado puede dedicar semanas a inventar fotos, engañar a quienes llamen, rechazar reservas, e involucrar a familiares y amigos en comentarios falsos. Muchos críticos y políticos han hecho carrera con menos esfuerzo.
La cultura de las estrellitas Trip Advisor se basa en la confianza en las recomendaciones de quienes se nos parecen. En tiempos en que el dinero dedicado a la cultura es un lujo escaso, resultan más confiables que esa crítica que en cada línea nos recuerda que los mortales no somos invitados a sus selectos cenáculos.